James Potter y la Encrucijada de los Mayores (57 page)

BOOK: James Potter y la Encrucijada de los Mayores
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Snape había escuchado este sorprendente discurso de Ralph con mirada acerada y un ceño fruncido. Cuando Ralph terminó, miró a los tres chicos en sucesión, y después soltó otro pesado suspiro.

—Estáis todos completamente locos —dijo secamente—. Todo esto es una estúpida y destructiva fantasía.

—¿Dónde está la Encrucijada de los Mayores? —preguntó James otra vez.

Snape le miró, sacudiendo la cabeza.

—Como ya he dicho, Potter, no sabes lo que estás pidiendo.

Zane habló sin temor.

—¿Por qué no?

—Porque la Encrucijada de los Mayores no es un lugar, señor Walker. Usted, más que nadie, debería haberlo reconocido. Si alguno hubiera estado prestando la más mínima atención durante los últimos meses, lo sabrían. La Encrucijada de los Mayores es un
evento
. Piense en ello un momento, señor Walker. Encrucijada de los
Mayores.

Zane parpadeó.

—Mayores —dijo pensativamente—. Espera un minuto. Así es como llamaban los astrónomos de la Edad Media a los signos astrales. Los planetas. Los llamaban los Mayores.

—Entonces la Encrucijada de los Mayores... —James se concentró, y después abrió los ojos al comprender—. ¡La alineación de los planetas! La Encrucijada de los Mayores es cuando todos los planetas se colocan en línea. ¡Entonces... marcan una Senda!

—La alineación de los planetas —estuvo de acuerdo Ralph con voz impresionada—. No es un lugar, es un momento.

Snape miró con dureza a los tres chicos.

—Es ambas cosas —dijo resignado—. Es el momento en que los planetas se alinean, y el lugar donde las tres reliquias de Merlinus Ambrosius se reúnen. Es dónde y cuándo el retorno de Merlín puede consumarse. Esas fueron sus condiciones. Y a menos que esté muy equivocado, si pretenden seguir adelante con este estúpido plan suyo, les queda menos de una semana.

Zane chasqueó los dedos.

—¡Por eso la reina vudú nos hacía repetirlo una y otra vez hasta calcular el momento exacto del alineamiento! ¡Dijo que sería una noche que nunca olvidaríamos y lo decía en serio! Es cuando tienen intención de reunir las reliquias.

—El Santuario Oculto —susurró James—. Lo harán allí. El trono ya está allí. —Los otros dos chicos asintieron. James se sentía de repente lleno de miedo y excitación. Miró al retrato de Severus Snape.

—Gracias.

—No me lo agradezcas. Acepta mi consejo. Si planeas seguir adelante con esto, no podré ayudarte. Nadie podrá. No seas tonto.

James retrocedió, apagó su varita y se la guardó en el bolsillo.

—Vamos. Marchémonos.

Snape observó como James consultaba el Mapa del Merodeador. No era el primer encuentro de Snape con el mapa. En una ocasión, éste le había insultado bastante descaradamente. Habiéndose asegurado de que Filch estaba todavía en su oficina, los tres se apiñaron bajo la Capa de Invisibilidad y atravesaron la puerta de la oficina de la directora hasta salir al vestíbulo. Snape consideró el despertar a Filch, que sabía estaba durmiendo en su oficina con media botella de whisky sobre el escritorio. Uno de los autorretratos de Snape residía en una escena de caza en la oficina de Filch, y Snape podría utilizar fácilmente la pintura para alertar a Filch de que los tres chicos estaban rondando a escondidas por los pasillos.

A regañadientes, optó por no hacerlo. Le gustara o no, tales trucos ya no le proporcionaban ningún placer. El fantasma de Cedric Diggory, al que Snape había reconocido antes que nadie, cerró la puerta tras los chicos y puso el cerrojo.

—Gracias, señor Diggory —dijo Snape tranquilamente, entre los ronquidos de las demás pinturas—. Siéntase libre de acompañarlos de vuelta a sus dormitorios. O no, no me importa mucho.

Cedric asintió hacia Snape. Snape sabía que al fantasma no le gustaba hablar con él. Algo en la idea de un fantasma hablando a una pintura parecía perturbar al muchacho. Ninguno de los dos técnicamente humanos ni acabados del todo, se figuraba Snape. Cedric se despidió a sí mismo y salió atravesando la puerta de madera cerrada.

Una de las pinturas que estaba cerca de Snape dejó de roncar.

—No es exactamente como su padre, ¿verdad? —dijo una voz anciana y pensativa.

Snape se recostó hacia atrás en su retrato.

—Solo se parece a él del peor de los modos. Es un Potter.

—¿Y ahora quién está haciendo juicios precipitados? —dijo la voz con un rastro de burla.

—No es un juicio precipitado. Le he estado observando. Es tan arrogante y estúpido como los demás que llevaron su apellido. No finjas que no lo ves.

—Veo que vino a pedirte ayuda.

