James Potter y la Encrucijada de los Mayores (58 page)

BOOK: James Potter y la Encrucijada de los Mayores
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—El castillo, como ya he mencionado, es sin duda enorme —dijo Martin al pequeño micrófono fijado en su solapa. El micro estaba conectado al móvil de su cintura—. He viajado mucho por este continente y he visto gran variedad de castillos, pero nunca había visto nada tan simultáneamente antiguo y aún así inmaculadamente conservado. Las ventanas, aparte de la que me vi forzado a atravesar hace meses, son hermosamente robustas y coloridas. La piedra no muestra ni una grieta... —Eso no era enteramente cierto, pero se acercaba bastante—. Es un hermoso día de primavera, afortunadamente. Despejado y relativamente cálido. No me estoy ocultando en absoluto mientras me aproximo a las enormes verjas, que están abiertas. Hay... parece haber algún tipo de reunión a mi derecha, en una especie de campo... no... No puedo verlo bien, pero parece como si estuvieran jugando al fútbol. No puedo decir que me esperara esto. No parecen estar prestándome ninguna atención. Continúo atravesando las verjas.

Cuando Martin traspasó las verjas, finalmente se hizo notar. Desaceleró, manteniendo todavía un curso firme hacia adelante. Su objetivo era simplemente llegar tan cerca del castillo como fuera posible. Había dejado su cámara atrás a propósito. Las cámaras, en casi todas las circunstancias, incitaban a la resistencia. La gente que llevaba cámaras era expulsada de los lugares. Alguien que simplemente entraba en un lugar, caminando confiadamente y con determinación, podía ser mirado con curiosidad, pero normalmente no se le detenía. Al menos, no hasta que era demasiado tarde. El patio estaba punteado de jóvenes que se movían de acá para allá en grupos. Vestían túnicas negras sobre camisas blancas y corbatas. Muchos llevaban mochilas o libros. El que estaba más cerca de Martin se giró para mirarle, más que nada por curiosidad.

—Veo... veo lo que sorprendentemente parecen ser... estudiantes —dijo Martin quedamente a su micro, deslizándose entre los estudiantes mientras atravesaba el patio—. Jóvenes con túnicas, todos en edad escolar. Parecen sorprendidos por mi presencia, pero no hostiles. De hecho, ahora que me aproximo a la entrada del propio castillo, parece que he llamado la atención de virtualmente todo el mundo. Perdone.

Esto último había sido dicho a Ted Lupin, que acababa de aparecer en el umbral con Noah Metzker y Sabrina Hildegart. Los tres se detuvieron instantáneamente cuando el extraño hombre de la camisa blanca y la corbata floja pasó entre ellos. La pluma del pelo de Sabrina revoloteó cuando se giró para observarle.

—¿A qué está hablándole? —dijo Ted.

—¿Y quién demonios es? —añadió Sabrina. El trío se giró en el umbral, observando como el hombre se abría paso cuidadosamente a través del vestíbulo de entrada. Los estudiantes le abrían paso, reconociendo inmediatamente que este hombre estaba bastante fuera de lugar. Aún así, nadie parecía particularmente alarmado. Había incluso unas pocas sonrisas asombradas. Martin seguía hablando a su micrófono.

—Más y más cada vez de lo que, por ahora, debo llamar estudiantes. Hay docenas de ellos a mí alrededor en este momento. Estoy avanzando a través de una especie de salón principal. Hay... lámparas de araña, grandes umbrales. Estatuas. Cuadros. Los cuadros... los cuadros... los cuadros... —Por primera vez, Martin parecía haberse quedado sin palabras. Olvidó a los estudiantes reunidos alrededor, observándole, mientras daba dos pasos hacia uno de los cuadros más grandes alineados en el vestíbulo de entrada. En la pintura, un grupo de ancianos magos estaban apiñados alrededor de una bola de cristal, con las barbas blancas iluminadas por su brillo. Uno de los magos advirtió al hombre de la camisa blanca y la corbata que les miraba fijamente. Se enderezó y frunció el ceño.

—No llevas uniforme, jovencito —exclamó el mago severamente—. Estás hecho un desastre. Me atrevo a decir que tienes una hoja en el pelo.

—Los pinturas... las pinturas están... —dijo Martin, su voz era un octavo más alta de lo normal. Tosió y se recompuso—. Las pinturas se están moviendo. Son... a falta de un mejor término, como películas pintadas, pero vivas. Ellas... se dirigen a mí.

—Me dirijo a mis iguales, joven —dijo el mago—. A los que son como tú les doy
órdenes
. Fuera, rufián.

Hubo un ligero estallido de risas proveniente de la multitud de estudiantes, pero también se palpaba una creciente sensación de nerviosismo. Nadie se sorprendía por los cuadros en movimiento. Este hombre o era un mago excéntrico o era... bueno, eso era inconcebible. Un muggle no podía entrar en Hogwarts. Los estudiantes formaron un gran círculo a su alrededor, como si fuera un animal levemente peligroso.

