Montañas de la Superstición, Arizona
7 de julio, 21.50 horas
Para los afortunados que tienen el tiempo necesario para poder observarlo con tranquilidad, el desierto es un lugar floreciente y lleno de vida, y nunca esa magia es más evidente que durante la noche. Cuando el sol se pone, el baile entre la vida y la muerte comienza con una esplendorosa violencia que los seres humanos apenas somos capaces de imaginar. Esa delicada danza asegura la supervivencia de las especies autóctonas del desierto. Pero a diferencia del día anterior, esa noche el recogido valle aparecía tranquilo y en silencio, después de que todos los animales, confundidos y asustados, lo hubieran abandonado.
Gus se había despertado un par de veces por culpa del ruido de su mulo intentando alejarse del campamento. Parecía que Buck quería largarse, así que, después de que por dos veces tuviera que interrumpir el sueño para traerlo de vuelta, Gus le volvió a poner las riendas y las ató a los restos de un viejo árbol que había al lado del campamento. De haber tenido suficiente cuerda, lo habría maneado. Buck intentaba arrastrar el viejo tronco lejos del campamento. Las patas traseras del mulo se clavaban en la arena al tiempo que trataba de retroceder unos pocos centímetros con cada arremetida. Estiraba con la cabeza casi medio metro, luego cogía fuerza y volvía a estirar.
Gus se sentó y observó al animal que luchaba por escapar. Finalmente se levantó y empezó a enrollar su saco de dormir con la lona alrededor. A continuación, siguió recogiendo el resto de las cosas.
—Llevas razón, muchacho. Tengo tan pocas ganas de estar aquí como tú —dijo mientras juntaba las cosas en el suelo.
Les dio unas cuantas patadas a las brasas que quedaban del fuego y echó por encima el café que había sobrado en el viejo cazo abollado. Buck pareció entender lo que hacía, porque cejó en sus intentos de huir un momento antes de que Gus volviera a colocarle las cosas encima. Cuando se agachó para desatar las riendas del árbol, un penetrante grito surcó la noche. Gus se echó las manos a los oídos, soltó las riendas y cayó de rodillas en el suelo. Buck, al verse libre de ataduras, se levantó sobre sus patas traseras y saltó por encima del viejo minero, cuya cabeza no acabó aplastada por las herradas pezuñas traseras del mulo por cuestión de centímetros.
Gus no sintió el paso del mulo por encima, ni tampoco lo vio perderse galopando en medio de la noche. Tenía puestas todas las fuerzas en apretar lo suficiente las manos contra los oídos para conseguir amortiguar el terrible grito. Pasó de estar de rodillas a caer al suelo boca arriba, rodando sobre las afiladas piedras, dando vueltas sobre sí mismo y lanzando patadas a la arena del dolor. Incapaz de levantarse, se puso boca abajo y, arriesgándose a sentir más dolor, se quitó las manos de los oídos y las apoyó en el suelo para intentar ponerse en pie. Se tambaleó un instante hasta que consiguió orientarse. Cuando volvió a llevar las manos a los oídos, se dio cuenta de que el grito no venía de fuera de su cabeza, sino de dentro. Con los dedos se tocó la nariz y notó la pegajosidad de la sangre. El viejo no podía entonces saberlo, pero el agudo grito le había abierto varios aneurismas del tamaño de un alfiler en la parte exterior del cerebro. La hemorragia se detuvo de pronto, al mismo tiempo que cesaba el penetrante sonido.
Mientras miraba a su alrededor, el silencio le pareció ensordecedor. Gus recordó el fuego de la artillería durante la guerra: cuando paraba, surgía un silencio del que nadie que no lo haya vivido puede dar fe, un silencio que se va convirtiendo luego en un fragor. La única cosa que podía oír o sentir era su propia respiración entrecortada y un corazón que parecía que estuviese a punto de salírsele del pecho.
—¿Qué demonios ha sido eso? —se preguntó en alto, con la voz temblorosa. El desierto, impertérrito, absorbió la pregunta sin ofrecer ninguna respuesta.
Poco a poco fue capaz de controlar la respiración y le pareció oír a Buck rebuznando en la oscuridad no muy lejos del campamento. Miró a su alrededor y acabó por darse cuenta de que el mulo se había ido.
—¡Buck! —gritó.
Pero la única réplica fue el eco de su propia voz proveniente de las montañas que desde lo alto le mostraban su ancestral e indiferente rostro.
Ocho horas después de que el artefacto impactara contra la tierra, en el claro de la montaña, los ligeros y extraños ruidos se mezclaban con la suave brisa nocturna que recorría el valle. Los restos del siniestro estaban esparcidos entre las piedras y las grandes rocas que formaban la montaña. La luz de la luna se reflejaba en algunas piezas; otras, las más oscuras, pasaban completamente inadvertidas a la vista. Algunos pedazos tenían solo unos centímetros, mientras que otros tenían el tamaño de una tienda de campaña. Una enorme cicatriz parecía abrirse en el suelo, allí donde la nave había colisionado contra la tierra. Algunas piezas habían seguido iluminándose después de hacerse pedazos tras el choque. E incluso en determinados restos se escuchaban zumbidos que denotaban que aún intentaban funcionar. Pero un único sonido dominaba ahora todo el lugar, un ruido intermitente que procedía de una estructura en forma de caja que había permanecido intacta tras el choque.
