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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Herejía (46 page)

BOOK: Herejía
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Los bosques a ambos lados nos parecieron de repente oscuros y amenazadores a pesar de la luz del sol que se filtraba moteada en el suelo. Cada vez que se quebraba una, rama o una ave despegaba, el ruido me hacía saltar del susto. Veía grupos tribales detrás de cada arbusto. Las laderas de las montañas eran grises y desnudas, y por detrás las cortejaban espesas nubes, e incluso allí me era posible ver sombras ocultas tras las piedras. Sin embargo, ninguna tribu nos esperaba y el descenso hasta la unión de nuestro sendero con el camino hacia la mina se produjo en medio de un tenso silencio. El ruido de los cascos de los caballos llenaba mis oídos; nadie pronunció una sola palabra. Al llegar a la base del valle disminuimos la marcha. Nadie deseaba ir derecho hacia una trampa y, cuanto más avanzábamos, mayor era el miedo que me invadía.

¿Qué habían hecho los nativos? Ayudados por el traidor de la torre habían sorprendido a nuestros guardias. Pero ese truco no podrían utilizarlo en más de una ocasión. Y ahora que se hallaban dentro de nuestro territorio... ¿qué pensarían hacer? Me pregunté si la mina sería un blanco lo bastante importante. ¿Cuántos serían?

En la Ciudadela me habían enseñado algunas técnicas de rastreo y en aquel momento decidí emplearlas para resolver por mí mismo aquel dilema estudiando las huellas en el camino. Me recriminé no haber estado más alerta durante el resto del trayecto. Los nativos habían borrado sus huellas con bastante efectividad, pero sin duda las habría notado de no haber estado conversando con Palatina.

El comandante iba delante con su caballo cuando alcanzamos la bifurcación del camino. Entonces alzó una mano y nos indicó a todos que nos detuviésemos.

—¿Habéis oído? —preguntó.—¿El qué?

Por mucho que afiné el oído no pude distinguir nada aparte del crujido de las hojas, o el ocasional chillido de una gaviota o el lamento de un halcón. Nada fuera de lo común.

—Exactamente —dijo sonriendo—. Las maquinarias se han detenido. No has estado en la mina desde que se descubrió el hierro, lo sé, pero incluso desde aquí siempre puede oírse el rumiar de las máquinas y el golpeteo contra las rocas.

—¿Cómo son las defensas? ¿Han sido mejoradas? —pregunté. Ahora hay muros de piedra y un acceso con un cañón. Pero si las tribus han conseguido moverse con sigilo hasta caer sobre los guardias de la mina, es probable que éstos no tuviesen tiempo para cerrar las puertas.

—¿Qué haremos?

—Dejaremos dos hombres detrás para averiguar qué sucede y yo os escoltaré a Palatina y a ti de regreso a Lepidor. Nos superan ampliamente en número y éste no es un sitio adecuado para que estéis sin protección.

—Entonces ¿sabemos cuántos son? —dijo Palatina—. Si han tomado la mina, bien podrían estar bloqueando el camino en algún punto más adelante. No queremos caer en una trampa.

—¿Tienes una idea mejor? —espetó el comandante. No parecía a gusto con Palatina y le irritaba que lo contradijese.

—Nos moveremos por el bosque. Envíe observadores a la mina. De ese modo podremos saber cuántos son y qué están haciendo. —¿Y qué pasa si los nativos aún no han tomado posiciones? Quizá tendríamos oportunidad de pasar.

—¡Perdemos tiempo al discutirlo! —exclamó Palatina—. ¡Cathan, tú estás al mando!

Todos fijaron sus ojos en mí y comprendí con abatimiento que

esperaban mi decisión. Me maldije por haber eludido tantas lecciones sobre mando para estar con los oceanógrafos. Gracias a todo mi entrenamiento en el mar, en tierra me sentía perdido. ¿Qué debía hacer? El comandante tenía experiencia y conocía el terreno, pero en la Ciudadela yo había sido testigo varias veces del genio militar de Palatina en acción. Con todo... ¿resultaría ella igualmente buena en una crisis auténtica? Vacilé de nuevo.