—Los estudiantes me han rodeado —dijo Martin, girando, con los ojos abiertos—. Sin embargo voy a intentar romper la barrera. Debo adentrarme más en el interior.

Cuando Martin procedió, el perímetro de estudiantes se apartó fácilmente, siguiéndole. Había un murmullo ahora. Una charla nerviosa seguía al hombre, y éste comenzó a alzar la voz.

—Estoy entrando en una gran estancia. Bastante alta. He estado aquí antes, pero tarde en la noche, en la oscuridad. Sí, este es el vestíbulo de las escaleras móviles. Muy traicioneras. Notable el trabajo mecánico aquí, y ni siquiera suena la maquinaria en absoluto.

—¿Qué está diciendo de maquinaria? —gritó alguien entre la multitud de estudiantes—. ¿Quién es este tipo de todos modos? ¿Qué está haciendo aquí? —Hubo un coro de confusas respuestas.

Martin siguió adelante, alejándose de las escaleras, casi gritando ahora.

—Mi presencia está empezando a causar resistencia. Puedo ser detenido en cualquier momento. Estoy... pasando las escaleras.

Martin dobló una esquina y se encontró en medio de un grupo de estudiantes que jugaban a Winkles y Augers en una alcoba bien iluminada. Se detuvo de repente, respingando hacia atrás cuando el auger, una vieja quaffle, se detuvo a tres centímetros de su cara, flotando y girando lentamente.

—Eh, ¿qué crees que estás haciendo metiéndote justo en medio de una partida, idiota? —gritó uno de los jugadores, tirando de su varita y recuperando la quaffle—. Es peligroso. Tienes que tener más cuidado.

—¡Haciendo volar... cosas! —chilló Martin, enderezándose y alisándose la camisa frenéticamente—. Yo... varitas. ¡Auténticas varitas mágicas y levitando objetos! ¡Esto es perfectamente visible! ¡Nunca había visto…!

—Pero bueno —dijo bruscamente otro de los jugadores de Winkles y Augers—. ¿quién es este? ¿Qué le pasa?

Otro gritó.

—¿Quién le ha dejado entrar! ¡Es un muggle! ¡Tiene que serlo!

—¡Es el hombre del campo de Quidditch! ¡El intruso!

La muchedumbre comenzó a chillar y empujar. Martin se agachó pasando a los jugadores de Winkles y Augers, perdiendo a algunos de sus perseguidores.

—Me adentro aún más. Pasillos que conducen a todos lados. Hay... er., por lo que puedo ver, un montón de aulas. Estoy entrando en la primera...

Irrumpió en la primera aula de la derecha, seguido por una marea de confusos y gritones estudiantes. La habitación era larga y silenciosa. Los estudiantes que asistían a la clase se giraron en sus asientos, buscando la fuente de la interrupción.

—Relativamente normal, al parecer, en la superficie, al menos —chilló Martin sobre el creciente estrépito, examinando la habitación—. Estudiantes, libros de texto, un profesor de algún tipo, que... que, que... queeeee...

Una vez más la voz de Martin se alzó y pareció perder el control de ella. Los ojos se le saltaron de sus órbitas y se quedó sin aliento. Su boca continuaba trabajando, produciendo roncos y ásperos sonidos. En la parte delantera de la clase, el fantasmal profesor Binns, cuyo asidero en el reino de lo temporal era tentativo en el mejor de los casos, no había notado aún la interrupción. Seguía dando la tabarra, con su voz alta y tintineante, como el viento en una botella. El profesor finalmente notó la figura jadeante de Martin J. Prescott y se detuvo, frunciendo el ceño.

—¿Quién es este individuo, si se me permite preguntar? —dijo Binns, espiando sobre sus gafas fantasmales.

Martin finalmente tragó una bocanada de aire.

—¡Un fantasmaaaaaaa! —declaró trémulamente, señalando a Binns. Comenzó a tambalearse. Justo cuando los estudiantes que estaban cerca de la puerta fueron empujados rudamente a un lado por las figuras del profesor Longbotton y la directora McGonagall franqueados por Ted y Sabrina, Martin cayó desmayado. Aterrizó con fuerza, atravesado sobre dos escritorios en la parte de atrás del aula. Los estudiantes que ocupaban esos escritorios alzaron las manos, apresurándose a quitarse de en medio. Una botella de tinta cayó al suelo y se rompió en pedazos.

La directora McGonagall se aproximó al hombre velozmente y se detuvo a pocos pasos.

—¿Puede alguien informarme de quién es este hombre —dijo con una voz estridente—, y qué está haciendo desmayándose en mi escuela?