El contenedor tenía tres metros de alto y aproximadamente la misma anchura. En la parte superior había unas pequeñas latas aplastadas de las que se escapaba algo en estado gaseoso que provocaba un potente silbido, ajeno por completo al pequeño valle.
Dentro de la caja metálica algo se movía, de forma casi inapreciable al principio. De pronto, el objeto se balanceó hacia uno de los lados y con el golpe los cilindros que quedaban se soltaron de la caja y cayeron rodando hasta acabar junto a una gran roca. El líquido que desprendieron cubrió la roca, y, poco a poco, la pesada piedra empezó a desintegrarse hasta mezclarse con la arena, sin apenas dejar rastro.
La caja de metal volvió a quedarse quieta, de pronto algo en su interior golpeó el contenedor con tanta fuerza que hizo que el metal se cuarteara como las ondas que perturban un lago en calma.
Alguien estaba observando todo lo que sucedía. Unos oscurísimos y aterrorizados ojos, abiertos de par en par, contemplaban cómo el contenedor seguía agitándose. Los jadeos se escapaban del agujero que el visitante había excavado debajo de una de las grandes rocas que había en el extremo del campo lleno de restos del choque. Estaba tan encorvado que, cada vez que respiraba, pequeñas nubes de polvo salían desprendidas hacia arriba. El pequeño ser sabía que tenía que evitar cualquier espasmo involuntario de su cuerpo malherido. La bestia que había en la jaula era capaz de percibir hasta el más pequeño de los movimientos que se producían en la superficie, así que el superviviente se apretó dentro del agujero todo lo que la roca le permitía, y esperó, ordenándole mentalmente a su cuerpo malherido que no realizara ninguna actividad, aparte de la respiración indispensable.
Cuando había recuperado la conciencia, había gritado y gritado para ver si los de su especie lo escuchaban. Al no recibir respuesta, se había arrastrado dando vueltas por entre los restos hasta llegar al contenedor de metal. Al ver los cilindros rotos y el ácido fractal que se vertía sobre el suelo en vez de sobre la jaula, los ojos habían estado a punto de salírsele de las órbitas.
Aterrorizado, se había alejado a rastras a toda prisa hasta encontrar refugio debajo de la gran roca en la que estaba ahora escondido. El sistema de seguridad había fallado a causa del accidente y no era capaz de iniciar la ejecución. El Destructor estaba despierto; despierto y deseando liberarse de su prisión.
Otra abolladura surgió, esta vez de la parte superior de la jaula. El animal estaba comprobando la resistencia del continente donde estaba preso y dándose cuenta de que no era demasiada. De pronto, la criatura empezó a golpear repetidamente una de las caras, haciendo que esta se cuarteara por completo.
El visitante no pudo evitarlo. Hizo un esfuerzo desesperado por no gritar y consiguió que el grito permaneciera dentro de su cabeza, aunque sin darse cuenta llamó la atención de un viejo buscador de oro montaña abajo.
Del contenedor, debilitado tras el accidente, llegó un sonido chirriante al mismo tiempo que tres garras atravesaban las paredes metálicas de la caja. Se abrieron paso hacia abajo y luego hacia un lado, como si la jaula estuviera elaborada con láminas de papel de aluminio. Una vez hecho el primer agujero, el prisionero empezó a hacer cortes en el contenedor hasta que a través de ellos pudo ver con claridad el cielo nocturno. Lo que quedaba de la jaula se deshizo después como si fuera de papel.
Mientras la luna se ocultaba tras la montaña, el visitante contempló el desdibujado perfil de la bestia y cerró los ojos para acabar de ocultarse. El bramido de la bestia inundó el aire y reverberó valle abajo, rebotando entre los muros hechos de piedra y regresando después. El pequeño ser estuvo a punto de taparse los oídos para poder soportar el terrible sonido que emanaba de la criatura, pero fue capaz de contenerse y mantenerse completamente quieto sin revelar su posición.
Desde una pequeña hornacina de granito, un superviviente de la segunda nave observaba la escena. Los restos del platillo permanecían esparcidos en una parte más alta de la montaña, y la mayoría habían quedado enterrados tras el impacto. Las heridas sufridas por el tripulante no le habían impedido alejarse a un punto más elevado al escuchar los ruidos procedentes de la jaula de metal. Había podido ver cómo el pánico se apoderaba del Verde al escuchar el despertar de la bestia. También había presenciado cómo buscaba refugio. El segundo visitante había estado tentado, a riesgo de poner en peligro su vida, a dar alcance al Verde y matarlo. Pero sabía que la bestia saldría de su cautiverio antes de que él pudiera arrastrar su cuerpo malherido hasta donde se escondía el más pequeño. Sería necesario esperar.