—¡Rápido, señor! —me apuró el comandante con mal contenida impaciencia.

—Bien...

No pude acabar la frase, ya que en ese preciso instante oímos de repente unos alaridos y los nativos aparecieron desde los bosques rodeándonos por todos lados con sus lanzas en alto. A mi caballo le entró el pánico cuando una lanza aterrizó en el suelo justo frente a él, y debí aferrarme con fuerza a su cuello para no caer. —¡Al galope! —gritó el comandante. Yo espoleé mi caballo al tiempo que los guardias blandían sus espadas y los animales giraban confusos.

—¡Intentad romper la valla!

—¡Cathan! ¡Cuidado! —La voz de Palatina sonó detrás de mí cuando intentaba llevar mi corcel al camino.

Entonces descubrí los alambres dispuestos para hacernos tropezar, justo a tiempo para evitarlos. Alguien más consiguió hacerlo, pero, a juzgar por lo que oí a mi espalda, uno de los guardias no fue tan afortunado. Alcé la espada y espoleé mi caballo hasta hacerlo ir al galope, con la esperanza de no caer en otras trampas más adelante.

No lo conseguí. A menos de treinta metros, una doble hilera de nativos arrojando lanzas surgió entre los árboles y cerró mi camino. Por un instante pensé en arrollarlos, pero pronto comprendí que sería un blanco inmóvil para sus lanzas.

Por eso cogí las riendas y volví la vista atrás. Todos salvo uno de los guardias habían sido derribados de sus monturas y uno yacía a un lado del camino. Era Palatina quien había logrado cruzar también las alambradas, y también se había detenido. Su rostro denotaba desilusión y parecía iracunda.

—Desmontad y arrojad vuestras espadas al suelo si no queréis que os matemos —gritó alguien desde atrás.

—Haz lo que dice —me dijo Palatina mientras arrojaba su espada. Un momento después la imité y descendí del caballo. Clavé los ojos en mi espada, abandonada en el suelo, en medio del polvo del camino, y no me atreví a enfrentarme con la mirada de Palatina. Unos instantes más tarde fui capturado por un par de robustos nativos, que me amarraron las manos detrás de la espalda y me condujeron hacia la mina empujándome con las lanzas.

Comprobé que el comandante estaba en lo cierto nada más avanzar a lo largo del bien custodiado camino que llevaba al acceso a la mina. Todo el lugar había sido invadido; las puertas estaban abiertas y unos cuantos nativos de expresión feroz las vigilaban. Incluso en esa situación no pude evitar fijarme en los enormes cambios que había afrontado la mina durante mi ausencia. Todo el recinto había sido ampliado y su rudimentaria empalizada había sido reemplazada por un auténtico muro, por encima del cual destacaba la fachada de varios edificios nuevos. Una zanja llena de agua rodeaba todo el sector donde el terreno era bajo; junto a las puertas, el foso se cruzaba mediante un puente levadizo. Cuando nos conducían al interior pude ver (cerca de un edificio que supuse que albergaba el reactor de leñas) un acceso a la mina mucho más grande que el que conocía, provisto de rieles y de grandes carros.

No se percibía ninguna señal de actividad, con excepción de numerosos nativos de pie junto a la entrada de la mina, que había sido bloqueada con rocas. Me pregunté qué estaría sucediendo allí dentro.

Nuestros captores nos llevaron a uno de los patios interiores y nos dijeron que nos colocáramos mirando el portal. Empezaba a sentir calambres en las manos; las correas que amarraban mis muñecas impedían el flujo de sangre.

Los guerreros que nos habían capturado (estimé su número en más de cincuenta) ocuparon los accesos y permanecieron allí, conformando una expectante multitud, mientras que algunos de sus compañeros llevaban a un edificio a siete guardias atados (uno de ellos, con el rostro ensangrentado, iba asido al brazo de su captor). ¿A quién esperaban los demás? Deseé que se dieran prisa. Fuese lo que fuese lo que iban a hacer con nosotros era preferible a permanecer de pie, amarrados, en medio de ese recinto y con sesenta o setenta nativos estudiándonos con la mirada.

