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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los romanos en Hispania (2 page)

BOOK: La aventura de los romanos en Hispania
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Pero volvamos al origen de esta hermosa historia, sepamos algo más sobre los albores de la conquista romana de Hispania en un tiempo entroncado con tradiciones paganas, luchas por la supervivencia y amor a la tierra natal.

Hace más de tres mil años, la península Ibérica estaba poblada por más de cien entidades tribales, entre las que sobresalían grupos de celtas e íberos. Cada comunidad mantenía su propia forma de vida y de muerte; lo más parecido a un reino se llamaba Tartessos, una enorme y compleja sociedad estructurada en torno a las extracciones de mineral y al comercio con los pueblos del mar.

Hacia el 1100 a.C., los fenicios se establecieron en el sur de la Península fundando Gades (Cádiz), una pequeña ciudad donde tan sólo se podían ver un puerto, un mercado y algunas casas pertenecientes a los primeros colonos. En aquellos años el intercambio comercial con las poblaciones aborígenes era incesante.

Los fenicios fueron durante siglos los grandes mercaderes del mundo antiguo; sus experimentadas naves practicaban el cabotaje por todas las costas del Mediterráneo y aún más allá, pues sabido es que afrontaron con decisión la exploración atlántica por las latitudes europeas y africanas.

Precisamente, en sus frecuentes contactos con la península Ibérica dieron a ésta un curioso nombre,
Span
o «tierra de conejos». La verdad es que no eran conejos lo que venían a buscar a estas tierras sino el codiciado producto extraído de los riquísimos yacimientos minerales.

Tras la fundación de su primera colonia peninsular se crearon nuevos establecimientos mercantiles en diferentes puntos del sureste, Levante y Baleares.

Entre los siglos XI y IX a.C., las relaciones comerciales de las metrópolis fenicias Tiro y Sidón con sus colonias mediterráneas no pudieron ser mejores. Por entonces un producto ibérico hacía furor por todo el mundo conocido; nos referimos al
garum
, una especie de salsa espesa de pescado que sirvió para condimentar toda suerte de gastronomías muy acostumbradas a la contundencia de rotundos sabores. En efecto, las conservas y salazones de la península Ibérica cobraron merecida fama en todo el arco mediterráneo.

Los asiáticos, celosos rivales de los griegos, llegaron a fantasear terribles leyendas sobre dónde se encontraba el fin del mundo conocido. Se llegó a decir que superar las columnas de Hércules en el estrecho de Gibraltar supondría, para los arriesgados aventureros, nada menos que la muerte en un infierno lleno de bestias y peligros. Es curioso cómo estas historias destinadas a salvaguardar el monopolio comercial fenicio perduraron a lo largo de los siglos en el inconsciente colectivo de los pueblos de mar. Esas tretas y la indudable habilidad empresarial fenicia permitieron el trasiego durante siglos de naves que transportaban ánforas repletas de comestibles ibéricos, así como de vinagres, vinos, etc.

Hacia el año 800 a.C. se fundó Cartago en los territorios de la actual Túnez. Según cuenta la leyenda fue Dido, una hermosa princesa de Tiro, la que en compañía de algunos fieles seguidores llegó a esos lares para iniciar la construcción de una nueva ciudad, a la que llamaron
Kart Hadasht
, que luego los griegos tradujeron por
Karchedon
y los romanos por
Cartago
.

En el siglo IV a.C., Alejandro Magno barrió del mapa a las orgullosas capitales fenicias y quedó como principal depositaria del monopolio comercial fenicio la cada vez más influyente colonia africana. Cartago fue una de las ciudades más hermosas del mundo antiguo; no era muy populosa, tal vez contaba unos pocos miles de habitantes que moraban tras los imponentes muros construidos para su protección. En el interior se levantaban edificios de hasta 12 plantas y lujosos palacios que albergaban a una clase dominante proveniente de las antiguas urbes fenicias.

