Y de una manera u otra nadé siguiendo las rompientes, superé la línea de los muros y, cuando mis pensamientos parecían aminorar y dejaba de saber con certeza dónde me encontraba, sentí un fuerte golpe en el brazo derecho, el brazo que había envuelto en correas de cuero. Miré a mi alrededor reaccionando con pausada indignación ante lo que me había golpeado. Entonces una bigotuda cabeza emergió a mi lado y sentí un ensordecedor ladrido a pocos centímetros de mi oído. Las focas no desconfiaban de mí; supuse que mi aspecto no debía de ser demasiado amenazador.
Me encontré al fin en la unión entre el barrio nuevo y el barrio del puerto. A unos pocos kilómetros, por debajo del sitio en que estaba, parpadeaban monótonamente las luces de emergencia del puerto submarino.
Miré a mi alrededor una última vez, ya que, reflexioné sintiéndome ausente, quizá nunca volviese a ver el cielo ni la ciudad. «No, eso no puede ocurrir; jamás serías perdonado.» Entonces pataleé de nuevo con mis agotadas piernas y seguí buceando.
Bajo la superficie, opacas contra la extraña luz rojiza de las lámparas, distinguí a las focas arqueándose y contoneándose en una danza silenciosa, abriéndose paso sobre mí entre nubes de plancton iluminado por el resplandor. Era una imagen propia de un ballet, un mundo independiente de la furia de la tormenta.
«No quiero morir, no aquí, no ahora, con tantas cosas sin concluir. Algún día desearé volver a ver todo esto, cuando esté en condiciones de apreciarlo de verdad.»
Por debajo de mí se proyectaba en las penumbras el muelle más extenso del puerto y era posible ver las luces del complejo central. A menos de veinte metros de mí, unos pocos metros bajo la superficie, estaba la cara rocosa del acantilado con el hueco que servía de acceso a la más austral de las piscinas del puerto, aquellas donde buceaban los técnicos encargados de reparar naves averiadas. Pataleé en esa dirección, nadando junto a la elegante danza de las focas. De algún modo, mis miembros volvían a responder. Vi el brillo blanquecino de las luces de éter, que siempre quedaban encendidas ante la eventualidad de que alguien quedase atascado fuera y tuviese que bucear bajo el agudo filo de la roca. Entré en la piscina, donde las luces de éter casi me deslumbraron con su potencia.
Tanteé la escalerilla con los pies, pero estaban tan fríos que ni siquiera sentí los escalones. Me arrastré hasta el borde y, como un montón de trapos mojados, me desplomé sobre la plataforma de madera sintiéndome profundamente agotado.
Ignoro cuánto tiempo estuve allí semiaturdido (algo se me estaba clavando en los muslos, pero no me moví). Estaba a punto de desmayarme, pero pensé que no podía hacerlo. Me impulsé hacia adelante y activé una de las cámaras de secado, un nicho en la pared de cuya parte superior y láminas laterales salía un viento caliente. No recordaba si era o no peligroso, pero necesitaba con urgencia recobrar la circulación o sería incapaz de avanzar los pasos
que conducían hasta el gabinete superior, situado contra el muro de la ciudad.
Me senté varios minutos contra la pared, frente al chorro de aire caliente, hasta que mis ropas comenzaron a secarse y sentí que podía moverme otra vez. No había tiempo que perder (no tenía idea de cuánto duraría la tormenta; podía extenderse por horas o días, y si no era lo bastante larga, tendría que moverme aún más de prisa. Había llegado hasta aquí; no quería fracasar justo ahora que empezaba a sentirme mejor.
La ropa estaba casi seca. Apagué el chorro de aire y caminé con inseguridad en dirección a la escalera. No lograba sentir ni mover las piernas con facilidad y el solo hecho de ponerme de pie había sido una agonía que mis piernas habían pretendido evitar a toda costa.
Llegué al oscuro interior del gabinete de buceo. La puerta estaba trabada, pero no tenía tiempo de buscar la llave. Encendí las luces y busqué entre las herramientas un instrumento contunden te. Rompí la cerradura dando unos pocos golpes imprecisos pero fuertes que casi hicieron tanto daño a la madera de la puerta como a la cerradura.
Ya estaba en el exterior del barrio del puerto, cerca del edificio de los oceanógrafos. Avancé a lo largo de las calles desiertas bajo la lluvia, que era menos feroz dentro de la ciudad que en sus afueras. Mis ropas a medio secar se empaparon de nuevo y volví a sentir frío. Me hice un corte en un pie con una filosa piedra y desde aquel momento un dolor punzante cruzó mi pierna a cada paso que daba. Podía sentir cómo mi pie se cubría de pegajosa sangre, pero no podía detenerme para hacer nada al respecto.
Caminé dolorosamente por las calles en dirección al portal del barrio del Palacio. Por supuesto que nadie me detuvo: los guardias debían de estar en la garita bebiendo y jugando a las cartas. La calle principal estaba desierta, ya que todo aquel con un mínimo de sensatez estaba en su casa, pero había luces encendidas detrás de las cortinas de todas las ventanas, prometiendo interiores cálidos y acogedores.