Poco después distinguí una delgada figura vestida con armadura de cuero saliendo de un edificio. La acompañaban dos guardaespaldas. Dio unos pasos en dirección a nosotros y les hizo un gesto a nuestros captores, quienes nos forzaron a ponernos de rodillas. Noté que el jefe tribal no era más alto que yo. Era de baja estatura y piel oscura, con rasgos afilados y ojos marrones. No era sencillo determinar su edad, pero supuse que rondaría los cuarenta años.

—Entonces —dijo el jefe empleando la lengua del Archipiélago con un ligero acento— hemos capturado a un pez gordo. Vizconde, soy Gythyn de Weidiro.

Lo miré fijamente con ojos desafiantes, sintiendo una intensa vergüenza.

—Quizá puedas decirnos, vizconde, por qué habéis roto el acuerdo sagrado y retienes en tu ciudad a parte de nuestra gente —dijo tras una breve pausa.

—Mi padre no rompió el acuerdo, fue nuestro sacerdote. Acaba de llegar a la ciudad e intenta castigar las herejías.

—¿Herejías
? ¿Nuestra fe es una herejía? —exclamó el hombre con peligrosa calma.

—No es la fe de Ranthas —respondí—. Para él es un anatema. —Vuestro conde es responsable de las acciones de vuestro sacerdote.

—¡Mí padre carece de autoridad sobre él! —protesté—. Si tomase la iniciativa de liberar a los prisioneros, él mismo podría ser arrestado.

—De todos modos, vuestro sacerdote representa a vuestro clan, y vuestro clan ha violado su palabra de honor.

Había tenido experiencia suficiente con los bárbaros para saber que se sentían vinculados a alguien por la palabra dada. Nunca romperían un contrato sin antes lanzar una advertencia y obtener un acuerdo de la otra parte. Por primera vez desde que nos habían capturado sentí auténtico temor.

—¿Existe algún modo de que podamos expiar el daño? —intervino Palatina.

—¿Expiar el daño ocasionado por violar vuestra palabra sagrada? Tú y el resto lo expiaréis con vuestra sangre —declaró el jefe, y se volvió de espaldas a nosotros.

—¡Espera! —le grité.—¿Deseas rogar por tu vida?

Aunque estaba tieso de terror, todavía mantuve el orgullo ante esa pregunta:

—No, no haré tal cosa —respondí—. Pero si uno de los tuyos te traicionase en contra de tu voluntad, ¿considerarías que es correcto hacer sufrir a toda tu tribu?

—¿Tienes una propuesta mejor? —¿Puedo consultar a mi consejera? Pareció sorprendido, pero accedió: —Muy bien, pero de prisa.

—¿Hay algo que podamos hacer? —le pregunté a Palatina.

—Sí —afirmó ella y, en pocas palabras, delineó un plan. No tuve siquiera tiempo de indagar mucho porque pronto el jefe nos interrumpió.

—Habéis tenido tiempo suficiente. ¿Qué tenéis que decir? —¿Sería posible que considerases una expiación que devuelva a tu pueblo la paz, evitando la venganza que mi padre llevaría a cabo si me matases?

—Nuestras leyes exigen un precio de sangre a cambio de violar un lazo de amistad.

—Si os devolviésemos a los hombres que están prisioneros en la ciudad, junto con los bienes que necesitáis, ¿qué más exigirías? —Si puedes lograr que los liberen, ¿por qué no lo has hecho ya? ¿Creías que éramos demasiado débiles para vengarnos?

—Los liberaría sin el consentimiento de nuestro sacerdote, de modo que mi padre no pueda ser inculpado.

—Eso sería aceptable, siempre y cuando pudieses entregarnos un buque.

