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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los romanos en Hispania (10 page)

BOOK: La aventura de los romanos en Hispania
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En este episodio queda plasmado un combate singular entre un guerrero vacceo y Escipión Emiliano. Según se dice, el celtíbero se engalanó con su mejor traje de guerra y, a lomos de un magnífico caballo, salió de Intercatia para retar a los gerifaltes romanos. Éstos, algo tensos, desestimaron el torneo, mientras el vacceo se reía de ellos en sus mismas narices, insultándolos hasta la humillación. Desde las murallas, los compañeros del guerrero levantaron sus armas en actitud desafiante. Suponía, desde luego, una victoria moral para los habitantes intercatenses. En eso Escipión dio un paso al frente y aceptó la lucha con el osado celtíbero. El duelo duró largos minutos, en los que los contendientes lucharon denodadamente. Pero ese día la fortuna sonrió al joven romano y de un certero tajo acabó con el valiente vacceo. Esta gesta concedió a Escipión un crédito inmejorable ante los celtíberos y le permitió hablarles en confianza suficiente como para firmar algunos tratados de paz.

Lúculo ordenó levantar el campamento y las tropas bajo sus órdenes marcharon hacia Pallentia (Palencia),la ciudad más importante de los vacceos, con el propósito de tomarla, aunque el invierno ya había hecho acto de presencia y la operación se tuvo que desestimar. La campaña de ese año dejaba un resultado poco honroso para los intereses de Roma. Los soldados desplazados a la Península se acuartelaron en la Turdetania, dispuestos a pasar los meses invernales.

Lúculo terminaba su mandato con poco o nada en sus alforjas. Él, por su cuenta, había iniciado una guerra estéril. Los celtíberos seguían acogidos a los acuerdos firmados con Claudio Marcelo, y sus principales ciudades, salvo Cauca, se mantenían pertrechadas y a salvo.

Camino de Numancia

Los siguientes años fueron de relativa paz. Las fuentes documentales ofrecen muy pocos datos sobre el período que va de 151 a.C. a 143 a.C., lo que induce a pensar que los tratados de Claudio Marcelo fueron más o menos respetados. Sin embargo, en el año 143 a.C. se reanudaron las acciones bélicas romanas sobre Celtiberia. En ese tiempo fue elegido Quinto Cecilio Mételo, general glorificado en las campañas de Grecia, donde se hizo merecedor del sobrenombre «el Macedónico». Al mando de 30.000 infantes y 2.000 jinetes, rompió hostilidades con el objetivo de aplastar definitivamente la resistencia de los pueblos celtíberos. Sus primeras incursiones se encaminaron hacia las ciudades de los titos y belos, principalmente Centobriga. Allí tuvo que desistir del inminente asalto al comprobar cómo los centobrigenses situaban varios rehenes en sus murallas, listos para recibir el impacto de los proyectiles de las catapultas. Estos prisioneros eran hijos de algunos caudillos tribales aliados del ejército romano, y exponerlos a una muerte segura provocaría la deserción en masa de esas tropas auxiliares tan necesarias para la campaña.

La prudencia de Mételo fue valorada por los celtíberos afines a Roma y en adelante se pudo contar con su inestimable colaboración. Meses después, las legiones se lanzaban sobre Contrebia, importante plaza de los lusones. En este caso Mételo sufrió con vergüenza la deserción cobarde de cinco cohortes a las que se había encargado la vanguardia del ataque contra la ciudad. La traición sufrida le obligó a levantar el sitio, simulando un repliegue táctico. La treta militar engañó a los confiados defensores y semanas más tarde las tropas romanas regresaron por sorpresa y, sin contemplaciones, conquistaron la urbe.

El terreno quedó franco para que Mételo y sus hombres asumieran una definitiva ofensiva sobre Numancia, reducto fundamental para las tribus celtíberas. No obstante, los romanos se entretuvieron en demasía en diversas refriegas por tierras vacceas y, para cuando quisieron asediar Numancia, el mandato de Mételo ya había expirado, lo que le obligaba a regresar a Roma para rendir cuentas sobre la marcha de la guerra.

El elegido para sucederle en Hispania fue Quinto Pompeyo, un hombre poco experimentado en el combate. Una vez en la Península se dirigió a Numancia directamente, dispuesto a rematar la faena de su predecesor. Pompeyo estableció su campamento en el cerro Castillejo, como anteriormente lo había hecho Nobilior. Pero los numantinos, muy experimentados tras sus constantes luchas con Roma, supieron plantearle una suerte de enfrentamientos que a la postre lo debilitaron, sin que pudiera ofrecer más batalla. La previsible consecuencia fue una poco honrosa retirada después de haber sufrido tantas bajas.

Estos reveses continuados de los romanos frente a Numancia ensalzaron la leyenda de una ciudad que cada vez parecía más grande y fantasmagórica ante los ojos atónitos del Senado romano y, sobre todo, de la plebe, principal sufridora de las derrotas en Hispania. No en vano la guerra de Numancia fue el germen donde se incubaron las famosas luchas civiles que asolaron la república romana y que se concretaron años más tarde con la sanguinaria dictadura de Sila.