Debía mantener en secreto mi regreso, especialmente para los sacerdotes. Sin duda, Midian tenía mucho que ver con esta difícil situación y cuanto menos supiera, mejor para nosotros. Cogí la primera calle a la izquierda y seguí por estrechos pasajes hasta la puerta posterior del palacio. Cuando pasaba por detrás del templo sonó la campana: eran las nueve, más temprano de lo que yo había supuesto; aún habría gente despierta en el palacio. Afortunadamente, los guardias no habían cerrado con llave las puertas traseras, ya que no la llevaba encima. Hice una mueca de espanto cuando la puerta golpeó detrás de mí, pero pronto estuve a salvo en el jardín cubierto del palacio. Subí al césped, más suave y agradable para mis doloridos pies.
¿Cómo penetrar en el palacio sin ser visto? Bastaba que me viese apenas una persona para que Midian fuese informado, estaba seguro, y entonces el plan sería descubierto. Miré hacia las ventanas. En el ala que miraba a la ciudad reconocí la habitación de mis padres, pero no había allí ninguna luz. Tampoco había luces encendidas en la habitación de Atek, pero sí en la de Ravenna.
Me doblé el tobillo y, contra mi voluntad, caí de rodillas. Casi no tenía fuerzas para ponerme de pie, así que me arrastré por el jardín en dirección hacia el sendero situado bajo la ventana de Ravenna. Me deslicé junto al borde de la ventana, cogí un puñado de guijarros y, armándome de valor, volví a ponerme de pie. Lancé las chinas, pero el tiro salió tan desviado que golpeé la espaldera del rosal que cubría las ventanas a uno y otro lado. También mi segundo, tercer y cuarto intento fallaron el blanco, pero gracias al cielo nadie asomó la cabeza.
En el quinto tiro ametrallé la ventana de Ravenna con una lluvia de guijarros. Esperé, pero no sucedió nada. ¿Es que no estaba en su habitación? Lo intenté dos veces más, errando el primer disparo.
Sentí un gran alivio cuando, al fin, la ventana se abrió y distinguí el rostro de Ravenna mirando, perpleja.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó. Yo estaba oculto en la sombra junto a la base de la ventana.
—¡Ravenna! —susurré, pero mi voz sonó como el croar de una rana.
Lo intenté otra vez: —¡Ravenna! ¡Soy Cathan!
—Todavía no puedo oírte, quienquiera que seas —dijo ella—. Espera un momento que me acercaré.
Me tumbé sobre el césped, sin importarme la lluvia ni el barro, esperando su llegada. Por un instante que me pareció una eternidad no hubo señales de Ravenna. Luego se abrió una de las puertas y oí sus pasos. La luz llegaba a la hierba. Ahora, Ravenna me vio de inmediato y corrió a buscarme.
—¿Quién...? ¡Por el amor de Thetis! ¡Cathan! ¿Qué te ha sucedido?
—Las tribus —croé—. Escapé. Llévame adentro... sin que nadie me vea... mensaje de Palatina.
—No tengo fuerza para levantarte —advirtió—. ¿Podrías apoyarte en mí?
Luché por ponerme en pie, pero fue en vano. —Veo que además te has lastimado.
Se cambió de lado y me empujó hacia arriba. Puse un brazo alrededor de su hombro y de modo inestable logré sostenerme sobre el pie sano, apoyándome en Ravenna. Con penosa lentitud conseguimos llegar adentro y me eché contra una pared mientras ella cerraba la puerta. Entonces, con el dolor del pie acentuándose a cada paso, subimos dos plantas por la escalera en espiral hasta alcanzar la habitación de Ravenna, que me dejó con cuidado sobre las mantas de su cama. Me relajé exhausto.
No volví a decir nada hasta que ella ajustó un trozo de tela a mi pie para detener la hemorragia. En ese momento comprendí que mi misión todavía no había acabado.
—Ve... por favor, trae aquí a mi padre... debo darle un mensaje... nadie más debe saberlo.
—¿Estás seguro de que estarás bien?
Me las compuse para asentir y ella salió a toda prisa. Mientras yacía en la cama de Ravenna, con cada uno de mis golpes y heridas palpitando, no hice nada más que fijar la vista en el techo. Las mantas se habían puesto incómodamente calientes, pero no podía moverme. Y no me moví.
Debió de transcurrir sólo un par de minutos hasta que mi padre apareció en la habitación, seguido de Ravenna. Nadie más los acompañaba.
—¡Por los Cielos, Cathan! ¿Qué te ha ocurrido? —inquirió mi padre cruzando la habitación en dos saltos. Su rostro mostraba espanto—. Oí que habíais sido capturados por nativos. Uno de los leñadores vio cómo os conducían a la mina y se las arregló para venir a informarnos.
—Escapé —sostuve con debilidad—. Descendí con la corriente, pero eso no importa.
Le conté entonces todo lo que había dicho Palatina, palabra por palabra, según lo recordaba. Sólo en una ocasión me interrumpió para aclarar algo.
