La Mente Final necesita muchos observadores a lo largo del camino, muchos informes de situación. Nosotros podemos ofrecer un informe continuo, desde el principio hasta el fin.
¿No comenzaremos aquí?, preguntó Lanier.
No. Volveremos al principio. A fin de cuentas sólo somos observadores y no actores, ahora que nuestra labor ha concluido. La información que recogemos no puede surtir efecto en los tiempos donde la recogeremos.
Los pensamientos de Lanier volvieron a ser cristalinos, y sintió otra oleada intensa de una emoción en la que se mezclaban el sentido del deber, el amor y la nostalgia. Aún no he cortado mis raíces con el presente.
Mirsky admitió que él tampoco las había cortado del todo.
¿Nos despedimos? Breve y discretamente. De los que amamos.
¿Por última vez?, preguntó Lanier.
Por mucho tiempo. No necesariamente por última vez.
No estás siendo muy claro.
Tenemos ese privilegio, ¡con tanta libertad! ¿Adonde irás a despedirte?
Tengo que encontrar a Karen.
Y yo encontraré a Garabedian. ¿Nos reunimos dentro de unos segundos, y empezamos?
Lanier descubrió que aún podía reírse; notó una sensación de levedad sólo contrarrestada por el peso del deber y la nostalgia.
De acuerdo. Dentro de unos segundos. Sea eso el tiempo que sea.
Se desplazaron por los conductos reservados para los sutiles mensajes de las partículas subatómicas: los circuitos ocultos del espacio-tiempo.
Karen recorría las calles recién pintadas del campamento de Melbourne acompañada de tres senadores terrestres.
—Ellos los llaman campamentos. Yo los llamaría palacios —decía el senador de Australia del Sur—. Nuestra gente sentirá envidia.
Ese debate se había prolongado toda la mañana, y Karen se estaba hartando. El día resultaría insoportablemente largo; más reuniones, más riñas sin sentido, más conciencia que nunca en toda la historia humana de que podían librarse de su herencia simiesca.
Karen se detuvo con un temblor en las rodillas. Algo crecía en su interior: una marea de amor, angustia y alegría; alegría por haber pasado tantos años con su esposo, compartiendo su trabajo, tareas, haciendo todo lo que podían hacer dos humanos.
Absolución. No somos perfectos. Basta con haber hecho lo que podíamos.
—Garry —dijo Karen. Podía sentir su presencia, casi inhalarla. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Una parte de ella dijo: Ahora no. No pierdas el control delante de esta gente. No obstante la sensación persistía y ella extendió los brazos como hacia un sol distante.
El senador de Australia del Sur la miró inquisitivo.
—¿Se encuentra bien? —preguntó.
—Lo siento. Es él, no es mi imaginación. —Karen cerró los ojos, dejó caer los brazos—. Siento su presencia.
—Perdió a su esposo recientemente —explicó el senador de la isla sur de Nueva Zelanda—. Ha sufrido una tremenda tensión. Karen no los oía; escuchaba una voz familiar. Siempre formamos equipo.
—Te amo —susurró Karen. No te vayas. ¿Dónde estás? ¿De veras eres tú? Alzó los brazos de nuevo, palpando el aire, cerrando los ojos, y sintió el momentáneo contacto de los dedos de Lanier en los suyos.
Hay muchas más sorpresas
, le oyó decir, y el contacto se interrumpió, y él pareció retroceder muchísimo.
Karen abrió los ojos y miró los rostros asombrados que la rodeaban.
—Mi esposo —dijo, temblando—. Garry. La condujeron a una pequeña zona verde entre algunos edificios.
—Estoy bien —dijo Karen—. Sólo quiero sentarme.
Por un momento, rodeada de árboles jóvenes y césped bien cortado, con la arquitectura del Hexamon a pocos metros, pensó que era como estar de vuelta en Thistledown, en la ciudad de la segunda cámara, antes de reunirse y trabajar con Garry, que todo estaba empezando.
Se estremeció e inspiró profundamente. Se estaba despejando. El contacto había sido fuerte e innegablemente externo. No estaba alucinando, aunque no creía poder convencer a los demás.
—Estaré bien. De veras, ya estoy bien.
Korzenowski estaba haciendo un viaje sentimental. Deseaba tocar la superficie de la Vía antes de proceder a su destrucción. Era algo más que su hijo único; formaba parte de él hasta tal punto que destruirla era como un suicidio.
Llevó el ascensor a la superficie de la séptima cámara, preparó su campo de entorno y aguardó a que la maciza puerta se abriera y le mostrara aquella perspectiva tan seductora, como algo surgido de un sueño interminable.
Teniendo en cuenta todo el tiempo que había pasado como un cúmulo de parciales inactivos, sólo había vivido de veras durante el primer siglo y los últimos cuarenta años. Para lo que se estilaba en el Hexamon, era joven; era desde luego más joven que su propia creación, fuera cual fuese el baremo aplicado a la Vía.
Las bombas sorbieron el aire de la cabina del ascensor. La puerta se abrió, y Korzenowski miró la garganta de la bestia que una vez lo había devorado: el Hexamon, los jarts y docenas de otras razas, abriendo el comercio entre mundos distantes, tiempos distantes, incluso universos distantes.
