Esa participación no sólo debe darse en un contexto de
justicia
, de equilibrio e igualdad sino que necesita de una motivación, y un importante factor de motivación es el
cuidado
de otras personas. El cuidado como valor puede transformar los conceptos éticos sobre los que se practica la ciudadanía. A pesar de su poder persuasivo, el lenguaje de los derechos resulta a menudo tosco, pesado y empobrecido. El lenguaje de los derechos característicamente se basa en concepciones estáticas y generales de las competencias
normales
y los propósitos de los individuos autónomos. El aislamiento de los valores ciudadanos de consideraciones referentes a la particularidad de las personas y sus aspectos relacionales niega la conexión imperativa entre los valores públicos compartidos y las prácticas de cuidado y valores desarrollados en la vida íntima. Esto fuerza una destructiva hendidura entre aspectos necesariamente interconectados de la vida: 1. Recortando las oportunidades éticas de la ciudadanía y 2. Desviando la atención pública de los abusos de la intimidad
Cuando hablamos de la inclusión de las mujeres en la vida política no nos referimos simplemente a la asimilación dentro de una vida pública dominada por los hombres, sino a la introducción también de nuevos valores y visiones. En un principio se pensaba que una simple participación de las mujeres en la vida política era suficiente para alcanzar la igualdad. Desde Mary Wollstonecraft, generaciones de mujeres y algunos hombres se han esforzado en reivindicar que excluir a las mujeres de la vida pública y política contradice el propio principio democrático de emancipación e igualdad universales. «Identificaban la liberación de las mujeres con la ampliación de los derechos civiles y políticos hasta que incluyeran a las mujeres en los mismos términos que los hombres, y con la entrada de las mujeres en la vida pública dominada por los hombres sobre las mismas bases que éstos» (Young, 1990: 90). Sin embargo, no se trata de un asunto numérico, como algunos creen, de que un aumento de mujeres en política puede provocar una mayor igualdad y un cambio en los valores. Si estas mujeres simplemente se asimilan al modelo masculino de política no aportaran ningún nuevo valor.
Desde Mary Wollstonecraft, generaciones de mujeres y algunos hombres urdieron un laborioso argumento para demostrar que excluir a las mujeres de la vida pública y política moderna contradice la promesa democrática liberal de emancipación e igualdad universales. Identificaban la liberación de las mujeres con la ampliación de los derechos civiles y políticos hasta que incluyeran a las mujeres en los mismos términos que los hombres, y con la entrada de las mujeres en la vida pública dominada por los hombres sobre las mismas bases que éstos (Young, 1990: 90).
Muchas teóricas del cuidado han señalado su importancia para reformular el concepto de ciudadanía, tales como Selma Sevenhuijsen (1998), Peta Bowden (1997) o Ruth Lister (1997).
Annette Baier (1995: 51) compara la crítica de Gilligan a la autonomía y desarraigo del individuo con el lenguaje marxista de la alienación. El trabajo en la fábrica capitalista aliena al trabajador al desconectarlo del producto de su trabajo. La ética de la justicia aliena moralmente al individuo al separarlo de su mayor fuente de moralidad: la interconexión con los otros. Según Baier algunos de los efectos de esta falta de interconexión son la soledad, la tendencia al suicidio, la apatía ante el trabajo, la apatía ante la participación en procesos políticos o la falta de sentido de la vida (1995: 51). La madurez moral de la ética del cuidado implica una ciudadanía más comprometida, responsable e interconectada (Baier, 1995: 51).
Uno de los grandes logros de la modernidad fue el descubrimiento de la dignidad de la persona, su autonomía. Pero este logro ha degenerado en las sociedades contemporáneas en un excesivo individualismo basado en un «vivir independiente de los demás» (Escámez Sánchez y Gil Martínez, 2001: 21). Este individualismo actual tiene tres graves consecuencias (Escámez Sánchez y Gil Martínez, 2001: 21): «La inflación de los derechos individuales sin referencia alguna a los deberes, el predominio de los intereses placenteros y la pérdida de sentido de pertenencia a una comunidad».
El movimiento del comunitarismo nos ha recordado la importancia de la participación y la implicación del individuo en su comunidad para un correcto desarrollo moral y una madurez como ser humano.
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«Por moral se entendió en Grecia el desarrollo de las capacidades del individuo en una comunidad política» (Cortina, 1996b: 105). Existe una relación de implicación mutua entre la participación en la comunidad y el desarrollo de capacidades morales. Además, la práctica del cuidado refuerza los lazos de comunidad. Según Erich Fromm «la necesidad más profunda del hombre es, entonces, la necesidad de superar su
separatidad
, de abandonar la prisión de su soledad» (Fromm, 1980: 19). Erich Fromm propone como mejor manera de superar esa separatidad el amor, yo añadiría concretando el cuidado.