Mi corazón se hundió y volví a mirar hacia abajo. ¿No sabía él que eso era imposible?

—Si te diese un buque, yo sería ejecutado por mi propia gente —respondí—. ¿Podríamos ofrecerte oro a cambio?

—No me interesa —anunció, y comenzó a hablar con sus hombres detrás de nosotros—. Enciérralos en algún sitio y diles a los otros jefes que daremos el siguiente paso.

Fuimos conducidos con rudeza a lo largo del recinto hacia la agradable sombra de uno de los edificios nuevos. Un nativo delgado situado tras la puerta dijo alguna cosa a uno de nuestros capto res en su agudo dialecto. Tras una breve conversación, nos llevaron al piso superior y nos encerraron en la que, sospeché, debía de ser la oficina de alguien.

—Colócate de espaldas a mí —le pedí a Palatina.—¿Por qué?

—Para que pueda desatarte, idiota —solté, y me arrepentí de inmediato—. Disculpa, no debería llamar idiota a nadie.

Analicé las ásperas correas de cuero por un instante. Luego le di la espalda para utilizar las manos. Me llevó unos cinco minutos aflojar sus correas lo suficiente para que ella pudiese quitárselas. Confiaba en que podría lograrlo, pero como mis dedos temblaban, por poco no fallé en el intento.

A continuación, Palatina me desamarró a mí. Eché una mirada a la habitación que ocupábamos. Una de las paredes estaba cubierta con estanterías llenas de libros de registros. En otra pared, las estanterías estaban vacías. Me pregunté qué habría habido allí. Había también un escritorio (limpio de cualquier objeto) y una silla. Como estábamos en uno de los muros exteriores del recinto, ubicado contra el foso, la ventana era estrecha y se hallaba a varios metros del suelo.

Temí lo que fuera a decir Palatina ahora que teníamos la oportunidad de hablar libremente, pero ella no dijo nada semejante a lo que esperaba.

—No fue culpa tuya, Cathan —dijo—.Ya estábamos atrapados en el mismo momento en que ascendimos al valle superior. No había nada que pudiésemos hacer para evitarlo, ni siquiera si hubieses tomado una decisión con más rapidez.

No agregué nada y me limité a permanecer con la mirada triste y fija en el suelo.
Había sido
culpa mía por no ver las huellas durante nuestro ascenso y manifestar esa indecisión en momentos cruciales. Por no mencionar que intenté huir a la primera señal de problemas. ¿Qué ocurriría ahora? Recordé que el jefe había mencionado la participación de otras tribus. ¿Planeaban un ataque masivo a Lepidor? Caerían totalmente por sorpresa, al menos si seguíamos estando prisioneros.

—Cathan, no puedes culparte...

—Detente Palatina, no sigas intentando que me sienta mejor. Fue responsabilidad mía que no estuviésemos alertas cuando nos atacaron. Y, en primer lugar, debí sospechar la trampa. Era estúpido seguir el camino.

—Siéntete culpable si lo deseas. Cuando te hayas revolcado lo suficiente en tu culpa te diré cómo saldremos de aquí.

Dejé de quejarme y guardé silencio, avergonzado. —¿No sigas con eso, vale? —me exigió.

—¿Cómo escaparemos? —inquirí sombrío.

—¿Puedes pasar a través de aquella ventana?

Me acerqué y apoyé el rostro contra el vidrio, intentando divisar el final del muro para juzgar la distancia que nos separaba del suelo.

—El foso se encuentra unos cinco metros hacia abajo, pero sólo tiene dos metros de profundidad; tendría que tener mucho cuidado al aterrizar. Sin embargo —informé, satisfecho de haber hallado un fallo en su plan— hay muchos nativos junto a los muros. No podría recorrer más de diez metros siendo blanco de sus lanzas. —Podrías, durante una tormenta. Aquí llueve con tanta intensidad que nadie puede ver lo que ocurre al lado. Y el viento... ¿cómo irían a dispararte en medio del viento?

BOOK: Herejía
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