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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Herejía (50 page)

BOOK: Herejía
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Me levanté de la cama y, al ponerme de pie, lancé una sarta de tacos al sentir el dolor atravesando mi pie. Había olvidado el corte del talón. Lo miré para comprobar si ya había cicatrizado, pero es taba cubierto por un vendaje. Me puse una túnica y salté hasta al baño para darme una ducha. No había nadie más a la vista. Tampoco parecía haber nadie más despierto cuando bajé la escalera. El personal de servicio solía levantarse a las seis y media, y mi padre a las siete (él siempre había sido madrugador).

Me dirigí a la cocina. Los hornos estaban apagados y cogí lo que pude de la despensa del desayuno. Las frutas y el pan del día no llegarían hasta pasada una media hora.

Todavía ignoraba qué había pasado pero por el aire de paz y quietud deduje que los bárbaros no eran una amenaza inmediata. Lepidor no parecía respirar como una ciudad sitiada. Recordé el ataque de Lexan cuando yo tenía siete años: el palacio estaba custodiado de forma permanente y había guardias fatigados durmiendo en los pasillos.

Seguía sin cruzarme con ninguno de los sirvientes cuando salí por el portal posterior del palacio y me abrí paso por la calle principal. Las calles estaban secas, pero el césped del jardín tenía la tierra húmeda y no a causa del riego, así que supuse que había estado lloviendo al menos durante las últimas dos horas.

Las puertas del templo estaban abiertas, las miré al pasar, pero no percibí dentro señales de vida. Me pregunté si los prisioneros habrían sido rescatados, pero no hubiese sido inteligente preguntárselo a nadie, ni siquiera si me hubiese topado con alguien en los alrededores.

Encontré las respuestas cuando llegué al portal del barrio terreno. Había allí dos soldados de servicio sobre los muros superiores y llamé a la puerta del puerto, junto al arco de entrada. Poco después me abrió un soldado rubio de unos cuarenta años, con la chaqueta del uniforme colgando libremente alrededor de los hombros.

—Amo Cathan —me dijo sonriendo y con una expresión de respeto en su rostro que jamás había visto antes—. Me alegra volver a verlo en pie. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Pensé que quizá podrías decirme qué día es y que ha sucedido.

—¿Qué día es hoy, vizconde? ¿Acaso bromea?

—Creo que he estado durmiendo mucho tiempo, pero nadie parece estar despierto todavía e ignoro qué es lo que sucede.

—Bien, pues hoy es día de mercado, es decir, que ha dormido durante un día y dos noches. ¿No recuerda lo que hizo?

—Puedo recordar lo que hice, pero sólo hasta que llegué al palacio.

—En ese caso, creo que sería mejor que le contase lo que ha pasado el decurión, o alguien del palacio, pero de todos modos me alegrará hacerlo. Venga conmigo.

Me condujo hacia las almenas y se presentó a sí mismo, así como a su compañero, un recluta perteneciente a una de las familias de la ciudad y unos años mayor que yo. Entonces me narró todo lo sucedido:

Jugábamos a las cartas en el puerto de guardia cuando el centurión llegó corriendo y nos ordenó que cogiésemos nuestros equipos y formásemos en el patio. Por supuesto, no nos dijo por qué hasta que ya estábamos todos allí, empapados. Nos contó entonces que había un ejército tribal en el bosque esperando para atacar la ciudad al alba. Parecía una broma. Quiero decir que no creímos que ni siquiera las tribus fuesen tan estúpidas para atacar durante una tormenta. Quizá creyeron que alguien les permitiría pasar. De cualquier modo, el oficial vino y nos sacó de la garita, pero no habíamos caminado más que unos pocos metros cuando, corriendo por la calle, apareció otro decurión, afirmando que el templo había sido atacado y que los prisioneros habían huido. Entonces el oficial nos dijo que regresásemos al patio y esperásemos mientras él se dirigía a los portales. Por supuesto, él vestía un apropiado impermeable, el resto de nosotros estábamos empapados. Como fuera, mientras esperábamos alguien comenzó a disparar cañones por encima de los muros, aunque no pude distinguir contra quién disparaba. Poco más tarde regresó el oficial, seco como un hueso, y nos dijo que rompiéramos la formación, ya que las tribus se habían dispersado.

—¿Sencillamente huyeron? —pregunté.

—Al parecer, alguien envió a los prisioneros de regreso para comunicarles que no tenían oportunidad de vencer, ya que en la ciudad se sabía todo sobre su pequeño plan de rebelión. Además, esa joven llamada Palatina había ocupado la mina, así que los nativos no tenían otra cosa que hacer más que regresar a sus chozas. Y todo sucedió gracias a usted, mi señor Cathan. Pues hasta su llegada no habíamos visto ni oído a ninguna de las tribus en el bosque. No puedo decir que me animara a atravesar ese torrente en canoa durante el verano y mucho menos nadando durante una tormenta.

—¿De verdad has descendido ha descendido a nado todo el tramo hasta la bahía? —inquirió el otro guardia.