Snape asintió a regañadientes.

—Uno solo puede esperar que ese instinto tenga oportunidad de madurar. Pidió ayuda solo cuando se le acabaron las demás opciones. Y, por si no lo has notado, en realidad no aceptó ninguno de mis consejos.

La voz anciana se quedó en silencio un momento, y después preguntó,

—¿Se lo contarás a Minerva?

—Tal vez —dijo Snape, considerándolo—. Tal vez no. Por ahora, haré lo que hago siempre. Observaré.

—¿Crees que hay alguna posibilidad de que él y sus amigos tengan éxito entonces?

Snape no respondió. Un minuto después, la voz anciana habló de nuevo.

—Está siendo manipulado. Y no lo sabe.

Snape asintió.

—Presumo que no servirá de nada decírselo.

—Probablemente tengas razón, Severus. Tienes instinto para estas cosas.

Snape replicó con mordacidad.

—Aprendí cuándo
no
contradecir al amo, Albus.

—Ciertamente, Severus. Ciertamente lo hiciste.

15. El espía Muggle

Martin J. Prescott era periodista. Siempre pensando en la palabra, como si esta pudiera dar beneficios. Para Martin, ser periodista era algo más que un trabajo. Era su identidad. No era sólo otra cara leyendo del teleprompter, o el próximo nombre con fecha de caducidad u otro nombre a olvidar próximamente. Era lo que los productores, en estos tiempos de noticias veinticuatro horas, llamaban “una personalidad”. Enfatizaba las noticias. Las enmarcaba. Les daba color. No de forma negativa, o así lo creía firmemente. Simplemente añadía ese punto sutil que convertía las noticias en
Noticias
, en otras palabras, algo que la gente podrían querer leer o mirar. En primer lugar, Martin J. Prescott, tenía el aspecto adecuado. Vestía camisas con botones con pantalones vaqueros. Y normalmente lleva las mangas un poco enrolladas. Si lleva corbata, era invariablemente de un estilo impecable, pero un poquito floja, lo suficiente como para decir “sí, he estado trabajando extremadamente duro, pero respeto lo suficiente a mis telespectadores como para mantener un cierto grado de profesionalidad”. Martin era delgado, de aspecto juvenil pero de edad desconocida, con afilados y atractivos rasgos y un cabello muy oscuro que siembre parecía azotado por el viento y fabuloso. Pero, como Martin decía orgulloso a sus espectadores durante los ocasionales almuerzos en el Club de Prensa, su apariencia no le convertía en un periodista, era su intuición para las personas y las noticias. Sabía como conectar las unas con las otras de forma que produjeran la mayor sacudida.

Pero lo último que hacía de Martin J. Prescott un periodista, era que amaba la noticia. Donde otras caras nuevas bien pagadas y atractivas querían montar un equipo de seguidores que salieran a recopilar metraje y filmar entrevistas mientras ellos mismos se quedaban acurrucados en sus camerinos leyendo las estadísticas, Martin se sentía orgulloso de sí mismo por hacer todas sus salidas e investigaciones. La verdad era que Martin disfrutaba del periodismo, pero lo que amaba por encima de todo era la caza. Ser miembro de la prensa era como ser cazador, solo que el primero apuntaba con el objetivo de una cámara y no con un arma. A Martin le gustaba acechar a su presa por sí mismo. Se deleitaba en la persecución, en las secuencias borrosas salidas de una cámara de mano, los gritos, las preguntas perfectamente programadas, las largas persecuciones policiales en las puertas traseras de los juzgados o en sospechosas habitaciones de hotel. Martin lo hacía todo él mismo, normalmente solo, a menudo filmando en el propio lugar, proporcionando a sus espectadores excitantes momentos de alta tensión y confrontación. Nadie más hacía lo que él, y eso le había hecho famoso.

Martin tenía, como decían de los mejores periodistas, olfato para las noticias. Y su olfato le decía que la historia que estaba persiguiendo en este momento, si tenía éxito, si podía simplemente proporcionar el metraje auténtico y sin adulterar, sería posiblemente la historia de su vida. Incluso ahora, agachado entre los arbustos y malas hierbas, sucio y cubierto por dos días de sudor, con su fabuloso cabello grasiento, enmarañado y lleno de ramitas y hojas, incluso después de todos esos contratiempos y fracasos, todavía presentía que ésta era la historia que cimentaría su carrera. De hecho, cuanto más duro trabajaba en ella, más tenazmente la perseguía. Incluso después del fantasma. Incluso después de ser empujado de una patada a través de la ventana de un tercer piso por un crío homicida. Incluso después de ese horroroso roce con la araña gigante. Martin veía los contratiempos como pruebas de valor. Cuanto más duros eran, más valor le daba a la persecución. Le proporcionaba una sombría satisfacción saber que, si simplemente hubiera contratado a un equipo de investigadores, se habrían vuelto atrás hacía meses, cuando se hubieran topado por primera vez con la extraña y mágica resistencia del lugar, sin el más mínimo rastro de historia. Esta era la clase de historia que únicamente podía contar él. Esto, se dijo a sí mismo con satisfacción, era material para la cabecera del telediario. No más reportajes de campo. No más segmentos de interés especial. Si esto funcionaba, Martin J. Prescott sería capaz de pavimentar su propio camino a cualquiera de las mejores salas de redacción del país. Pero, ¿por qué detenerse ahí? Con esto bajo el brazo podía ser el presentador principal en cualquier parte del mundo, ¿no?

