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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los romanos en Hispania (4 page)

BOOK: La aventura de los romanos en Hispania
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Tras casi dos meses de marcha, las tropas cartaginesas alcanzaron las primeras estribaciones pirenaicas. En ese momento, algunas tropas auxiliares manifestaron su temor ante una misión hasta entonces no desvelada por Aníbal, quien, a fin de evitar cualquier motín, desmovilizó a los 10.000 soldados que él presumía desleales con su causa.

De esta manera el ejército original se veía reducido notablemente, al quedarse conformado por 50.000 infantes y 9.000 jinetes.

La siguiente dificultad consistió en vadear el río Ródano, con sus 1.200 m de anchura fluvial. El reto contemplaba asimismo la posibilidad de ser atacados por las tribus de Massalia (Marsella), poderosa colonia griega aliada a su vez con Roma.

Aníbal necesitó cinco días completos para trasladar a su ejército de una orilla a otra, siempre entorpecido por numerosos contingentes celtas que hostigaban las filas cartaginesas. Finalmente vadearon el río incluso los 37 elefantes, trasladados en balsas cubiertas con arena para que no extrañaran el suelo firme.

La situación comenzaba a ser preocupante, el otoño se apoderaba de aquella región y aún no se habían superado los pasos alpinos. Al menos las maniobras de los púnicos dieron magníficos resultados gracias al sorteo de los territorios afines a Massalia.

A principios de octubre la vanguardia cartaginesa inició el ascenso de la cordillera alpina. En la actualidad los especialistas siguen discutiendo acerca del punto exacto por el que los hombres de Aníbal superaron los Alpes. Algunos indican que fue por el paso de San Bernardo, otros aseguran que fue por Monginevro. Lo cierto es que cuando comenzó la gesta las cumbres de las montañas ya estaban cubiertas por la nieve. Fueron quince días de auténtica pesadilla, miles de hombres, caballos, acémilas y elefantes subiendo con el máximo esfuerzo por las pronunciadas pendientes. A un lado, paredes cortantes; a otro, el abismo más absoluto; y por encima, el obstinado asedio de las diferentes tribus locales. Se perdió un gran número de soldados, los caballos se desbocaban cayendo al vacío, pero la columna siguió avanzando. El frío congelaba sus miembros, muchos murieron por esa razón. Aníbal parecía imperturbable ante la adversidad. Más decidido que nunca, ordenó que no se interrumpiera la marcha y animó a sus hombres con la promesa de las grandes riquezas que les esperaban en las tierras romanas.

Mientras descendían aquellas montañas infernales se encontraron con mil dificultades que resolvieron a golpe de imaginación y piquetas, como, por ejemplo, cuando el desfiladero por el que transitaba la columna se desmoronó bruscamente debido a una avalancha de piedras. Lejos del desánimo, Aníbal ordenó a sus hombres que talaran algunos árboles para disponer sus troncos sobre una enorme roca que bloqueaba el camino. Una vez concluida esta primera operación, prendieron fuego a la madera y vertieron vinagre en grandes cantidades sobre los rescoldos. La acción química del ácido permitió que los soldados destrozaran la mole pétrea con sus herramientas sin mayor dificultad, dejando la vía libre para que las tropas pudieran seguir su marcha. En estos lares Aníbal acuñó una frase que desde entonces harían suya todos aquellos obstinados en lograr el éxito: «Si no encontramos un paso, lo crearemos».

Finalmente la proeza se cumplió. El coste en pérdidas humanas y de material era abrumador, tan sólo quedaba una cuarta parte del orgulloso ejército que, cinco meses atrás, había desfilado ante las murallas de Cartago Nova. Esos mismos efectivos tuvieron que superar múltiples dificultades orográficas, como un penoso avance por las pestilentes zonas pantanosas situadas en las estribaciones alpinas. En esos lugares el ejército cartaginés tuvo que pagar un nuevo y terrible tributo en vidas. Las enfermedades se sumaron a la larga lista de problemas acumulados hasta entonces e incluso el propio Aníbal contrajo un tracoma en un ojo, lo que le privó de la visión mientras padecía fuertes fiebres. A pesar de los inconvenientes, aquellos hombres singulares mantuvieron su camino hacia el objetivo final. ¿Serían suficientes para doblegar a Roma?