Pero sobre todo destacaba su impresionante puerto marítimo, donde se podían amarrar 220 buques de variado calado y tonelaje. El centro de la ciudad estaba a su vez protegido por tres líneas de fortificaciones en las que se podían distribuir hasta 20.000 soldados mercenarios con 4.000 caballos y 300 elefantes adiestrados para el combate. Como vemos, el poder de Cartago era más que evidente, y todo gracias al trabajo de unos incansables negociantes que sabían sacar rendimiento a cualquier cargamento por extraño que fuera.

Los fenicios eran de raíz semita y hablaban un idioma muy parecido al hebreo. Según los cronistas romanos, era gente de modales exagerados, tez cetrina y largas barbas sin bigote. Amantes de la buena mesa, se entregaban a juergas sin fin tras haber concluido algún trato comercial. No olvide el lector que estos datos han sido aportados fundamentalmente por historiadores romanos, es decir, enemigos declarados de los cartagineses, y no es de extrañar que hablaran con desprecio de aquellos a los que combatían. Por desgracia, las bibliotecas de Cartago se perdieron para siempre después de la destrucción total que sufrió la ciudad en el siglo II a.C., y eso nos privó de un mejor conocimiento acerca de un pueblo pionero en las comunicaciones internacionales. Quién sabe adónde llegaron las exploraciones marítimas fenicias. Lo cierto es que, en el siglo IV a.C., la colonia de Cartago quedó como única heredera de aquellos incansables empresarios de la antigüedad.

En esos tiempos los cartagineses manejaron papel moneda con el apoyo de unas arcas estatales repletas de oro; tengamos en cuenta que, además de los beneficios comerciales, Cartago recibía el tributo de algunos reinos vasallos.

Por otra parte, floreció la agricultura, siendo el cartaginés Magón el maestro que supo sacar un vergel de donde antes hubiera desierto. En efecto, los cultivos cartagineses de vid, cereales y árboles frutales fueron los más famosos de su época, y todos, incluidos los romanos, aprendieron esas nuevas técnicas de siembra y regadío que tanto mejoraron el rendimiento de los campos mediterráneos.

Cartago crecía casi sin oposición. Desde Cerdeña a Gibraltar, sus naves mantenían un férreo control marítimo; pocos barcos osaban navegar por las zonas de influencia cartaginesa, so pena de ser abordados y hundidos —sin que mediara provocación alguna— por los invencibles quinquerremes púnicos, auténticos acorazados de la época. No obstante, ese poder iba a ser eclipsado por Roma, una flamante potencia surgida en la península Itálica y que, en el siglo III a.C., se encontraba en plena etapa republicana.

En ese tiempo Roma ya había sometido a todas las tribus vecinas y empezaba a pensar en su expansión por el Mediterráneo. Ante Roma sólo había un enemigo visible, y ése no era otro que Cartago.

Desde finales del siglo VI a.C., las relaciones entre las dos potencias habían sido más o menos pacíficas. Las limitaciones territoriales romanas y la falta de ambición imperial por parte de Cartago facilitaron algunos tratados de no injerencia en los asuntos propios de cada uno. Pero en el siglo III a.C. la situación iba a dar un giro de 180 grados. Los cartagineses mantenían diversos intereses en la isla de Sicilia, donde, además de las consabidas colonias, disfrutaban de fructíferas afianzas con algunas ciudades locales. Los romanos, temerosos ante el poder cartaginés, decidieron construir una magnífica flota copiando el modelo de los que ya entendían como rivales a batir. Esta decisión disgustó a los magnates norteafricanos, los cuales empezaron a recelar de aquellos romanos aspirantes a todo, en un universo que parecía debía obedecer sólo las órdenes del comercio púnico.

En el año 264 a.C. sucedió lo inevitable. Se inició la primera guerra púnica, que duraría veintitrés agotadores años, con un resultado humillante para Cartago, que tuvo que asumir, además de la derrota militar, las pérdidas de Sicilia y Cerdeña con un desorbitado pago de impuestos por los gastos ocasionados durante la guerra. En definitiva, esta primera contienda entre romanos y cartagineses dejaba a los segundos casi como tributarios de los primeros y, por si fuera poco, debían asumir su pérdida de hegemonía en los principales puertos mediterráneos.

