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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los romanos en Hispania (9 page)

BOOK: La aventura de los romanos en Hispania
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En ese tiempo, los celtíberos decidieron fortificar por su cuenta la urbe. Los romanos pidieron explicaciones por un acto que, según ellos, rompía los acuerdos establecidos por Graco cinco lustros antes. La intención de los belos era crear un perímetro amurallado de cuarenta estadios (8 km) para utilizarlo como parapeto ante una posible contraofensiva romana. Durante semanas, delegados de uno y otro bando cruzaron mensajes que de nada sirvieron. Las tribus autóctonas estaban decididas a seguir con su obra y los latinos se mostraban dispuestos a paralizarla sin más, argumentando que la construcción de fortificaciones era ilegal en las ciudades celtíberas según lo estipulado por Graco. Los belos utilizaron la estrategia diplomática y afirmaron que en el tratado sólo se hablaba de ciudades nuevas y no de antiguas, como era Segeda.

La falta de entendimiento mutuo terminó por enervar los ánimos senatoriales y ese mismo año se declaró la guerra a celtíberos y lusitanos.

Roma no podía consentir una insolencia de esa magnitud, que prácticamente constituía por sí misma un acto de independencia frente a su poder. Si se permitía a los belos levantar esa muralla, tarde o temprano otros pueblos harían algo parecido, y de poco o nada habrían servido tantos años de sangrientas conquistas. Por su parte, la confederación de tribus celtíberas rechazaba la negligencia esgrimida por los últimos pretores enviados a Hispania. Estaba, además, la victoriosa ofensiva realizada por los lusitanos y la baja moral de las tropas romanas que operaban en la península Ibérica. Por entonces, los reclutas romanos veían con temor ser alistados para combatir en una provincia con leyenda de hostil y terrorífica. Los rumores sobre la combatividad de las tribus ibéricas eran
vox populi
en Italia y muy pocos querían viajar tan lejos para cavar su propia tumba convertidos en víctimas de los feroces aborígenes hispanos.

Con estos planteamientos, unos y otros comenzaron a preparar la contienda. En Roma se reclutaron cuatro legiones y sus correspondientes auxiliares latinos. Para esta ocasión no se iban a enviar petimetres de escasa cualificación. Se eligieron dos generales curtidos en los campos de batalla griegos: para la Citerior fue designado Quinto Fulvio Nobilior, experimentado militar con infinitas ganas de hacerse merecedor del
triunfo
. Para la Ulterior fue nombrado Lucio Mumio, hombre de amplio prestigio que había destacado por su valor en la conquista de la griega Acaya. En total se desplazaron unos 30.000 efectivos —en su mayoría legionarios— a la península Ibérica. Esto nos da una idea aproximada de la importancia que se dio en Roma al inminente conflicto. Por su parte, los celtíberos sumaron las fuerzas tribales de belos, titos y arévacos, quienes combatirían en la frontera Citerior, mientras que los lusitanos seguirían vapuleando la frontera Ulterior.

El 1 de enero de 153 a.C., los romanos comenzaron su despliegue táctico por las dos provincias hispanas. La reacción celtibérica se tradujo en un abandono momentáneo de Segeda, ciudad en la que no se habían podido terminar los acondicionamientos defensivos. Los segedenses buscaron refugio en la tierra de sus hermanos arévacos, a la espera de mejores vientos.

Mientras tanto, los lusitanos se enfrentaban con éxito a las atónitas legiones de Mumio, derrotándolas, provocando la muerte de 9.000 legionarios y la captura de las enseñas de combate romanas. Esta victoria sin paliativos de los lusitanos sirvió para enaltecer el ánimo celtíbero.

Durante días, los victoriosos guerreros pasearon los trofeos arrebatados al odiado enemigo por las tierras celtibéricas, dando muestras de euforia y fe en el triunfo sobre el invasor. Los arévacos eligieron a un caudillo guerrero; su nombre era Caro y, al parecer, su mirada y porte dieron la confianza suficiente para que miles de hombres se sumaran a su causa. A las pocas semanas, 20.000 infantes y 5.000 jinetes salían al encuentro de los romanos. Éstos, una vez organizados, iniciaban el avance sobre el interior desde sus cuarteles citerinos. Al mando de las tropas se encontraba Nobilior, muy dispuesto a terminar de un plumazo con la osadía celtíbera. El objetivo de la columna romana era tomar al asalto y destruir Numancia, la capital de los arévacos. Lo que no podía imaginar el prepotente romano era que los celtíberos habían tomado la iniciativa bélica y ahora lo merodeaban dispuestos a emboscarlo junto a su ejército.

Nos encontramos en el 23 de agosto de 153 a.C.; esa mañana calurosa, miles de legionarios marchaban absolutamente confiados al frente: la vanguardia era ocupada por las tropas de infantería, mientras que en la retaguardia se encontraba la caballería, que custodiaba a los carros de avituallamiento. Las patrullas de reconocimiento romanas no se percataron de la presencia del gran ejército celtíbero, que tomaba posiciones ventajosas en las proximidades, en el difícil terreno por el que transitaba el contingente romano.

