El viejo se quedó mirando la montaña y de alguna manera supo de dónde provenía el grito; después, casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, Gus Tilly empezó a caminar.
Buque de guerra de los Estados Unidos Carl Vinson
640 kilómetros de la costa de México
21.55 horas
Las últimas horas habían sido un auténtico infierno para el teniente J. G. Jason Ryan. Tras el reconocimiento del cirujano de la Aviación, había sido interrogado por su jefe de escuadra, el comandante del escuadrón y por la junta especial a la que se le había convocado para estudiar el «accidente». La grabación de las cámaras colocadas junto a los cañones e incrustadas en ese trozo de chatarra en que se había convertido su Tomcat descansaba ahora en el fondo del Pacífico. No tenía nada que pudiera corroborar su fantástica historia. Cuando los pilotos del Alerta I llegaron al lugar, informaron de los dos paracaídas cayendo en el mar, de que no se veía nada en el cielo y de que sus radares no habían detectado ninguna señal hostil.
Los marineros se apartaban a su paso y guardaban silencio al cruzarse con él en la escalera de cámara. Se había corrido la voz de que el teniente al que le gustaban las acrobacias había provocado un accidente. La junta investigadora no lo había manifestado abiertamente, pero Vampiro sabía que su historia era demasiado inverosímil, aunque el capitán Harris lo respaldara informando de que no cabía duda de que algo extremadamente fuera de lo normal había sucedido aquella mañana.
Ryan estaba a punto de entrar en su camarote cuando un encargado de comunicaciones lo interceptó.
—Señor, tiene usted un mensaje del comandante del grupo aéreo, quiere verle lo antes posible en su despacho.
Ryan recorrió los treinta metros de la escalera de cámara moviendo la cabeza hacia los lados. Se
acabó
, pensó, lo iban a apartar del servicio, era el principio del fin de su carrera. Se quedó un momento parado antes de llamar a la puerta.
—Está abierto —contestó la potente y profunda voz del comandante del grupo aéreo.
Inmediatamente abrió la puerta y entró en la oficina del comandante.
—Se presenta el teniente Ryan, señor —dijo, firme como un roble.
El comandante estaba ocupado escribiendo algo y no se molestó en levantar la vista.
—Ryan, tiene órdenes de presentarse en la base aeronaval de Miramar. Prepárese para embarcar en el COD con todo lo necesario a las 10.55 de esta noche. Por la presente, es requerido por la Autoridad Nacional, es decir, por el presidente de los Estados Unidos, ¿queda claro, teniente?
El teniente no esperó ni un instante para contestar.
—No, señor, no está nada claro. Ahora mismo soy un desahuciado a bordo de mi propio barco. Preferiría quedarme y aclarar todo esto. —El piloto había ido acercándose al escritorio del comandante a medida que su indignación aumentaba.
El comandante levantó la vista por fin. Ryan pudo ver que todavía estaba muy afectado por haber perdido a Derry.
—Póngase firme, Ryan —dijo, señalando con la pluma delante de su mesa—. Es evidente que los poderes pertinentes, que son los que mandan de verdad aquí, quieren escuchar su historia, así que alguien ha movido algunos hilos y ha conseguido su traslado. Pero no se equivoque, joven Ryan, llegaremos hasta el final de este incidente. El capitán de corbeta Derry era un buen amigo, él pensaba que usted era el mejor piloto del escuadrón. Por todo eso, señor Ryan, le creo cuando dice lo que vio ahí fuera, pero sin más pruebas que dos aparatos perdidos y tres hombres muertos, no hay mucho que pueda hacer. Sus compañeros siempre lo juzgarán con más dureza de la que usted mismo sea capaz. Puede retirarse.
Ryan sintió que se venía abajo. Se controló, logró ponerse firme y hacer el saludo militar, luego se dio la vuelta y salió del despacho.
Una vez cerrada la puerta, se quedó un momento allí quieto, todavía impresionado. Al cabo de quince minutos, iba a ser catapultado del Vinson en un C-2 Greyhound, el COD, el avión de transporte de entrega a bordo, y en este caso, la entrega eran los desechos.
Mientras se dirigía a su camarote para recoger rápidamente sus cosas, fue consciente de que sus días a bordo del buque de guerra Carl Vinson habían terminado.
Las Vegas, Nevada
7 de julio, 23.50 horas
El bar Costa de Marfil era un club nocturno, en el sentido más disoluto del término. Por dentro, la recargada decoración tomaba prestados motivos africanos: imitaciones baratas de colmillos de marfil y bambú recubrían los oscuros y sucios reservados cubiertos de vinilo, de forma que los clientes tenían una falsa sensación de anonimato. En las paredes, las máscaras ceremoniales hechas de escayola compartían espacio con fotografías de mujeres indígenas posando en actitud erótica.
Las bailarinas que ejercían allí su trabajo estaban en el Costa de Marfil porque no habían podido encontrar empleo en ningún otro club de Las Vegas, por ser demasiado viejas o demasiado jóvenes para que las contratara un establecimiento que respetara la ley vigente. Este era el tipo de local que la gente del ayuntamiento quería prohibir en Las Vegas. Si hubieran sabido que el pequeño club se dedicaba a algo más que a la mera exhibición de los cuerpos desnudos, se habrían apresurado a cerrarlo todavía más rápido.