—Así es.

Charlé con ellos un poco más y luego regresé al palacio siguiendo el camino de los muros. A mi espalda, la ciudad comenzaba a despertar, pero no quería que me viesen por la calle. Los guardias me había hablado como si yo fuese una especie de héroe. Y yo no era ningún héroe. No merecía semejante palabra. Lo hubiese disfrutado, pero aún no me perdonaba el haber permitido que capturaran a mi propio comando, ni olvidar la humillación de ponerme de rodillas sobre el polvo del recinto minero.

La parte trasera de los jardines del palacio se encontraba exactamente debajo de la sección del muro que daba al mar, aunque varios árboles ocultaban su interior de la mirada de los guardias. Yo había colocado por allí una escalinata de soga, justo bajo el parapeto junto a uno de los límites del jardín. Así tenía una manera más de entrar o salir de allí. Entré utilizando la escalinata de soga y allí en el palacio encontré a los sirvientes despiertos.

Mientras desayunábamos en un salón comedor casi desierto oí de labios de mi padre el resto de la historia. Me confirmó que las tribus habían huido a través del paso y que todas las fortificaciones de allí ya habían sido reparadas y reforzadas.

—¿Se sabe si existió un traidor? —pregunté. El rostro de mi padre se oscureció.

—Uno de los soldados de lo alto de la torre había sido sobornado por la familia Foryth. No pudimos saber por qué, ya que escapó junto a las tribus en retirada. Lo he declarado renegado, pero no hay ninguna otra cosa que podamos hacer. Da la sensación de que también los jefes tribales recibieron dinero de él y que por ese motivo lo han protegido.

—¿Foryth sobornó a los jefes? —exclamé.

El mero hecho de conversar con los jefes era difícil a menos que conocieran a alguien desde hacía mucho tiempo y estuviesen seguros de sus intenciones. Quizá Foryth contaba con agentes entre los misioneros.

—¿Cómo lo has descubierto? —le pregunté entonces a mi padre. —Porque reaccionaron desmedidamente. Por lo general envían a un mensajero para exigir el regreso de su gente, no un ejército masivo para atacarnos. E incluso así lo normal hubiese sido que aceptasen el dinero manchado de sangre que tú les ofreciste en la mina. En ese momento, mi padre debió de notar mi expresión, pues añadió:

—Lo que hiciste fue lo correcto, ofrecerles un rescate. Siempre hay que proponer algo y negociar. Descender por el torrente fue un acto de gran valentía, y con seguridad nos has salvado gracias

a eso. Pero no siempre es posible Hacerlo, así que lo primero debe ser intentar llegar a un acuerdo. Salvo con la familia Foryth.

Pese a las palabras alentadoras de mi padre, aún no podía disculparme a mí mismo, pero no se lo dije, ya que se habría comportado del mismo modo que Palatina y yo no estaba de acuerdo con ninguno de los dos, por mucho que me hubiese agradado estarlo.

Después del desayuno, mi padre me dijo que iría costa abajo para visitar Gesraden e Ygarit, las dos poblaciones del clan cercanas al sur de la ciudad, y que yo quedaría al mando hasta su regreso al día siguiente. Alrededor de una hora más tarde partieron él, mi madre y su séquito, y me aproximé a Atek para preguntarle si había algún asunto oficial del que debiese ocuparme.

Subí a la oficina de mi padre, abrí la puerta con su llave y me senté detrás de su escritorio. Allí había una nota con su precisa caligrafía diciéndome todo cuanto necesitaba ser atendido durante su ausencia. No eran demasiados asuntos y no creí que me llevase mucho tiempo resolverlos. El último párrafo consistía en una única línea que me dio mucha satisfacción: «He negociado con Midian. No traerá problemas». Me había preocupado cómo reaccionaría el avarca y todavía me inquietaba saber quién había liberado a los prisioneros y cómo se lo había explicado mi padre a Midian.

Nada más empezar a concentrarme en algunos papeles, con la intención de liquidar la tarea cuanto antes, llamaron a la puerta. —Adelante —dije.

Era Ravenna.

—Me alegra volver a verte en pie —comentó mientras que yo dejaba los papeles sobre la mesa y me incorporaba; no pretendía conversar con ella desde detrás del escritorio.

Ravenna rodeó el escritorio y, para mi sorpresa, me abrazó con fuerza. Al menos por una vez no parecía un témpano de hielo. —No permitas que te capturen de nuevo —me susurró—. Estaba tan preocupada...

No dije nada, conmovido por su súbito cariño. Era la segunda vez que la escuchaba hablar sin su tono frío y calculado. Con todo, el instante fue efímero y segundos después se alejó de mí exhibiendo su sonrisa lejana.

—Lo que has hecho ha sido muy valiente, Cathan, aunque fuese idea de Palatina —me dijo mientras se apoyaba contra el marco de una ventana.