Los nativos, conocedores de la orografía, eligieron el sitio adecuado para esperar —sin ser vistos— la llegada del enemigo. Cuando éste transitaba por el lugar más propicio, Caro ordenó un ataque fulminante sobre los desprevenidos legionarios. De pronto los celtíberos atacaron los flancos de la columna, provocando el desorden y el pánico de los legionarios. Durante algunos minutos que se hicieron eternos, cientos de soldados fueron cayendo muertos al suelo sin siquiera haber podido desenvainar las espadas.

La escaramuza se convirtió en una batalla generalizada donde los hombres de uno y otro bandos luchaban movidos por la desesperación; no existía ningún plan establecido, tan sólo matar o morir. Fueron instantes de denodada locura por sobrevivir a las descargas mortíferas de lanzas, flechas o mazas. Más de 6.000 legionarios causaron baja definitiva esa jornada. Nobilior pudo escapar gracias a la acción heroica de su caballería de retaguardia, que en una acción casi suicida puso en fuga a la nube de celtíberos que se aproximaba dispuesta a saquear la intendencia romana. En la refriega murió el valeroso Caro, lo que provocó que sus hombres se retiraran buscando refugio en Numancia tras haber protagonizado una auténtica hazaña.

La jornada sería recordada por varias generaciones de militares romanos, que desde entonces trataron de evitar que la fatídica fecha coincidiera con un combate.

Fue sin duda una de las mayores humillaciones sufridas por el ejército de Roma; a partir de ese día nadie caminaría descuidadamente por los caminos de Hispania. Y los generales romanos aprendieron que las ínfulas de conquistador nunca deberían de menospreciar el ardor combativo del enemigo.

Nobilior rehízo sus maltrechas legiones y, a pesar de las pérdidas, ordenó proseguir el avance sobre Numancia, ciudad en la que se encontraban atrincherados los guerreros que habían provocado su desgracia.

Las tropas romanas llegaron cuando alboreaba el otoño. Comenzaba así el primer asedio a la heroica plaza de imperecedero recuerdo. Desde luego, no iba a ser nada fácil tomar esa ciudad. Veinte años tardarían en cumplir la misión.

Nobilior levantó su campamento a unos cuatro kilómetros y medio de Numancia, en un emplazamiento al que posteriormente se denominaría la gran Atalaya. En ese lugar se construyeron cuarteles con capacidad para albergar las dos legiones que le quedaban más o menos intactas al general. Con moderado entusiasmo recibieron el refuerzo de 300 jinetes y diez elefantes enviados por el rey númida Massinisa, quien mantenía su alianza con Roma. Con estas tropas de refresco, Nobilior ordenó un primer envite sobre la ciudad. Los celtíberos desconocían la existencia de los paquidermos y el jefe romano utilizó esa sorprendente baza situando a los animales tras el grueso del ejército que avanzaba hacia la plaza. Los nativos intentaron repeler el ataque saliendo de sus murallas para enfrentarse al enemigo. Tras observar con temor a las bestias, se replegaron intramuros, dispuestos a ofrecer resistencia desde las defensas numantinas. El hecho fue aprovechado por Nobilior para acercarse a los muros, dispuesto a quebrantar la obstinada beligerancia de los guerreros arévacos. Sin embargo, éstos luchaban con enconada determinación y empezaron a lanzar proyectiles de piedra contra los elefantes. Uno de ellos fue alcanzado en el cráneo por uno enorme. La reacción del animal fue terrible. Se volvió contra las filas romanas, causándoles un estropicio devastador.

Los celtíberos comprobaron que aquellas moles no eran invencibles y, animados por los acontecimientos, contragolpearon a los latinos, y provocaron un alto número de bajas. Nobilior no daba crédito a los males ocasionados a sus legiones. Tuvo que retroceder hasta su campamento, a regañadientes, en espera de una mejor oportunidad, mientras los celtíberos se reagrupaban en su ciudad inexpugnable.

Lúculo el Infame

La campaña de 153 a.C. había acabado en cataclismo para las tropas romanas, con miles de muertos y los objetivos sin cumplir. Grandes generales de Roma tenían su prestigio por los suelos y las tribus celtibéricas y lusitanas seguían sin ser sometidas y manteniendo sus reductos a salvo de los conquistadores latinos.

Roma no se podía permitir un derroche de esta magnitud; tengamos en cuenta que en aquellos años las provincias hispanas se habían convertido en una fuente inagotable de suministros para la metrópoli: metales, cereales, aceite, vino… Todo a muy bajo coste, lo que engrandecía la luminosidad de la potencia más influyente del Mediterráneo. Por tanto, los reveses de esa campaña debían ser subsanados con la máxima presteza, y así se hizo. En 152 a.C, se ordenó el reclutamiento de nuevas legiones. Pero este asunto se tornó complicado por el temor de los jóvenes romanos a combatir en un lugar que, como antes mencionamos, se había convertido en el infierno para los soldados de Italia.