El ser que estaba escondido debajo de la roca sintió la tentación de mirar a su alrededor ahora que volvía a reinar el silencio, pero tenía la certeza de que la bestia seguía allí. Había visto a ese animal en su ambiente natural y sabía que era el mejor cazador del universo conocido. Su instinto de supervivencia no conocía rival.
De pronto, el animal volvió a rugir y desplegó los apéndices blindados que tenía en torno al cuello como si fuera un gallo a punto de comenzar una pelea. El espantoso grito iba dirigido hacia la luna de este nuevo mundo, que se ocultaba tras las montañas. La criatura agitó su enorme cabeza en dirección a la esfera amarillenta. Luego se tranquilizó y observó la zona circundante. Poco a poco fue volviendo en sí y recuperando las fuerzas tras el largo período de hibernación. Agachó los musculosos hombros y aproximó su inmenso cuerpo hacia la tierra cubierta de chatarra, al tiempo que desde el fondo de la garganta generaba unas ondas invisibles enormemente agudas que impactaron contra la arena y las rocas que tenía alrededor. De tan agudo, el sonido era inaudible, pero tenía la potencia suficiente como para alterar la naturaleza del suelo sobre el que la bestia se encontraba. La onda invisible modificó la estructura molecular de la tierra y de las rocas, y en un radio de cinco metros alrededor del animal, el suelo se contoneó como si se tratara de la superficie de un lago. El animal saltó en el aire, cerrando el blindado tocado alrededor de su musculoso cuello y se zambulló en el terreno licuado. Una fuente hecha de polvo manó del suelo formando una nube parecida a un géiser al mismo tiempo que el Destructor se sumergía por debajo de la superficie.
Tras pasar una hora corriendo, Buck se detuvo y se dio la vuelta. Alzó en el aire las piernas delanteras y rebuznó. El mulo lanzó unas cuantas coces, confundido ante la impresión de que algo le acechaba, luego volvió a girar y echó otra vez a correr hacia el desierto. Los tarros, sartenes, picos y palas se revolvían dentro del paquete enganchado a su lomo, emitiendo todo tipo de sonidos metálicos.
Diez minutos después Buck seguía alejándose de la montaña cuando el suelo se abrió de pronto a sus pies sin previo aviso y Buck se vio ante una grieta cada vez más profunda. A punto estuvo de lograr alcanzar de un salto el otro lado del surco, pero sus patas traseras no fueron capaces de agarrarse y resbalaron por el borde que se iba desmoronando. El pecho y la panza cayeron contra el suelo mientras intentaba dar patadas en el aire para impulsarse. El animal siguió peleando y tirando coces contra la pared inclinada hasta que consiguió auparse un poco. Buck estaba a punto de salir del agujero cuando algo afilado atravesó su pata posterior derecha hasta llegar al inquieto rabo. El asustado mulo emitió un alarido de dolor mientras las enormes garras se clavaban más profundamente, abarcando más y más carne. Los ojos de Buck se abrieron como platos mientras bramaba, rebuznaba y daba coces de desesperación, perdiendo pedazos de carne con el esfuerzo. Otras garras surgieron del desierto, agarraron la pata izquierda de Buck y la partieron en dos, arrastran o al mulo hacia el agujero, que cada vez era más grande, hasta que solo las patas delanteras y la cabeza se asomaban por encima del suelo. Con las pezuñas, arañó la arena y la tierra de forma frenética para intentar salir. Cayó pesadamente hacia un lado al tiempo que seguía arañando la pared. Después, de forma súbita, al mulo se lo tragó la tierra.
El eco de un prolongado y poderoso bramido triunfal, inédito hasta entonces, resonó contra las montañas cercanas; a continuación, otro alarido bestial y horrendo surcó el aire de la noche. Después, y con la misma presteza con la que el terror había hecho su aparición, volvió a reinar un absoluto e inquietante silencio. Solo podía oírse el sonido de la arena y de la tierra mientras una gran ondulación recorría la superficie del desierto.
Gus volvió a taparse los oídos al escuchar cómo el bramido de lo que parecía un animal de grandes dimensiones recorría el valle. Los ecos del alarido fueron extinguiéndose al cabo de un minuto, y el desierto volvió a quedar en calma.
El viejo minero empezó a alejarse de la montaña y a punto estaba de llamar a Buck cuando volvió a escuchar el alarido. Esta vez, antes de que le diera tiempo a reaccionar, el sonido se detuvo de forma brusca.
En el inquietante silencio que vino después, pudo percibir otro sonido, diferente al primero, era un bramido, pero más suave. Movió la cabeza, dubitativo, quizá se trataba un eco posterior al terrible sonido de hacía un momento. Pero sonaba más lejano, era como si alguien, un niño quizá, hablara en voz muy baja.