La roca desnuda y el suelo de metal de la séptima cámara se extendían grises, fríos y muertos a lo largo de casi diez kilómetros. Más allá se extendía la superficie de la Vía, broncínea pero no del todo inerte. Korzenowski sabía que si miraba de cerca aquella superficie vería mechones negros y rojos, una actividad indefinible y burbujeante, la vida del espacio-tiempo, el vacío tensado y retorcido y obligado a vomitar una superficie perversa.
El tubo broncíneo, de cincuenta kilómetros de anchura, se prolongaba hasta el infinito. Un remedo de la luz tubular de las cámaras de Thistledown formaba una cinta clara y reluciente en su centro. Se sintió mareado un instante, como si se hubiera convertido en parte de la torturada geodesia que describía la improbable existencia de la Vía.
Lo aguardaba una lanzadera personal. Subió a ella y volando a varios metros de altura cruzó el límite de la séptima cámara para detenerse a treinta kilómetros del casquete meridional.
Korzenowski bajó de la lanzadera y se detuvo a pocos centímetros de la superficie desnuda de la Vía. Eliminó el segmento de campo de entorno que tenía bajo los pies. Ahora estaba sobre la superficie misma. Se quitó una sandalia y apoyó el pie descalzo en algo que no era ni tibio ni frío, algo que en ese momento poseía una sola cualidad: la solidez. La superficie de la Vía no tenía en cuenta las leyes de la termodinámica.
Korzenowski se agachó y pasó la palma de la mano por la superficie.
Se incorporó, sintiendo la fuerte presencia de su fundamento —el Misterio de Patricia Vasquez—, como si alguien mirase por encima de su hombro. También es su creación, en cierto modo, pensó. Nuestro vástago, una monstruosidad prodigiosa.
—Nada es puro, salvo tú —le dijo a la Vía—. Fuiste creada por niños precoces. No sabíamos lo que representarías para nosotros. Nos permitiste tener sueños hermosos. Ahora debemos acabar contigo.
Guardó silencio varios minutos en la superficie inmutable e irreal, luego regresó a la lanzadera y a la séptima cámara.
—Somos prisioneros —le dijo Rhita a Demetrios en el lago, en el bote alargado de madera—. Todos nosotros. La reina ha muerto, y también Jamal Atta. No están aquí.
—De acuerdo —dijo Demetrios—. Acepto que algo no va bien. ¿Pero por qué dices que somos prisioneros?
—Esto es una prueba, un experimento. De los jarts.
—No conozco esa palabra.
Rhita se tocó la cara con las manos.
—¿Pero no sientes que somos prisioneros?
—Lo aceptaré, si tú lo dices.
—¿Recuerdas a un kelta llamado Lugotorix? Un ibis echó a volar desde la costa y se posó en la proa del bote. Abrió su largo pico y dijo:
—Ahora puedes recordar.
Rhita revolvió en su pasado, ocultándose. ¿Para qué recordar? No había nada que ella pudiera hacer, ni modo alguno de escapar cuando las piernas con que podía correr no eran reales. Visitó a su madre en la casa de piedra y yeso cercana a Lindos, y pasó una temporada hablando de nimiedades, descansando al sol, que no era tan tibio ni tan brillante como debía haber sido. Fue al templo para pasar un día a solas.
Su sombra la precedía, alargándose en la tierra y la grava bajo el sol de la mañana. La miró con cierto interés, se detuvo. La sombra alzó los brazos; Rhita tenía los brazos bajos. La sombra gesticuló. Se estiró cruzando el camino, setos secos y parapetos de piedra, un huerto estéril. Las ramas de los árboles se mecían cuando las tocaba.
Un joven de pelo negro se acercó por el camino. Permaneció un rato junto a ella, mirando cómo la sombra se alargaba hasta alcanzar el horizonte de la isla, y extenderse por el cielo y las nubes. Ella lo miró de soslayo, sin curiosidad.
—Te estamos perdiendo, Rhita Vaskayza —dijo él—. No debes ocultarte. Si no podemos retenerte, tu yo se disolverá en sus propios recuerdos, y no es eso lo que queremos. Tendremos que desactivarte. ¿No prefieres seguir pensando?
—No. Sé lo que estoy haciendo.
Ella se alejó del joven, pero en el pensamiento, la memoria o dondequiera que estuviese, tomó un camino equivocado.
Rhita entró en el cobertizo donde estaban todas sus pesadillas.
Antes de que pudieran desactivarla, vio los fantasmas de todos los que había matado, volando sobre las ensangrentadas aguas del mar, con preguntas en los labios y puñales en las manos.
¿Por qué abriste la puerta?
Había matado Gaia.
Pero no podía morir.
Su psique era una mariposa clavada con un alfiler, examinada y estimulada por coleccionistas monstruosos. Vio salas iluminadas de millones de kilómetros de extensión, forradas de cajas de acero, y en cada caja había filas de humanos: bebés, ancianos, niños, jóvenes, futuras madres, soldados.