Si nos acogemos al
principio de discurso
de Habermas, sólo son legítimas aquellas normas de acción que pudieran ser aceptadas por todos los posibles afectados por ellas como participantes en discursos racionales. Creo que todas las normas derivadas de una ética del cuidado cumplirían esta fuente de normatividad. Además la ética del cuidado tiene gran importancia para la creación de la opinión pública, «pues el espacio de la opinión pública toma sus impulsos de la elaboración privada de problemas sociales que tienen resonancia en la vida individual» (Habermas, 1998: 446).
Los valores ciudadanos tradicionales de justicia, igualdad y libertad, inscritos en un lenguaje de derechos, está empobrecido por su insensibilidad hacia los valores relacionales aprendidos y desarrollados en la práctica ética del cuidado. La tarea actual para la ciudadanía es transformar las normas públicas; reconceptualizar los valores públicos desarrollando un nuevo lenguaje conceptual capaz de incorporar esos valores relacionales. Tenemos que a
prender a pensar en los demás
, lo que significa actitud de compartir, de desprendimiento, y esto nos lo enseña esta ética del cuidado, mientras que la ética de la justicia es más impersonal, no está tan arraigada en las relaciones personales. Una ética de la justicia es imprescindible y necesaria, pero no suficiente para alcanzar una Democracia Participativa. «Libertad, justicia, desvelo por el prójimo: éstos son los cimientos sobre los que debe construirse la conciencia democrática en todo el mundo» (Mayor Zaragoza, 1994: 123).
La marginación y restricción del valor del cuidado a la esfera de lo privado ha provocado nefastas consecuencias para la esfera pública. La falta de implicación, de compromiso, de motivación, de sentimiento de responsabilidad por lo que nos rodea son los más claros síntomas de este fenómeno.
[…]este reparto sexual de la vida humana, por el que la vida privada queda en manos de las mujeres y la pública en la de los varones, ha perjudicado a las personas concretas de uno y otro género y, a su vez, a esas dos formas de vida, la privada y la pública […] perjudica a las formas de vida social, porque ni la vida privada es un dominio en el que no sea necesaria la inteligencia, ni la pública es aquella en la que están de más la ternura y la compasión (Cortina, 1998:36).
Propongo el cuidado como un valor propio del ciudadano, aplicable a la esfera pública, superando la dicotomía entre:
JUSTICIA | ESFERA PÚBLICA |
CUIDADO | ESFERA PRIVADA |
Es necesario ampliar el valor del cuidado más allá de la esfera privada. Parece que un ámbito no sea compatible con el otro, parecen estancias cerradas en las que uno debe permanecer sin pasar al otro lado. La esfera pública, el mundo laboral y la participación política no parecen compatibles con las obligaciones domésticas y de crianza. Desde la esfera privada, durante mucho tiempo se ha considerado que el cuidado de los hijos y del hogar era incompatible con una vida pública normalizada, de hecho ha sido común el criticar o denunciar a la madre trabajadora aduciendo una pérdida en la calidad de la crianza de los hijos. Pero en los últimos años y gracias a las investigaciones feministas se está articulando una nueva interpretación de lo público y lo privado. La ética ciudadana se alimenta de las raíces afectivas, familiares e interpersonales y por tanto no podemos continuar con la obsoleta dicotomía entre lo público y lo privado. Las experiencias de la vida cotidiana, de la esfera privada son fundamentales para la construcción del sujeto social y de su estructura ideológica y valorativa.
La histórica división entre lo público y lo privado ha mantenido a la mujer excluida del derecho a la ciudadanía. Las barreras para la ciudadanía de la mujer se encuentran en la división sexual del trabajo y del tiempo. Una educación en el cuidado como valor humano y no de un género exclusivo puede colaborar al acceso de la mujer al ejercicio de la ciudadanía. Ya que la doble jornada laboral o la
jornada interminable
, como la denomina María Ángeles Durán (1986), implica para la mujer una grave disminución del tiempo disponible para actividades sociales y políticas.
La tradicional división entre la esfera pública y la privada ha tenido, entre otras, dos graves consecuencias (Lister, 1997: 120): 1. Dificultar la intervención de la justicia en la violencia y opresión dentro de la familia. 2. Negar la importancia del cuidado y del servicio doméstico sobre el que siempre ha dependido el ejercicio público de la ciudadanía.
De ahí la importancia de rearticular lo público y lo privado superando la dicotomía. Esta rearticulación se construye sobre tres pilares básicos (Lister, 1997: 120-121): 1. La deconstrucción de los valores de género asociados con cada esfera. 2. El reconocimiento del impacto e influencia que una esfera tiene sobre la otra. 3. El reconocimiento de la naturaleza cambiante y móvil de las fronteras entre lo público y lo privado.