Pompeyo, en vista de su fracaso ante Numancia, intentó atacar a la desesperada a la vecina Termancia (Santa María de Tiermes), ciudad de disposición semejante a la anterior y que servía también de refugio a las tribus de la zona.

Como vemos, la Celtiberia carecía de un mando único que le diera fortaleza frente a los romanos. Por otra parte, cada ciudad amurallada constituía un obstáculo para los ejércitos romanos, y su conquista podía paralizar año tras año las campañas de los latinos, los cuales, si querían dominar el extenso territorio celtíbero, debían tomar una a una las plazas inexpugnables de las tribus del interior peninsular.

Hasta entonces, los ejércitos romanos estaban acostumbrados a la batalla en campo abierto, un contendiente frente a otro, y que la fuerza decidiera quién debía vencer. Ahora las legiones tenían que combatir con grupos de guerrilleros que les atacaban de improviso, protegidos por el manto de la noche, en emboscadas, en pasos traicioneros, un auténtico infierno poblado por demonios dispuestos a defender su libertad hasta las últimas consecuencias, y si todo fallaba quedaban sus ciudades, bastiones que sus habitantes defendían con heroísmo sublime. A eso se tenían que enfrentar los soldados romanos, y es incuestionable que muchos ciudadanos se negaran a participar en las expediciones a Hispania.

Pompeyo, con la moral muy baja, tuvo que desistir también de la toma de Termancia, y se retiró a invernar a Valentia (Valencia), donde esperó pacientemente a su sucesor, que ese año no llegó, con lo que tuvo que asumir forzosamente una nueva campaña contra Numancia, ciudad que empezó a odiar por motivos evidentes. En esta ocasión trató de circunvalar la plaza, para aislarla de los refuerzos exteriores. A pesar de sus constantes esfuerzos, nada se pudo hacer, por los continuos ataques numantinos, que terminaron por desbaratar las operaciones de asedio romanas. Pompeyo vio cómo otro invierno caía sobre él y sus hombres y, una vez más, tuvo que ordenar la retirada hacia Levante, mientras pactaba secretamente con las tribus aborígenes que le salían al paso.

Esta treta seguramente salvó su vida, y en la primavera de 139 a.C. entregaba lo que le quedaba de ejército a Marco Popilio Lenas, un cónsul que como los anteriores también fracasó ante la combatividad de los guerreros celtíberos. Popilio devastó, para variar, los territorios vacceos, y se retiró para la invernada a Cartago Nova. Lo de 137 a.C. fue todavía más nefasto para el honor de Roma; en esta ocasión fue enviado a Hispania el cónsul Cayo Hostilio Mancino, que como siempre condujo sus legiones hacia el eterno asedio de Numancia. Por desgracia para el infortunado mandatario, corrió el rumor entre sus tropas de que bandas de guerreros cántabros y vacceos venían en auxilio de sus hermanos y aliados. El temor a ser derrotado provocó que el cónsul ordenara la retirada hacia el Valle del Ebro. Este inesperado repliegue dio alas a los numantinos, los cuales salieron persiguiendo al ejército romano hasta encerrarlo en un lugar llamado Torre Tartajo, muy cercano a Renivelas. El pánico hizo presa en los soldados de Roma, al verse rodeados por miles de bravos celtíberos dispuestos a una más que segura masacre. Sin embargo, los numantinos, posiblemente muy hartos de tanto asedio, ofrecieron una paz en igualdad al perplejo Hostilio, quien firmó sin más todo lo propuesto por los nativos. En ese hipotético acuerdo se concedía a Numancia un
feudo (foedus aequum)
por el que se reconocía la independencia de la ciudad, mientras que los numantinos hacían lo propio con las conquistas romanas en la península Ibérica. Un pacto, en definitiva, que proclamaba el
statu quo
entre Roma y Numancia. Tras la firma, los aborígenes dejaron marchar a los vencidos romanos. Según cuenta la leyenda, estos últimos tuvieron que pasar bajo un yugo como acto de sumisión, para regocijo de los nativos. Este hecho hubiese sido inasumible unos años antes para cualquier general romano. Empero, Hostilio debía apreciar mucho su vida y no le importó ajustar cuantos tratos le propusieron con tal de poder escapar ileso a Roma. Una vez allí expuso sus argumentos con escaso éxito; el Senado romano consideró un ultraje lo realizado por el cónsul cobarde y rechazó cualquier acuerdo firmado por él. Para mayor constatación de esta repulsa, ordenó a Mancino que se entregara a los numantinos, como signo evidente de que se aceptaba una derrota y no una rendición. Y así se hizo, en un capítulo curioso de nuestra historia: Cayo Hostilio Mancino fue enviado desnudo y con las manos atadas a las puertas de Numancia. Permaneció de esa guisa un día completo ante el estupor de los celtíberos, los cuales no quisieron saber nada de aquel personaje. De regreso a Roma, el deshonrado cónsul perdió la ciudadanía, recuperándola años más tarde para convertirse en pretor. Él mismo levantó una estatua que lo representaba desnudo, en recuerdo del día más difícil y frío de su vida; desde luego, fue algo digno de ser perpetuado.