En este punto surgió de nuevo el talento de Aníbal. Semanas antes de la expedición, sus espías sondearon la disposición de los celtas cisalpinos, siempre en guerra contra Roma. Aníbal sabía por estos informes que los galos le prestarían un decisivo apoyo militar. Por otra parte, contaba con la sublevación de muchas tribus de la confederación latina, aliadas por fuerza a la dominante Roma.

Por eso, a pesar de las numerosas bajas producidas en su ejército, pronto se pudo rehacer gracias a estas adhesiones.

La incertidumbre sobre las directrices de aquella campaña terrestre sobre Roma se empezaron a disipar a favor de Aníbal. La travesía de los Alpes quedaba justificada al no contar el ejército cartaginés con naves suficientes que permitieran un ataque por mar. En consecuencia, esa ofensiva terrestre poco imaginable hacía unos meses se convertía ahora en un golpe maestro no previsto por los generales romanos, los cuales, víctimas de la falta de previsión, tuvieron que organizar de inmediato cuantas legiones pudieron reunir para enfrentarse al peligro que se cernía sobre ellos.

La declaración de guerra acarreó por parte de Roma una estrategia muy diáfana, que pasaba por destruir los abastecimientos cartagineses en Iberia y a la propia Cartago africana. Para ello se encomendó a los cónsules Sempronio Longo y Publio Cornelio Escipión la dirección de dos ejércitos. El primero zarparía con sus buques hacia Sicilia, desde donde se debería atacar la metrópoli púnica. El segundo llegaría a Massalia, base aliada de la Galia, desde la que se lanzaría una ofensiva contra la península Ibérica. El plan en teoría resultaba perfecto, pero, como ya sabemos, no se contó con la astucia sin igual de Aníbal Barca, quien ahora transitaba a sus anchas por el norte de la península Itálica mientras se recuperaba del terrible descenso de los Alpes.

Su hazaña corrió de boca en boca por todas las tribus desafectas a Roma. Miles de soldados celtas galoparon para incorporarse al ejército cartaginés, cuyo número crecía día a día.

Escipión llegó tarde en sus intenciones de cortar el avance púnico. Tras desembarcar en Massalia supo que el enemigo se encontraba a punto de atravesar los Alpes. Con presteza ordenó el regreso a Italia para preparar las defensas, mientras enviaba a su hermano Cneo con dos legiones hacia la península Ibérica.

A finales del verano del año 218 a.C., los legionarios romanos tomaron contacto por vez primera con Hispania. El lugar elegido fue la antigua colonia griega de Emporion (Ampurias). Muy pronto las tropas latinas se vieron sorprendidas por la acometividad de los cartagineses y de sus aliados íberos.

A pesar de todo, los romanos se abrieron paso hasta la ciudad de Cissa (Tarraco), donde establecieron su primer centro de operaciones. El resto de la campaña se dedicaron a sojuzgar algunas tribus locales hasta que llegó el invierno y la situación en el frente hispano quedó estabilizada a la espera de las noticias que pudieran llegar de Italia. Por el momento las fronteras establecidas en el tratado de 226 a.C. volvían a estar bajo control romano, a pesar de los esfuerzos de Hannón, quien no pudo recibir a tiempo la oportuna ayuda de Asdrúbal.

Los cartagineses veían cortada la línea de suministros con el ejército expedicionario de Aníbal; aun así, el riesgo para Roma era más que palpable.