El francés llevaba veinte minutos sentado en el sótano del club. Había llegado dos horas antes de lo que esperaba que lo hiciera el Black Team. De vez en cuando levantaba la vista del periódico que estaba leyendo y echaba un vistazo al monitor del circuito cerrado de televisión que había en la mesa, a pocos metros. Estaba leyendo un interesante artículo sobre un nuevo software desarrollado por Microsoft cuando el dueño de este pedazo de la cultura americana carraspeó para llamar su atención.
—¿Qué pasa? —preguntó sin levantar la vista del artículo.
—¿Qué le digo a ese tío? ¿Le pago o qué? —preguntó el dueño del local—. Lleva mucho rato esperando y está muy cabreado.
Farbeaux alzó despacio la vista, sin mostrar demasiado interés. Dobló cuidadosamente el ejemplar de
Los Angeles Times
y lo puso sobre la mesa. Miró un momento al pelirrojo que aparecía en el monitor y se quedó pensando qué información podía interesar tanto a los peces gordos de Nueva York, hasta el extremo de ponerlos tan nerviosos que quisieran eliminar a un contacto tan valioso como este.
—¿Así que este es con el que has tratado otras veces? —Farbeaux dejó de mirar el monitor y dirigió su atención a su anfitrión.
—Sí, estoy seguro, es la misma rata que vino aquí hace un par de meses.
El francés miró un momento al hombre que aparecía en el monitor. Así que aquel era el traidor que trabajaba para Compton y para Lee. Pensó que fuera cual fuera la información que tenía para Hendrix, muy pronto él también la conocería. Y si ese asunto de Salvia Purpúrea se trataba de algo realmente valioso, mucho mejor. Debía existir alguna razón por la que Hendrix quería dejarle fuera del negocio, todo aquello tenía pinta de estar lleno de buenas oportunidades.
—Invítale a una copa por cuenta de la casa y que se la lleve una de las mejores putas que tengas.
—Sí, no hay problema —dijo el dueño, que llevaba el pelo a lo Elvis Presley.
—Subiré enseguida —dijo Farbeaux, mientras se quedaba pensativo mirando a Reese en el monitor.
El dueño del club sonrió, y dejó ver sus dientes torcidos y manchados. Después, cuando se percató de que el francés no le hacía caso, se fue a hacer lo que le habían encomendado.
Farbeaux se giró al observar que tres hombres vestidos de negro entraban por la puerta de atrás. Los hombres de Hendrix habían llegado antes de lo que él hubiera querido.
Aquiles, el más alto de los tres, se adelantó.
—¿Qué hace aquí, señor Farbeaux?
—Si viene un momento fuera, le explicaré el cambio de planes que Hendrix me ha comunicado. —Se levantó y le dio un par de palmaditas en el hombro.
Mientras caminaba hacia la puerta que conducía a un sucio callejón, Farbeaux giró la cabeza.
—Es posible que su objetivo tenga algo más que ofrecer de lo que parecía en un primer momento —conjeturó mientras abría la puerta—. Estoy aquí para descubrirlo.
—¿Y Nueva York ha pedido que le sirvamos de ayuda?
El francés se le quedó mirando fijamente y levantó la ceja derecha.
—En lo que deben centrar ahora su atención es en lo que yo les pido masculló.
Los tres hombres se miraron y luego el más alto asintió con la cabeza y siguió a Farbeaux hacia el exterior.
Lo que el francés hizo entonces, volverse y pegarle un tiro en la cabeza, fue algo que Aquiles no pudo prever. A continuación, Farbeaux efectuó dos rápidos disparos sobre los hombres que había tras él. Al tercero de ellos aún le dio tiempo a sacar el arma antes de caer con una bala de 9 mm alojada en su frente.
—Me estoy haciendo viejo —murmuró el francés.
El coche alquilado que habían usado los tres hombres estaba aparcado cerca del club. Farbeaux se acercó al cuerpo de Aquiles, que estaba boca abajo, y rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar las llaves del coche, luego abrió el maletero y metió dentro los tres cuerpos. Era una lástima, habían sido buenos tipos, leales a la compañía, pero el curso de los acontecimientos le había obligado a emprender un camino que no tenía ya vuelta atrás.
Dentro, Robert Reese, miraba los oscilantes pechos de la nueva camarera, que le ofrecía una copa y que era mucho más guapa que las otras.
—Cortesía del Costa de Marfil —dijo con una sonrisa, y se fue caminando muy despacio, asegurándose de que el cliente pudiera contemplar la exagerada forma que tenía de contonear el trasero.
Reese siguió con la mirada la torneada figura de la camarera y volvió luego a pensar en sus cosas. Nunca había tardado tanto en recibir el dinero. Normalmente entraba y salía sin mediar palabra.