Pero no, se dijo a sí mismo. Uno no debía pensar en ese tipo de cosas ahora. Tenía un trabajo que hacer. Un difícil y extraordinariamente agotador trabajo que hacer, pero Martin sentía placer al comprender que lo peor ya había pasado. Después de meses de conspirar y organizar, planear y observar, finalmente había llegado el momento de la gran recompensa, del pago inmediato de todas las apuestas. Concedido, si esta última fase de la caza no salía exactamente según lo planeado, volvería sin nada. Había sido incapaz de conseguir algún material utilizable y convincente por sí mismo, excepto por el video de la cámara portátil de la increíble competición voladora de unos meses atrás. Podría haber sido suficiente, pero incluso eso se había perdido, sacrificado —¡a regañadientes!— a la araña gigante durante su huida a través del bosque. No se revolcaría en sus fracasos. No, eso no serviría de nada. Todo iría según lo planeado. Debía hacerlo. Él era Martin J. Prescott.

Todavía agachado en el perímetro del bosque, Martin comprobó las conexiones de su teléfono móvil. La mayor parte del equipo de campo se había ido completamente a paseo desde que entró en el bosque. Su portátil raramente funcionaba, y cuando lo hacía, exhibía un extraño comportamiento. La noche anterior, había estado intentado usarlo para acceder al ordenador de su oficina cuando la pantalla de repente se volvió de color rosa y comenzó a mostrar la letra de una canción soez sobre erizos. Afortunadamente, su cámara y su teléfono móvil habían funcionado relativamente bien hasta el incidente con la araña. Su teléfono era casi todo lo que le quedaba ahora, y a pesar del hecho de que la pantalla mostraba una extraña mezcla de números, símbolos de exclamación y jeroglíficos, parecía mantener la cobertura. Satisfecho, Martin habló.

—Estoy acurrucado fuera del castillo en este momento, escondido al amparo del bosque que ha sido mi hogar ocasional durante estos agotadores meses. Hasta ahora, simplemente he estado observando, cuidando de no molestar en lo que parecía ser únicamente una escuela en el campo o una casa de huéspedes, a pesar de los informes de mis fuentes. Aún así, confiaba en que el tiempo finalmente trabajaría a mi favor. Si mis fuentes se equivocan, esto simplemente se saldará con el asombro y buen humor acostumbrado en el ámbito rural escocés. Sin embargo, si mis fuentes están en lo cierto, tal y como sospecho basándome en mis inexplicables experiencias, entonces puede ser que esté caminando hacia mi propia destrucción. Estoy de pie ahora. Es de mañana, casi las nueve en punto, pero no puedo ver signos de nadie. Estoy abandonando la seguridad de mi escondite. Estoy entrando en los terrenos.

Martin se arrastró cuidadosamente alrededor de los límites de la desvencijada cabaña que había en las inmediaciones del bosque. El enorme hombre peludo que a menudo entraba y salía de la cabaña no estaba a la vista. Martin se enderezó, decidido a ser atrevido en su aproximación inicial. Empezó a cruzar el césped pulcramente recortado que había entre la cabaña y el castillo. En realidad, no creía estar en grave peligro. Tenía la innata sensación de que los mayores peligros estaban a su espalda, en ese espeluznante y misterioso bosque. Había acampado de hecho en los alrededores de ese bosque, lejos, en el lado opuesto al castillo, donde los árboles parecían bastante más normales y había ruidos menos inquietantes por la noche. Aún así, sus viajes de acá para allá a través de las partes más densas de ese bosque habían sido extraños, por decir poco. Aparte de la araña, de la que solo había escapado por pura suerte, no había visto nada en realidad. En cierto sentido, creía que podría haber sido mejor así. Una monstruosidad conocida, como la araña, era mucho más fácil de aceptar que los fantasmas desconocidos conjurados por la imaginación de Martin en respuesta a los extraños ruidos que había oído durante esas largas caminatas por el bosque. Le habían seguido a escondidas, lo sabía. Cosas grandes, cosas pesadas, le habían seguido, y también había presentido que, al contrario que la araña, eran inteligentes. Puede que fueran hostiles, pero indudablemente eran curiosos. Martin casi se había atrevido a llamarlos, exigiéndoles que se revelaran a sí mismos. Finalmente, recordando a la araña, había decidido que, después de todo, quizás un monstruo invisible que se mostraba meramente curioso, era mejor que un monstruo visible que se sintiera provocado.

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