Los vio con todo detalle, vertiginosamente reales; un alfiler les atravesaba el corazón y se contorsionaban. Estoy con vosotros, dijo. No puedo huir de vosotros.
Pero estaba corriendo. Sin cuerpo físico perseguía a su yo en sus recuerdos, en todos los caminos de su mente, frenética de tristeza, miedo y culpa. Corría con velocidad creciente, hasta que pareció derretirse y fluir como agua, un chorro frío y rabioso, difuso y sin yo. Sin centro, casi sin conciencia. Una breve tibieza antes de la nulidad.
Thistledown, lanzada trece siglos antes —en su propia línea temporal—, había sido el logro máximo de la raza humana, engrandecido aún más por la creación de la Vía. Poseía las dos ciudades más hermosas y grandes de toda la humanidad, aunque nunca estaban pobladas del todo; contenía las mayores armas jamás creadas, era cuna de la civilización más refinada y vasta, centro de filosofías que abarcaban todas las religiones humanas, muchas sintetizadas en el mito del Buen Hombre, que ejemplificaba la imperfecta pero gloriosa expresión del deseo universal de Progreso Justo, la Estrella, el Hado y el Pneuma: el universo, la historia y el espíritu humano. Thistledown, nombre fugaz y humilde para semejante empresa.
Parren Siliom meditaba sobre ello en su apartamento. No tendría tiempo para habituarse a su nuevo cuerpo; en cierto sentido, lamentaba el desperdicio de recursos, pero prefería poner fin a su vida física.
Si Thistledown debía morir, prefería morir con ella en vez de explicar a sus ciudadanos lo que había hecho, y por qué.
A pesar de su extraña melancolía —algo similar a lo que había visto en el rostro de Korzenowski—, no se sentía como un traidor. Sin duda en la balanza de la justicia cósmica era un héroe, pero tampoco se sentía justificado de esa manera. Se había convertido apenas en un pequeño transductor en el circuito de la historia, un destino del que son muy conscientes los políticos que aspiran a poseer el control.
Conocía el lugar que ocuparía en la historia de Thistledown, aunque ignoraba si sería un lugar honorable. Sin autorización, sólo con el poder que le otorgaba cierto puesto en cierto momento, había ordenado —o al menos respaldado— la destrucción de la nave-asteroide. Lo había hecho por motivos que eran ineludibles y acertados, pero que aún no tenía claros. Los dioses me han persuadido. Los historiadores rara vez tratan a los dirigentes con consideración.
Su familia estaba en la Tierra, en un campamento del sureste del Asia.
Sus dos hijos, ambos concebidos y nacidos de modo natural —de acuerdo con sus creencias naderitas, aunque con algunos embellecimientos del Hexamon, pues no era ortodoxo—, crecerían más influidos por la Tierra que por los distritos orbitales, estaba seguro; lo más probable era que los distritos se convirtieran en una sociedad que prestaba su ayuda pero que se encerraba en sí misma. Al cabo de un par de siglos, en consecuencia, iniciarían un largo proceso de decadencia, como un rabo de cordero —aquí se valía de experiencias terrestres, como habría hecho Garry Lanier— ceñido con cuerda se separa del cuerpo. ¿Quién habría previsto semejante posibilidad durante el frenesí de la Secesión?
La Tierra crecería por su cuenta, con el gran impulso recibido. ¿Quién podía prever adonde llegaría después de la Recuperación y de la fuerte influencia del Hexamon?
El presidente había colocado remotos y parciales en varios sitios de Thistledown; los tenía todos conectados a sus órganos sensoriales, para experimentar plenamente el momento, si llegaba. Todavía se mantenía, tal vez neciamente, un tanto escéptico. Thistledown siempre había existido. Al menos desde que él vivía...
Sintió nostalgia de los viejos tiempos de la Vía, y se avergonzó de ello. Pero esos tiempos habían sido mucho más comprensibles, aunque no menos complicados. Nunca hubiese creído que llegaría a echar de menos los pasmosos confines de la creación de Korzenowski.
Desde la Secesión, parecía que el Hexamon no sabía dónde estaba. No había encontrado su hogar.
Olmy tocó el extremo romo y vertiginoso de la falla y sintió que le succionaba los dedos cuando ejercía presión y que los rechazaba cuando ejercía presión desde el ángulo contrario. La potente falla, que no tenía fricción, había aportado toda la energía del Hexamon por medio de esas transformaciones de espacio y tiempo. Korzenowski observaba desde la cabina.
—¿Puedes entrar las fallonaves?
—Puedo entrar al menos una de ellas —dijo Olmy—. Esta aún tiene mis huellas. —Señaló la primera nave de la fila, la más cercana a la falla, montada detrás de la cabina que cubría el conducto. Habían quitado los restos de la fallonave dañada por la intrusión jart, la habían reemplazado por la segunda nave de la fila y habían añadido una tercera—. Nos llevó Vía abajo y por el extremo de cierre, durante la Secesión... con Patricia Vasquez y Garry Lanier. Trasladamos a representantes de Timbl y otros mundos. Trasladamos a Patricia para que abriera su puerta en las pilas geométricas.