La definitiva sublevación comenzó el 18 de diciembre de 1872, aunque ya unas semanas antes se levantaron partidas, como la del cura Santa Cruz, proclive a acciones violentas. Don Carlos nombró a Dorregaray comandante general. Y al proclamarse la República en febrero de 1873 la sublevación se generalizó. Aun con poco armamento y ninguna artillería, la sublevación se consolidó, en parte por la inoperancia del Gobierno ante la inestabilidad política, el levantamiento cantonal en Levante y la sublevación cubana.
En la batalla de Luchana, en la Nochebuena de 1836, Espartero levantó el sitio carlista de Bilbao, tras conseguir cruzar el río Asúa. Lit. Vallejo.
Dedicó Dorregaray los primeros meses a instalar al carlismo en el campo, recurriendo a la guerra de guerrillas. Rehuyó la batalla hasta la acción de Erául de mayo de 1873, que se saldó con triunfo de los carlistas, que en agosto tomaban Estella, una plaza importante militar y políticamente. Desde el 16 de julio Carlos VII estaba en el País Vasco.
La sublevación tenía ya un ejército de 24.000 hombres. El ejército liberal se encerró en San Sebastián, Tolosa, Irún, Bilbao, Portugalete, Vitoria y Pamplona. El carlismo controló y dirigió el territorio durante más de dos años. Su base administrativa fueron las Diputaciones Forales de las Vascongadas y la Junta Gubernativa de Navarra, que dispusieron levas obligatorias, organizaron los suministros, relanzaron la producción de armamento de Eibar y Placencia y financiaron la sublevación con impuestos y requisas a los liberales, estableciendo una agotadora fiscalidad.
En la batalla de Montejurra de noviembre resistieron a los liberales y, tras conquistar Tolosa, los carlistas decidieron sitiar Bilbao, el símbolo del liberalismo al que se enfrentaban. Su conquista les proporcionaría recursos económicos y quizás reconocimiento internacional, imprescindible para obtener apoyos financieros exteriores. Tras tomar Portugalete, en enero de 1874 los carlistas iniciaron el sitio de Bilbao, que resistió pese a los intensos bombardeos. El ejército liberal respondió entrando en Bizkaia desde Santander. Tras la cruenta batalla de Somorrostro el general Concha liberó Bilbao el 2 de mayo de 1874, tras 125 días de asedio.
El carlismo aún controlaba el territorio, tras fracasar el intento liberal de ocupar Estella, en una acción en la que murió Concha. Lo organizó como un Estado, con capital en Durango, un gobierno de tres ministerios (Guerra, Estado e Interior) y un Boletín Oficial; abrió la Universidad de Oñate, donde instaló una Casa de la Moneda y el Real Tribunal de Justicia. Pero la situación militar se había estancado. El sitio carlista de Pamplona duró varios meses sin avances sustanciales; y fracasó el bloqueo de Irún: 15.000 soldados llegados por mar a San Sebastián levantaron el cerco.
Restaurados los Borbones en la persona de Alfonso XII y sofocadas las sublevaciones cantonales, en 1875 el Gobierno canalizó recursos para el Ejército del Norte, que llegó a los 80.000 hombres, frente a unos 40.000 oponentes. Los liberales levantaron el sitio de Pamplona. Los carlistas aún triunfaron en Lacar, pero estaba ya claro que su victoria era imposible. El hostigamiento liberal fue minando la moral de los partidarios de Don Carlos. Llegaron las disensiones: varios generales se sucedieron en el mando, el propio Dorregaray llegó a ser procesado. El territorio carlista era ya un país cansado de una guerra sin futuro y exhausto por las contribuciones.
A fines de 1875 las tropas liberales iniciaron el ataque definitivo. Vencieron en Zumeltzu y avanzaron sobre Bizkaia y Navarra. El ejército carlista se desmoronó. El 27 de febrero de 1876 Carlos VII cruzaba la frontera. Marcharon 15.000 exiliados. La guerra terminó sin acuerdos. Ningún compromiso como el Convenio de Bergara ataba a los liberales.
Los carlistas abrieron la Universidad de Oñate instalando en ella una Casa de la Moneda y el Real Tribunal de Justicia.
Tras la derrota carlista se abolieron los fueros, pese a la oposición de los liberales vascos. Aducían que ellos eran fueristas, y que si se castigaba a los carlistas eliminando los fueros, también se les castigaba a ellos, que tanto habían sufrido durante la guerra. El pragmatismo de Cánovas dio una solución política al problema: optó por la abolición de los fueros, pero manteniendo una autonomía de las provincias vascas. El Gobierno buscaba así una base social en el País Vasco para el sistema de la Constitución de 1876. La burguesía vasca, liberal, insistía en la validez de la autonomía foral.
En el Parlamento los diputados y senadores vascos, liberales fueristas, defendieron unánime y contundentemente los fueros con argumentos históricos y politicos, en un debate en el que destacó el alavés Mateo Benigno de Moraza. No pudieron impedir la aprobación de la
Ley de 21 de julio de 1876.
Con ella, los fueros vascos quedaron suprimidos. La ley acababa con las exenciones militares y fiscales. Al mismo tiempo abría la posibilidad de un régimen excepcional. Nada se decía del autogobierno que podría subsistir, que se aplazaba a futuras conversaciones con representantes de las Vascongadas. En todo caso, si pervivía alguna autonomía provincial no sería en virtud de derechos históricos. Quedaba al arbitrio del Gobierno, cuya única obligación sería dar cuenta a las Cortes.