—Es la única salida que nos queda —advirtió mi padre—, y por lo que me cuentas es una buena solución. Pero... ¿cómo liberaremos a los prisioneros sin vernos involucrados?
—Hay una joven en el templo llamada Elassel. La conozco un poco. Es hija de unos sacerdotes, pero odia a Midian y al Dominio. Es una artista de la huida, o algo así; podría ser capaz de ayudarte. —¿Qué aspecto tiene? —indagó Ravenna.
—Cabello castaño rizado, expresión salvaje.
—Sé a quién te refieres —dijo mi padre—, pero ¿cómo haremos para contactar con ella?
—Yo lo haré —afirmó Ravenna—. Si ella me ayuda, liberaré a los prisioneros. ¿Hay alguien más en quien podamos confiar? No creo que dos¡ seamos suficientes.
—Encontraré a alguien. Pero antes traeré al médico.
—¡Te lo ruego, padre! —exclamé—. Trae al médico pero no des vueltas.
—No lo haré.
Se ¡inclinó sobre mí y me sostuvo por los hombros un segundo; luego volvió a salir.
El mundo comenzó a flotar a mi alrededor y percibí la cara de preocupación de Ravenna.
—La encontraré y liberaré a esa gente, te lo prometo —me dijo. Sentí una incontenible necesidad de dormir y los ojos se me cerraron. Sentí cómo ella tomaba mi mano e intentaba decir algo más. Pego las palabras no salieron de sus labios y yo caí en un sueño profundo.
Conocí el resto de los sucesos de esa noche cuando recuperé la conciencia, gracias al relato de mi padre, Palatina y Elassel.
Mi padre había estado conversando con Atek y cuando dejó mi habitación se dirigió velozmente a su despacho. No le dijo nada al consejero principal acerca del plan para liberar a los prisioneros (cuanto menos gente estuviese al tanto mejor). Sin embargo, le ordenó a Atek que reuniese a los guardias con tanto sigilo como fuese posible y que enviase al palacio al capitán de la guardia, un veterano a quien conocía desde hacía muchos años. Entonces envió afuera a dos de los primos de nuestra familia, uno para pedirle a Elassel que se dirigiese desde el templo hasta el palacio, otro para llamar a Tétricus.
Cuando llegó el mensajero, Elassel acababa de quitarse su abrigo verde y había sacado de debajo de la cama el estuche del laúd. En el estrecho cuarto que era su habitación en el templo apenas si tenía espacio para practicar música y carecía de atril. Pero ella se las componía: había puesto las partituras sobre la pequeña mesa y estaba sacando el instrumento de su estuche cuando oyó golpes en su puerta. A toda prisa volvió a colocar el laúd bajo la cama y escondió las partituras, por si quien llamaba era Midian o alguno de sus secuaces. Luego respondió a la llamada.
No era en absoluto un sacerdote, sino un joven con despeinados cabellos castaños y expresión indescifrable.
—¿Qué deseas? —inquirió Elassel, irritada por ver interrumpida su práctica. A consecuencia de la tormenta no había podido practicar más temprano y luego se había producido todo ese revuelo por el ataque tribal. Estaba muy preocupada por Cathan; sus padres habían contado espantosas historias sobre lo que los nativos hacían a sus prisioneros, incluso en las poblaciones más pacíficas de la región.
—¿Eres Elassel?
—¿Quién más podría ser?
El joven hizo una mueca de disgusto y ella decidió tratarlo mejor. Después de todo, no parecía pertenecer al Dominio.
Él miró el pasillo de arriba abajo con nerviosismo, luego bajó la voz para decir:
—El conde Elníbal requiere tu presencia en el palacio; necesita que lo ayudes en algo.
—¿Me necesita a mí? ¿Estás seguro?
—Por completo. Date prisa, por favor. No quiero que nadie nos encuentre aquí.
Elassel ocultó el laúd y volvió a ponerse el abrigo verde. Entonces guió al mensajero hasta la puerta de los proveedores, atravesando el ala de los sirvientes. Ningún sacerdote se relacionaría con los sirvientes a esa hora de la noche.
Corrieron por las oscuras calles bajo la lluvia y el mensajero la condujo a través del portal posterior del palacio. Luego ascendieron por la misma escalera que Ravenna me había ayudado a subir un poco antes. Elassel vio la sangre seca en los escalones y preguntó a quién pertenecía. El mensajero se encogió de hombros. La llevó entonces por uno de los alfombrados pasillos superiores en dirección a un amplio estudio, cálidamente iluminado con lámparas de éter coloreadas. Detrás del escritorio había un hombre que ella reconoció: el conde. Parecía muy preocupado y lo acompañaba una muchacha de cabellos negros y expresión seria, sentada en una silla junto a las estanterías de libros que cubrían toda una pared.
El conde se puso de pie e inclinó un poco la cabeza. Elassel le devolvió el gesto con una reverencia demasiado teatral; nunca se había interesado por las cortesías.
—Tú debes de ser Elassel —dijo el conde—. Soy el conde Elníbal y ella es Ravenna.
La joven de la silla asintió con la cabeza en señal de reconocimiento. Parecía fría y distante.