James Potter empujó con los hombros para abrirse paso hasta el frente de la muchedumbre. Miró al hombre derrumbado sobre los escritorios. Suspiró profundamente y dijo:

—Creo que yo puedo, señora.

Quince minutos después, James, McGonagall, Neville Longbotton y Benjamin Franklyn irrumpieron en la oficina de la directora, con Martin Prescott tropezando entre ellos. Martin había recuperado la consciencia a medio camino, e instantáneamente había chillado de horror al comprender que estaba siendo levitado a lo largo del pasillo por Neville. Neville, a su vez, se había sobresaltado tanto ante el grito de Martin que casi le había dejado caer, pero se había recobrado a tiempo para bajar gentilmente al hombre al suelo. A excepción de la explicación de James de que el intruso era el mismo hombre al que accidentalmente había pateado haciéndole atravesar la cristalera y al que después había visto en el campo de Quidditch, el viaje a la oficina de la directora había discurrido con muy poca conversación. Una vez la puerta de la oficina se cerró tras ellos, McGonagall tomó la palabra.

—Solo quiero saber quién es usted, por qué está aquí, y lo que es más importante, cómo se las arregló para entrar —dijo furiosamente, colocándose tras su escritorio pero aún en posición vertical—. Una vez hayamos resuelto eso, será despachado sin dilación, y sin el más ligero vislumbre de algún recuerdo de lo que ha visto, puedo prometérselo. Ahora hable.

Martin tragó y miró alrededor, a la asamblea. Vio a James e hizo una mueca, recordando los cristales y la caída enfermiza que siguió. Tomó un profundo aliento.

—Lo primero de todo, mi nombre es Martin J. Prescott. Trabajo para un programa de noticias llamado
Desde dentro
. Y segundo —dijo, fijando su mirada en la directora—, he resultado herido en estos terrenos. No deseo hacer de esto una cuestión legal, pero debe ser consciente de que estoy en todo mi derecho de pedir compensación por esas lesiones. Y no sé por qué, pero tengo la impresión de que este establecimiento no está
asegurado
, precisamente.

—¿Cómo se atreve? —exclamó McGonagall, inclinándose sobre el escritorio y mirando a Martin a los ojos—. Ha entrado usted por la fuerza en este castillo, irrumpiendo donde ni el derecho ni el entendimiento deberían haberle llevado... —Sacudió la cabeza, y después siguió en voz más baja—. No picaré con amenazas. Obviamente es de origen muggle, así que mostraré una mínima cantidad de paciencia con usted. Conteste a mis preguntas voluntariamente, o estaré encantada de recurrir a métodos de interrogatorio más agresivos.

—Ah —dijo Martin, intentando sonar convincente a pesar del hecho de que temblaba visiblemente—. Debe estar usted pensando en algo en la línea de esto. —Metió la mano en su bolsillo y sacó un pequeño vial. James lo reconoció como uno de los que había visto en la mano del hombre cuando le había encontrado en el armario de Pociones—. Sí. Veo por sus caras que saben lo que es. A mí me llevó un tiempo averiguarlo.
Verita-serum
, de hecho. Puse dos gotas en el té de un compañero de trabajo y no pude lograr que se callara en dos horas. Descubrí cosas de él que espero vivir para olvidar, les diré.

—¿Probó una poción desconocida con una persona desprevenida? —interrumpió Franklyn.

—Bueno, tenía que saber qué era, ¿no? No creí que dos gotas pudieran hacer daño a nadie. —Se encogió de hombros y alzó de nuevo el frasco, mirándolo a contraluz—. Suero de la verdad. Si fuera peligroso, no lo guardarían ahí en el estante, donde cualquiera podría cogerlo.

La cara de McGonagall estaba blanca de furia.

—Entre estas paredes, confiamos en la disciplina y el respeto en vez de en rejas y llaves. Su amigo tiene suerte de que no diera usted con un frasco de narglespike o savia de tharff.

—No intente intimidarme —dijo Martin, obviamente bastante intimidado a pesar de sí mismo—. Solo quería demostrarles que conozco sus trucos. Les he estado observando y estudiando desde hace algún tiempo. No me convencerán para beber ninguna de sus pociones, ni me realizarán ningún truco de lavado de cerebro. Responderé a sus preguntas, pero solo porque espero alguna respuesta a las mías a su vez.

Neville manoseaba su varita.

—¿Y por qué, pregunto, cree que no le desmemorizaremos, borrando todo recuerdo de este lugar, y le dejaremos después en el puesto de peaje más cercano?

Martin se palmeó el diminuto micrófono de la solapa.

—Este es el por qué. Mi voz, y todo lo que están diciendo, está siendo enviado a través de mi teléfono al ordenador de mi oficina. Todo está siendo grabado. En un pequeño pueblo a tres kilómetros de aquí hay un equipo de filmación y un grupo de expertos en una amplia variedad de campos a los que he pedido que me ayuden en mi investigación.

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