El acuerdo fue costoso, por el rechazo que tuvo en el País Vasco la ley del 21 de julio. Juntas y Diputaciones se negaron al principio a aceptar la nueva situación. Por fin, en la primavera del 77 a la decisión de las Juntas de Álava y Gipuzkoa de conversar con el Gobierno se unieron fueristas vizcaínos. Integraron una Diputación Provincial provisional (la Diputación Foral se había autodisuelto al no aceptar la ley abolitoria, siguiendo la línea del liberal Sagarmínaga) designada por el Ministro de Gobernación y compuesta por liberales que querían así salvar alguna autonomía.
De las negociaciones nació un nuevo régimen político-administrativo, el de los Conciertos Económicos. Se reguló por decreto el 28 de febrero de 1878, que establecía cómo el País Vasco contribuiría económicamente al Estado. No se aplicaría el régimen tributario común. Cada provincia pagaría un cupo negociado entre el Estado y las Diputaciones, y éstas recaudarían y fijarían los impuestos, que podrían ser diferentes a los del resto de España. Había cambiado la legitimidad de la autonomía fiscal, que ahora nacía de una concesión estatal, pero ésta se mantenía.
El Concierto se prorrogó en 1887, 1894, 1906 y 1925, variando los impuestos concertados y el montante del cupo. En base a la autonomía fiscal las Diputaciones ampliaron sus competencias administrativas, pues en 1878 se les reconoció a sus decisiones valor ejecutivo, la capacidad de crear arbitrios y el control de los Ayuntamientos, que les debían rendir cuentas.
Así, la
autonomía liberal
consolidó a las provincias vascas como marcos fiscales y administrativos autónomos. Las Diputaciones desarrollaron una actividad muy amplia: pactan con el Gobierno, establecen impuestos, emiten empréstitos, construyen carreteras y vías férreas, disponen de cuerpos armados, etc. Nunca estas instituciones habían tenido tanta autonomía. Ni unas Juntas Generales, ni un Gobierno, ni unas Cortes, ni un Tribunal de Cuentas fiscalizaba su actuación. Quienes dominaban las Diputaciones podían realizar sin cortapisas su política fiscal y administrativa. De otro lado, fueron designadas por el cuerpo electoral, no por las Juntas Generales. El sistema anterior permitía la hegemonía de la aristocracia rural; el nuevo favoreció a quienes controlaban las elecciones directas con los mecanismos caciquiles de la Restauración.
Este autogobierno carecía de una base jurídica sólida. Los soportes legales de la autonomía administrativa eran órdenes ministeriales, ambiguamente reconocida por las leyes. El autogobierno económico se reguló por Decretos gubernamentales, excepto en 1887, cuando se incluyó el Concierto en el Presupuesto estatal. La fragilidad conceptual de la
autonomía liberal
se aprecia también en la renovación de los conciertos. Las negociaciones no se ajustaban a ningún marco normativo: sus resultados dependían de la correlación de fuerzas del momento. No se fijaba el cupo a partir de un aparato estadístico, sino de estimaciones a veces arbitrarias.
Así, la autonomía
liberal
consolidó a las provincias vascas como marcos fiscales y adminsitrativos autónomos. Las Diputaciones desarrollaron una actividad muy amplia. aprovechando la nueva y amplia autonomía.
Los Conciertos supusieron una rebaja fiscal frente a otras provincias, por negociarse con valores subjetivos, al margen de situaciones concretas, y al establecerse el cupo para varios años, en los que la presión fiscal se estabilizaba mientras crecía en el resto de España. Hacia 1912 se calculaba en los impuestos concertados una
desgravación
entre el 50 % y el 60 %. No se concertaban todos los impuestos, por lo que también hubo en las provincias vascas una Hacienda estatal. No eran los principales ingresos, pero correspondían a áreas que el Estado consideró privativas: los productos del monopolio del tabaco, de la administración judicial o de las minas.
La autonomía administrativa no tuvo una definición precisa: ninguna ley enumeró o delimitó las competencias de las diputaciones, sólo reconocidas de forma vaga con la fórmula de que éstas mantendrían las atribuciones «que han venido ejercitando». En la práctica, la
autonomía liberal
de las Diputaciones nacía de su posibilidad de establecer cuadros fiscales y del control de los municipios, que en otras provincias ejercía al Estado, una atribución que se legitimaba apelando a la tradición foral, pero que hasta 1849 la habían tenido las autoridades delegadas de la monarquía.
Su escasa entidad jurídica minusvaloraba la
autonomía liberal.
Apenas se integraba en el sistema legislativo y su supervivencia dependía de la voluntad del Gobierno. Pero la ambigüedad permitió autonomías provinciales mucho mayores que las previstas por la Constitución de 1876.
La fiscalidad que aplicaron las Diputaciones se basó en los impuestos indirectos, especialmente en los que gravaban el consumo. Era la misma de la última etapa foral, pero las estructuras productivas habían cambiado, al menos en Bizkaia y Gipuzkoa, como consecuencia de la industrialización. Los nuevos grupos hegemónicos, que controlaron las diputaciones, pudieron, apelando a la tradición foral, desviar hacia la imposición indirecta la fiscalidad que hubiera correspondido a las actividades empresariales.