Un hombre vestido con chaqueta informal, camisa de color blanco y una corbata de seda azul estaba de pie junto al reservado de Reese sin que este notara su presencia. Llevaba unos zapatos italianos muy caros y el pelo peinado hacia atrás. Aparentaba unos cuarenta años. Se quedó mirando a una de las chicas y luego miró a Reese.
—Hola, ¿le importa si me siento? —dijo señalando al otro lado del reservado.
Reese carraspeó.
—Estoy esperando al dueño del local.
El hombre alto sonrió.
—¿Se refiere a ese con pinta de Elvis? Creo que será mejor que nos olvidemos de él un rato.
Robert Reese observó cómo el hombre se colocaba en el asiento que había frente al suyo.
—Me llamo Tallman. ¿Le importa si fumo, señor…?
—Reese. Son sus pulmones, no los míos.
—Muy ingenioso, señor Reese, y sí, como usted dice, son mis pulmones.
Reese se dio cuenta de que pese a la sonrisa, la mirada del desconocido revelaba seriedad.
—¿En qué lo puedo ayudar, señor Tallman, no?
El hombre encendió un cigarrillo y observó al otro a través del humo.
—No creo que yo le pueda ayudar en nada, pero usted sí puede serme de gran ayuda… o eso me ha dicho el dueño de esto. —El hombre sonrió, dio una calada al cigarrillo y le echo el humo a la cara a Reese—. Ha contactado con la corporación, sé que les ha proporcionado cierta información. Necesito confirmar lo que ha manifestado en esa comunicación —mintió Farbeaux.
—Mire, no sé quién es usted. Tenía órdenes de enviar cualquier información que tuviera que ver… —Resse se contuvo. No iba a decirle nada a aquel tipo así porque sí.
—Continúe —dijo Farbeaux sin apartar la mirada de Reese.
—Es información reservada y no me siento cómodo con esto. No sé quién es usted.
—Es obvio que usted cree que la información que posee tiene cierto valor, o más bien a usted le han dicho que tenía cierto valor, ¿no es cierto? —Farbeaux entrecerró los ojos—. Esa gente no da un paso sin que yo les dé mi consentimiento; ahora está tratando directamente conmigo. ¿Va a hacerme perder mi valioso tiempo, señor Reese?
Reese miró alrededor y vio cómo una bailarina lanzaba el sujetador a un grupo de hombres que, con actitud lasciva, se apelotonaba frente al escenario. Luego tragó saliva y miró al hombre que tenía enfrente.
—Se trata de un incidente militar en el que se ha visto implicado un… un… —Durante un instante se quedó paralizado. Volvió a tragar saliva y siguió adelante—. Un objeto, pero eso ya lo saben, ya le he mandado esa información a Centauro.
Farbeaux no perdió la paciencia y volvió a echarle el humo al supervisor informático de pelo rojo. Enarcó las cejas y siguió en silencio con la mirada clavada en el hombre que tenía delante.
—Dos aviones de la Marina de los Estados Unidos han sido derribados esta mañana.
El francés siguió sin decir nada.
Reese se encogió de hombros y dio un largo trago a su bebida, sin saborearla.
—Entiéndame, les guste o no la información, yo me juego el trabajo y la libertad para proporcionársela a la compañía, y he recibido órdenes expresas suyas de no informar de nada fuera de los conductos habituales, sobre todo tratándose de un asunto como este.
—¿Por qué intentar vender algo que puede salir en el telediario de la noche? —preguntó el hombre, apagando el cigarrillo en un cenicero que llevaba el nombre de otro club.
—Es probable que el objeto que destruyó los dos cazas haya caído, seguramente en algún lugar del sudoeste, y créame, los únicos que saben algo de todo esto son el Grupo Evento y la Marina de los Estados Unidos; en los medios no ha salido nada, ya lo he comprobado.
—Y yo debería estar interesado por esto porque… —El francés animó a Reese a contestar moviendo los dedos de la mano en círculo.
Reese tuvo la sensación de que ese hombre era peligroso, mucho más que los mercenarios que regentaban el club.
—Mi contacto en Centauro me dijo al contratarme que cualquier cosa relacionada con ovnis o con Salvia Purpúrea era de máxima prioridad, y que recibiría un pago muy sustancioso. Ahora, si no cumplen con lo pactado, yo me voy y ya le explicará usted a la compañía cómo han perdido a su mejor contacto en el Grupo Evento.
El francés se levantó entonces con elegancia y pasó al otro lado del reservado empujando a Reese hacia el centro con cierta brusquedad.
—¡Oiga! —protestó Reese.
—Esto nos interesa mucho, amigo mío. Y yo estoy también interesado en descubrir más cosas acerca de Salvia Purpúrea, y tengo la sospecha de que usted ha investigado algunas cosas por su cuenta respecto al tema que le interesa a Centauro. —Pasó el brazo por el hombro de Reese y lo apretó hasta que le hizo daño—. Necesito saber algunas cosas acerca de eso que tanto les importa y sobre unas posibles desapariciones de gente del Grupo Evento. —El hombre hizo un gesto en dirección a la puerta de entrada del club.