En la primavera siguiente las tropas cartaginesas establecidas en la península Ibérica lanzaron una feroz ofensiva sobre los romanos situados al norte del Ebro. Asdrúbal dispuso dos cuerpos de ejército, uno que avanzó por tierra desde Cartago Nova, mientras el otro lo hizo por mar a bordo de una escuadra de refuerzo proveniente de la metrópoli africana. El choque se produjo en la desembocadura del Ebro, con resultado nefasto para las naves cartaginesas. Desde ese momento y a lo largo de los seis años siguientes los romanos no cesaron en el envío de refuerzos, incluido el propio Publio Cornelio Escipión, quien, en compañía de su hermano Cneo, aplicó sus dotes diplomáticas en arduas negociaciones que impulsaron las necesarias alianzas con los pueblos íberos. En ese período se enmarcan unas luchas terribles por el control de Hispania, avances y retrocesos en los que los dos ejércitos enemigos dejaron miles de muertos. Parece ser que las tribus nativas fueron desequilibrando la balanza decantándose paulatinamente hacia el bando romano.

A pesar de todo, los cartagineses, bien dirigidos por Asdrúbal, Magón y otros generales como Aníbal Bomílcar o Asdrúbal Giscón, dieron buenas muestras de su talento militar hostigando en todo momento a los ejércitos de Roma. Estos últimos tuvieron que emplear —por primera vez en su historia— a miles de mercenarios celtíberos con el propósito de parar los certeros golpes cartagineses.

Es difícil resumir en las pocas páginas de un libro la amalgama tribal de esos tiempos: cientos de aldeas y ciudades que se pasaban a un bando o a otro según los acuerdos, las disputas o las venganzas.

La tribu aliada hoy podía transformarse en enemiga mañana por el asunto más nimio. Y en ese entramado político, social y militar que planteaba la población aborigen hispana se combatió durante años.

Finalmente, en 211 a.C., los hermanos Escipiones se vieron las caras con los hermanos de Aníbal, en la ciudad de Castulo (cerca de Linares). En esta ocasión el resultado fue favorable para los cartagineses. Las argucias de Asdrúbal fueron muy convincentes a la hora de invitar a los mercenarios celtíberos que servían a Roma, y éstos abandonaron sin más el campo de batalla, dejando a su suerte a los legionarios romanos, que fueron superados por la infantería y la caballería cartaginesas. Fue una cruel carnicería en la que sucumbió buena parte del ejército romano, incluidos Publio Cornelio y Cneo Escipión. Los restos de las legiones retrocedieron hasta el Ebro, acuartelándose en zonas protegidas por sus aliados íberos.

Por el momento Cartago retomaba la iniciativa en la península Ibérica, a pesar de no poder completar la ocupación del noreste peninsular. Ésta preocupaba al angustiado Aníbal, quien se veía obligado a seguir luchando en Italia sin recibir tropas de refresco. En efecto, la presencia de contingentes romanos en Hispania había sido, a la postre, definitiva para encauzar la situación militar de la segunda guerra púnica.

En 210 a.C., el joven Publio Cornelio Escipión, hijo y sobrino de los anteriores, desembarcaba en Hispania al frente de un potente ejército. La diferencia con sus parientes muertos en la batalla de Castulo era que el futuro «Africano» conocía a la perfección a su enemigo cartaginés. Con decisión, los romanos fueron venciendo a cuantas tropas se enfrentaron.

En 207 a.C., las
caligae
legionarias conquistaban Cartago Nova y, en 206 a.C., hacían lo propio con Gades. Supuso el fin de la presencia cartaginesa en Hispania.

Pero volvamos unos instantes a la épica aventura del genial Aníbal. Recordemos que lo habíamos dejado en 218 a.C., tras conquistar los pasos alpinos, y que su ejército se encontraba muy mermado tras el titánico esfuerzo.