Surgieron voces discrepantes en el Senado sobre cómo estaba transcurriendo aquella horrible contienda, que parecía tragarse a cuantos hombres fueran enviados. Finalmente apareció la figura de otro Escipión, hijo de Lucio Emilio Paulo Escipión Emiliano, llamado a ser el heredero moral de «el Africano» por su acción decisiva en Cartago y Numancia.

Escipión Emiliano se presentó voluntario para la campaña de Hispania, y pidió cualquier cargo con tal de luchar en la tierra donde se foguearon sus ancestros. Este gesto animó a otros patricios, los cuales se alistaron movidos por el afán de conquista y riqueza. El gobierno vio con satisfacción cómo se completaban las filas expedicionarias, a cuyo frente puso un general de moderada reputación: su nombre era Lucio Licinio Lóculo, de infame recuerdo para nuestra historia.

Mientras esto sucedía en la ciudad eterna, otro mandatario, Marco Claudio Marcelo, trataba de poner orden en las latitudes hispanas. Y lo cierto es que lo consiguió, dado que, sin apenas combatir, logró pactos con diversas tribus locales que hicieron pensar a buena parte del Senado que se volvía a la fértil época de Sempronio Graco. No obstante, algunos denunciaron la hipotética cobardía de aquél que se negaba a vengar las pasadas derrotas romanas en Hispania. Claudio Marcelo, ajeno a las críticas, se acuarteló en Corduba (Córdoba), mientras seguía con su tarea pacificadora.

La llegada de Lóculo y su ejército iba a ocasionar un daño irreversible a la población autóctona, y su memoria perduraría a lo largo de muchos decenios. Fue, sin lugar a dudas, la campaña más calamitosa y sanguinaria del siglo II a.C.

La verdad es que cuando este contingente —presuntamente punitivo— se desplegó por las tierras de la Citerior, se llevó la desagradable sorpresa de ver a las tribus belas, arévacas y titias completamente apaciguadas por los tratados firmados con Claudio Marcelo. Lóculo se quedaba así sin las victorias y triunfos soñados y sus hombres perdían el ansiado botín; no olvidemos que este ejército estaba formado por voluntarios impetuosos y gentes buscafortunas que pensaban en la riqueza de la rapiña. Por tanto, a Lóculo sólo le quedaban dos opciones: la primera pasaba por su regreso a Roma llevando el mensaje de la paz en Hispania, lo que lo privaría de recibir los consabidos honores; la segunda posibilidad consistía en romper las hostilidades bajo cualquier absurdo pretexto. El ambicioso Lóculo eligió esta última alternativa y, sin mediar provocación, se internó por el territorio de los vacceos, unas tribus que poco o nada habían tenido que ver en la guerra anterior.

El ejército romano atravesó el Tajo y los montes carpetanos, posicionándose en Cauca (Coca), una de las principales ciudades vacceas. Los nativos pidieron explicaciones sobre la presencia militar romana en sus posesiones, y Lóculo espetó —sin pudor alguno— que estaba allí para defender a los carpetanos, tribu presuntamente agredida por los vacceos.

Como el lector puede intuir, la guerra fue inevitable: se produjo una cruel batalla a las mismas puertas de Cauca en la que murieron 3.000 guerreros vacceos; el resto se refugió tras los muros de la ciudad en un intento de negociar la paz.

Lóculo accedió a entrevistarse con los mensajeros vacceos; sus exigencias fueron tan extremas como vergonzosas: pidió 100 talentos de plata (fortuna inasumible para cualquier tribu), tropas auxiliares, rehenes y el establecimiento de 2.000 legionarios en la ciudad. A los vacceos, dada su debilidad después de la masacre sufrida, no les quedó más remedio que aceptar las duras condiciones romanas, y abrieron las puertas de la plaza dispuestos a permitir el paso de las legiones. Empero, lo que se encontraron fue la orden de ataque total proclamada por el siniestro Lóculo. Las tropas romanas se lanzaron sobre los atónitos ciudadanos de Cauca y, sin compasión, asesinaron a casi 30.000 personas, la práctica totalidad de la población, incluidos viejos, mujeres y niños.

Los propios historiadores romanos reconocen esa jornada como un momento de infamia y vergüenza para Roma. Fue una triste venganza por lo sucedido a Nobilior un año antes.

Las noticias sobre la hecatombe de Cauca llegaron a todos los rincones de la Celtiberia. Las tribus que conformaban esa amalgama étnica recelaron, con razón, de las propuestas y alianzas ofrecidas por aquel despiadado cónsul romano. La siguiente acción de Lúculo se trasladó a los muros de Intercatia (Villalpando), ciudad que no quiso saber nada de la paz ofrecida por los extranjeros.

Estallaron nuevamente los combates por la campiña que circundaba la plaza. En esta ocasión no hubo enfrentamientos convencionales. Se limitaron los nativos a reiterados ataques guerrilleros que causaron muchas bajas en el ejército romano. Mientras esto se producía, la ciudad continuó su resistencia ante el asedio impuesto por las tropas de Lúculo.

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