Las dos primeras propuestas se pueden interpretar claramente bajo la perspectiva del cuidado y es en definitiva lo que estamos haciendo en ésta sección. Respecto a la tercera propuesta existe una diversidad de opiniones. Hay autoras que quieren mantener una barrera entre lo público y lo privado, pero que no signifique una oposición jerárquica, sino el derecho a la privacidad y la intimidad. Otras defienden la naturaleza política de lo
privado
con luz verde para la intervención ilimitada del Estado.
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La cuestión está en quién tiene el poder para decir donde se encuentra la línea en cada situación y tema particular. Aunque ya se han hecho algunos logros en la definición de esta línea en temas controvertidos como la violación dentro del matrimonio o la violencia doméstica.
Una educación en el valor del cuidado como valor de ciudadanía es paralelo a una educación en el sentimiento de responsabilidad por lo que ocurre a nuestro alrededor. «Para ella, responsabilidad significa respuesta, extensión, y no limitación de la acción. Connota así un acto de cuidado y atención, más que contención de la agresión» (Gilligan, 1986: 71). Desde la Filosofía para la Paz en la que estamos investigando somos conscientes de que «tenemos, pues, el compromiso de recuperación de un nuevo sujeto comprometido con los otros sujetos» (Martínez Guzmán, 1998a: 91), es más, «cuando no tengo la voluntad personal de adoptar la actitud trascendental que me compromete y responsabiliza al reconocimiento del otro, surge la violencia» (Martínez Guzmán, 1998a: 92).
El gran problema de la modernidad es el individualismo. El concepto de ciudadanía debe recoger las críticas de los comunitaristas al excesivo individualismo. Una teoría de la ciudadanía debería de sintetizar por un lado el sentido de la justicia (liberalismo filosófico) y el sentido de pertenencia (comunitarismo). Optar por una sola perspectiva puede ser negativo. Quedarnos sólo con el comunitarismo traería dos consecuencias: En primer lugar caeríamos en el convencionalismo moral entendido por Kohlberg —sería justo sólo aquello que nuestra comunidad dictara y no lo universalmente válido—. En segundo lugar caeríamos en el provincialismo y el trivialismo. Respuesta no adecuada a la globalización que existe en todos los campos. Por otro lado quedarnos sólo con el liberalismo filosófico implicaría olvidarnos del componente social cayendo en un universalismo desarraigado, en una pérdida de nuestras raíces.
Necesitamos elaborar una moral cívica para pasar de las democracias de masas actuales a democracias de pueblos (Cortina, 1994). La ética del cuidado en el ámbito de la ciudadanía nos puede ayudar a superar uno de los vicios más extendidos en nuestras sociedades democráticas: la pasividad. Como nos avisa Adela Cortina «el estado paternalista ha generado un ciudadano dependiente, “criticón” —que no “crítico”— pasivo, apático y mediocre; alejado de todo pensamiento de libre iniciativa, responsabilidad o empresa creadora. Un ciudadano que no se siente protagonista de su vida política» (Cortina, 1994: 33).
Una educación en la ciudadanía, es también una educación en la responsabilidad. «Las mujeres y los hombres de las sociedades modernas hemos ido asumiendo progresivamente la tradición de los derechos individuales, instaurada desde la Ilustración, pero parece como si estuviéramos exentos de obligaciones y responsabilidades» (Escámez Sánchez y Gil Martínez, 2001: 37). Podríamos definir la responsabilidad como la necesidad de respuesta que surge del reconocimiento de que otros cuentan con nosotros y que nosotros estamos en situación de ayudar.
El mundo de Amy es un mundo de relaciones y de verdades psicológicas, donde una conciencia de la conexión entre personas hace surgir un reconocimiento de las responsabilidades de unas con otras, una percepción de la necesidad de respuesta. Visto a esta luz, su entendimiento de la moral, como algo que surge del reconocimiento de las relaciones, su fe en la comunicación como modo de resolver conflictos, y su convicción de que la resolución del dilema surgirá si se presenta de manera adecuada parecen lejos de ser ingenuos o cognoscitivamente inmaduros (Gilligan, 1986: 59).
La ética de la responsabilidad brota asimismo de una conciencia de la interconexión. Para que exista un cuidado y un sentimiento de responsabilidad por lo que nos rodea es preciso partir de la experiencia de interconexión. La interconexión es el sentimiento de que aquello que uno hace puede modificar la realidad que le rodea, que uno es responsable hasta cierto punto de lo que ocurre a su alrededor y que tiene siempre un margen de capacidad de transformación. En cambio, «la existencia cotidiana, especialmente la del mundo actual, tiende a aislar al ser humano y a transmitirle una impresión de irresponsabilidad» (Mayor Zaragoza, 1994: 56). Una educación sólo basada en los derechos y fundamentada en la igualdad natural olvida los deberes y la responsabilidad hacia los otros (Forné, 2000: 65). Por supuesto, proponemos una ética de la responsabilidad siempre consciente de la cuestión de los derechos.