Durante el año 217 a.C., las tropas expedicionarias de invasión se reforzaron notablemente con la valiosa aportación de los celtas cisalpinos. Cuando Aníbal se sintió fuerte volvió a utilizar su ingenio para enfrentarse a los diferentes ejércitos romanos con los que se iba encontrando. Miles de legionarios sucumbieron en las derrotas de Tesino, Trebia, Trasimeno y Cannas. Esta última batalla, en 216 a.C., es considerada como el más brillante combate acaecido en la Antigüedad. En ella, 86.000 soldados de Roma cayeron ante la habilidad estratégica de un Aníbal en su mejor momento.

Cannas se convirtió en una terrible pesadilla para Roma, ciudad que ahora se veía amenazada por las tropas cartaginesas, o mejor dicho, multitribales, pues en el contingente se podían ver toda suerte de tribus, en especial celtas, númidas e íberos. Precisamente estos últimos fueron los más fieles a su general, y entre ellos destacaron las unidades de infantería y, sobre todo, los honderos baleares, los cuales, en número de 2.000, se convirtieron en un peligro mucho más mortífero que los propios arqueros.

La puntería demostrada por estos tiradores gozaba de merecida fama desde antaño. Sabido es que se adiestraban desde niños con hondas de todos los tamaños. Se decía de ellos que sus padres no les daban alimentos hasta que no consiguieran hacer blanco en las dianas elegidas. Los guerreros baleares engrosaron los ejércitos de la Antigüedad como mercenarios —siempre leales hasta la muerte— para el reino que los contrataba. Y, en el caso de Aníbal, esa lealtad se demostró sobradamente.

Tras la victoria de Cannas, los cartagineses se encontraban en disposición de asaltar Roma. No obstante, Aníbal hizo gala de una exagerada prudencia desestimando esa posibilidad al comprobar cómo las tribus pertenecientes a la confederación latina no terminaban de romper sus alianzas con Roma. La desesperación hizo mella en algunos oficiales púnicos, quienes reprocharon a su jefe la falta de decisión en ese momento crucial. Uno de ellos lo interpeló de esta manera: «Los dioses no conceden todos sus dones a una sola persona. Tú sabes conseguir las victorias, pero no sabes administrarlas». El estratega cartaginés no escuchó las recomendaciones de su Estado Mayor y sí, en cambio, ordenó el avance hacia el sur de Italia, donde se estableció durante varios años. La ciudad de Capua fue la principal base de operaciones de un ejército cada vez más menguado por la falta de material y de soldados de refresco.

En ese sentido cabe resaltar que el único intento real de abastecer a las tropas de Italia corrió a cargo de los hermanos de Aníbal. Asdrúbal emuló la gesta de los Alpes, atravesándolos con una columna de auxilio en 207 a.C. El infortunio quiso que un mensajero enviado para anunciarle a Aníbal la llegada inminente de refuerzos fuese capturado por los romanos, los cuales no tuvieron más que salir al encuentro de las tropas púnicas llegadas desde Hispania, batiéndolas por completo en la batalla de Metauro, donde el propio Asdrúbal murió combatiendo.

Por su parte, Magón intentaría algo parecido unos meses más tarde, aunque para entonces la suerte de Aníbal y de Cartago ya estaba decidida.

Las legiones romanas se paseaban victoriosas por Hispania bajo el mando de otro Escipión, llamado Publio Cornelio, superviviente de las derrotas romanas de años anteriores y que había aprendido las técnicas combativas de su mayor rival. Ahora, el ánimo de resarcirse y el empuje por vengar a sus parientes fallecidos lo impulsaban a tomar las riendas del frente hispano. Una vez estabilizado éste, desembarcó en África al frente de un poderoso contingente bélico, amenazando a la propia Cartago. La urgencia de la situación provocó que los sufetes cartagineses reclamaran la presencia de Aníbal, quien se vio obligado a abandonar Italia en 203 a.C. para enfrentarse a los romanos en la batalla de Zama, que tuvo lugar un año más tarde. El desastre para los púnicos fue total. Aníbal fue derrotado y Publio Cornelio Escipión elevado a la gloria con el sobrenombre de «el Africano».

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