—No tanto —afirmé acercándome a ella. Por la ventana podían verse la ciudad y el barrio del puerto, y las velas de unas pocas barcazas eran visibles en la bahía—. No me imaginaba que fuese tan arriesgado. Nunca me había precipitado en un torrente de agua que no pudiese controlar, por rápido y peligroso que fuera. Hasta entonces. Pensé que mi mayor problema sería atravesar los bosques sin ser capturado, pero no vi ni a un nativo. Por otra parte, a duras penas llegué vivo al puerto.

Recordé la danza de las focas en su mundo silencioso bajo las olas. Eso era algo que guardaría para mí, algo que no compartiría. —Pero lo lograste y seguiste adelante. Y por eso las tribus tuvieron que darse por vencidas sin haber derramado una sola gota de sangre. La familia Foryth ha malgastado un montón de dinero!

—Hay algo más: tenía que haber necesariamente un cómplice dentro de la ciudad dispuesto a abrirles las puertas a las tribus. De otro modo jamás se hubiesen atrevido a atacar durante una tormenta.

—Si así fue, lo descubriremos —aseguró mirándome a los ojos—. Una cosa es aceptar el dinero de Foryth y apoyarlo, como en el caso de Mezentus. Pero no puedo creer que dieran con un segundo traidor dispuesto a dejar pasar a las tribus. Salvo que fuese alguien del séquito de Midian.

—Por lo que no podríamos atraparlo.

—Estoy segura de que encontraremos una manera.

Ninguno de los dos pronunció palabra durante unos instantes y permanecimos con la mirada clavada en el despertar de la ciudad.

Entonces la paz fue interrumpida por un mensaje de alarma transmitido a través del intercomunicador de éter en el escritorio de mi padre. Me acerqué y presioné el botón para recibirlo. Apareció la brillante imagen azulada del jefe del puerto, Tortelen, sentado frente a su propia consola de éter, al parecer en el suelo, junto a su escritorio.

—¿Dónde está el conde? —inquirió. —El conde está de viaje.

—Creo que lo mejor es que vengas aquí, vizconde. Nuestro sensor ha detectado una manta averiada aproximándose a nosotros hace unos pocos minutos. Hemos enviado una raya para establecer contacto y los de la manta han pedido un amarradero para atracar. Parece que tienen graves problemas.

—¿A quién pertenece la manta?

—Procede del Archipiélago, pertenece a una delegación mercantil del Archipiélago que va de camino a Turia. Sin embargo, el hombre al mando es cambresiano, el almirante Karao.

Oí detrás de mí un frufrú de ropas, pero no me volví. —¿Cuánto tardarán en llegar, Janus?

—Menos de media hora. No podrán atracar solos, así que deberemos remolcarlos a lo largo del muelle en el puerto de superficie. —En seguida estaré contigo —anuncié. Luego cerré la conexión con Janus y encendí el sistema de llamada del palacio, un dispositivo que mi padre empleaba sólo ocasionalmente:

—Se solicita la urgente presencia del consejero principal Atek en la oficina del conde.

Luego miré a Ravenna, que había perdido la sonrisa. —¿Conoces al almirante Karao? —le pregunté.

—Pertenece a un clan noble del Archipiélago y es a la vez almirante cambresiano. Tiene una enorme influencia en ambos países y dirige numerosos asuntos...

—¿Y además...?

Había algo que aún no me había dicho y que flotaba en el aire. —Es un hereje.

Unos minutos después, tras consultar a Atek y enviar un mensajero en busca de mi padre, estaba ya en el sector sur del puerto observando cómo la silueta azul oscura era remolcada por las aguas en dirección a nosotros. El atracadero del muelle de superficie, una voluminosa construcción móvil de madera, había sido extendida desde el edificio que la cobijaba para recibir la manta del Archipiélago, la
Esmeralda
, tan pronto como fuese posible.

Por fortuna era un día soleado y agradable y no la tormentosa pesadilla de dos días atrás. Tortelen explicó que la
Esmeralda
había sido afectada bajo el mar por la misma tormenta. Había sido una tormenta mucho más grande de lo que yo había imaginado y sólo uno de sus extremos había asolado Lepidor. La nave estaba al parecer en un terrible estado y en principio el almirante no creyó siquiera que llegasen a Lepidor.

Había apenas unas pocas personas a mi lado: el consejo de la ciudad no consideró que éste fuese un evento lo bastante importante para interrumpir sus actividades y menos sin estar presente mi padre. Sospeché que semejante desinterés se debía a que no comerciábamos ni con Cambress ni con el Archipiélago. Dalriadis,

Tortelen, Atek, Palatina y Ravenna, así como un par de primos de nuestra familia que actuarían como guías o anfitriones, eran los únicos presentes.

Tras una penosa aproximación, con las aletas arrastrándose a lo largo del muelle, la
Esmeralda
logró al fin detenerse con una de las portillas junto al puente del puerto. La brillante superficie de la manta mostraba notables signos de desgaste y me pregunté qué podría haber causado esos daños durante una tormenta en mar abierto, donde no había rocas ni ramas a la deriva.

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