La resistencia final

Numancia se mantenía intacta ante los frustrados ataques romanos; uno tras otro, los ejércitos consulares se estrellaban en sus muros sin obtener ningún resultado. El asedio a la plaza había supuesto miles de muertos para Roma y en 137 a.C. se bordeó el ridículo con la actuación miserable de Hostilio.

En los tres años siguientes, los cónsules Lépido, Filón y Pisón poco o nada pudieron hacer, bien por el acuerdo de paz establecido o por su propia incapacidad militar. Sin embargo, en 134 a.C. la situación dio un giro espectacular. En ese momento el Senado romano entendió que la guerra contra los celtíberos debía terminar de forma inmediata. El problema ya duraba veinte años y las tropas romanas sólo habían obtenido sinsabores, derrotas y humillaciones a cambio de escasos avances por el interior de Hispania.

Era el momento de elegir un general cualificado para el mando y el combate; el hombre perfecto estaba disponible: su nombre, Escipión Emiliano —el destructor de Cartago—, llamado «el segundo Africano» como recuerdo de su pariente. El único inconveniente legal para este nombramiento lo constituía que Escipión había sido cónsul en una ocasión en los diez años anteriores, plazo fijado que establecían las leyes para evitar la corrupción del poder. No obstante, la situación crítica provocada por el asunto numantino facilitó que senadores y legisladores aprobaran una excepción de las normas impuestas, y, gracias a eso, un nuevo Escipión acudía a Hispania para resolver el endémico problema. A pesar de la euforia levantada en Roma por este nombramiento, no faltaron envidiosos ante la creciente popularidad del flamante cónsul. Éstos supieron calentar los foros de discusión y lograron que Escipión, incomprensiblemente, marchara a la guerra sin un ejército consular que lo respaldara. Lo único que se permitió fue que el general reclutara por sus propios medios una
cohors amicorum
, esto es, una legión privada compuesta por voluntarios, amigos y clientes familiares, en total unos 4.000 hombres. Entre ellos no faltaban insignes personajes de la vida romana, como el historiador Polibio, el futuro cónsul Mario o el poeta Lucilio.

La dotación económica necesaria se consiguió gracias a la generosa aportación de algunos reyes asiáticos como Antioco Sidetes o Atalo III de Pérgamo.

En la primavera de ese año, la tropa, muy motivada, paseó sus insignias de combate sobre el territorio hispano. Se estaba gestando uno de los capítulos más famosos de la historia de España.

Lo que se encontró Escipión en Hispania no fue muy agradable: miles de legionarios abandonados a la molicie; cuarteles que más bien parecían bazares por la cantidad de mercaderes, prostitutas y marginados que se habían acomodado en ellos ante la pasividad de los oficiales. Un paisaje desalentador que hubiese desanimado a cualquiera. Menos al heroico cónsul, que sin perder un minuto se empleó en la tarea de dar lustre a ese ejército tan desentrenado.

Durante semanas, los campamentos romanos de la Citerior fueron un foco de actividad intensa; se desalojó a los civiles, mientras los soldados realizaban incesantes maniobras que terminaron por ponerlos en forma. Escipión impuso rigor en el régimen de comidas y ordenó algunos ataques sobre pueblos fronterizos que pudieran abastecer las vías de suministro numantinas.

Una vez que las legiones romanas estuvieron perfectamente engrasadas, se inició la ofensiva sobre Numancia. Escipión Emiliano y sus hombres saquearon previamente las sufridas tierras de los vacceos. Cuando terminó el otoño de 134 a.C, unos 25.000 legionarios romanos se encontraban posicionados ante la ciudad extranjera más odiada y temida por Roma.

Los numantinos contemplaron cómo el ejército enemigo rodeaba su ciudad. Creyeron que aquello no era distinto de lo ocurrido en otras ocasiones, pero lo que no sabían es que esas tropas venían dirigidas por un magnífico estratega. Escipión visitó personalmente los puntos neurálgicos que rodeaban la urbe, diseñó planes de asedio y dio con la fórmula exacta que minara la resistencia de los celtíberos. Dedujo con acierto que la clave se encontraba en el río Duero, cauce esencial para nutrir a Numancia con las ayudas exteriores. Su anchura y caudal impedían construir en poco tiempo un puente, por lo que determinó levantar dos fuertes, a un lado y al otro del río. Entre ambos suspendió cordajes de los que colgaban largas vigas con pinchos y puntas de hierro que se incrustaron en el lecho fluvial. De ese modo tan expeditivo se impedía que pasara nadie sin ser visto, lo que cortaba de raíz cualquier intento de abastecer o auxiliar por esa vía a los numantinos. Con presteza, los ingenieros romanos se pusieron a trabajar: levantaron dos campamentos y varias torres de vigía que intercambiaban señales luminosas ante cualquier movimiento de los sitiados. Aquellos dos cuarteles se convirtieron en siete.

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