Tras la derrota, miles de mercenarios contratados para esa guerra regresaron a Cartago dispuestos a cobrar su paga. Al frente de esa tropa de fortuna viajaba Amílcar Barca, uno de los pocos militares cartagineses que había salvado la honra gracias a su talento y habilidad estratégica.

La guerra de los mercenarios

Amílcar recibió por sus méritos militares el sobrenombre de «Barca», que en lengua fenicia significaba «rayo» o «fulgor». En 241 a.C., el consejo de gobierno de Cartago se enfrentaba a la ruina más absoluta del Estado, los gastos bélicos superaban con creces cualquier expectativa, se tenía que asumir la pérdida de la joya siciliana y, para mayor zozobra, 40.000 mercenarios empleados en la contienda exigían —al ser desmovilizados— sus pecunios atrasados de tantos años.

Los 300 senadores cartagineses asumieron con estoicismo todas las desgracias, menos la de pagar a la soldadesca contratada. Fue un grave error, ya que de inmediato se produjo una calamitosa sublevación que estuvo a punto de hacer desaparecer la otrora superpotencia mercantil. Tras la negativa al justo pago por los servicios prestados, surgieron entre los mercenarios algunos líderes, como Magón y Spendio, que condujeron a los descontentos hasta las mismísimas murallas de la metrópoli africana. La ciudad quedó sitiada, para mayor perplejidad de sus habitantes y gobernantes. Éstos, temerosos ante la previsible hecatombe, no dudaron en llamar al mejor de sus generales y, por otra parte, el único capaz de solventar con eficacia aquella angustiosa situación.

Amílcar dudó durante días si debía asumir el mando del ejército o no, pues a nadie se le escapaba que aquellos soldados que ahora exigían sus derechos ante las murallas de Cartago habían sido hombres que lucharon al servicio de la ciudad bajo el mando del militar que los tendría que combatir, y todo por la negligencia de unos senadores con alma de usureros.

Amílcar estaba triste. Bien sabía que aquello podía suponer el fin del poder púnico en el Mediterráneo, algo inimaginable hacía tan sólo unos meses: Cartago luchando contra sus propios ejércitos mercenarios, los mismos que le habían asegurado la hegemonía en esa parte del mundo durante tantos siglos.

Sin embargo, algo sucedió que terminó por acelerar la difícil decisión del estratega cartaginés. Una mañana del año 240 a.C., los mercenarios que sitiaban la plaza dispusieron frente a la misma a un grupo de prisioneros cartagineses, unos 700 incluyendo mujeres y niños. Sin mediar palabra, los sitiadores cortaron brazos y piernas a las aterrorizadas víctimas y las empujaron a un foso que previamente habían excavado.

Una vez aquel grupo de inocentes estuvo en el interior, los insurrectos cubrieron la zanja, enterrándolos vivos.

La escena fue contemplada por los atónitos y encendidos ojos de Amílcar, el cual disipó cualquier titubeo anterior para asumir con decisión la dirección del ejército cartaginés. Era el momento de actuar. Cartago no podía, ni quería, consentir un insulto de esa envergadura. Con presteza se reclutaron todos los hombres disponibles para la lucha, incluso ancianos y adolescentes fueron sumados a ese contingente de urgencia. Durante semanas los más experimentados oficiales adiestraron con instrucción espartana a los 10.000 efectivos con los que se contaba.

En la ciudad todo el mundo era consciente de que Cartago se jugaba su «ser o no ser» en aquel cruel capítulo de la historia. Concluido el adiestramiento, se pasó revista a las tropas. Se iban a enfrentar a un ejército cuatro veces superior y más experimentado en el combate. A pesar de la adversa circunstancia, Amílcar supo infundir valor y agresividad en sus guerreros, les inculcó con maestría que la victoria era la única salida posible para la supervivencia de su pueblo, y con ese mensaje atravesaron las murallas de Cartago para combatir a los sorprendidos mercenarios. Los cartagineses plantearon un frente de combate total en el que no existía la retaguardia. El avance de Amílcar fue devastador, y en pocas jornadas los rebeldes fueron empujados hacia un valle donde se parapetaron a la espera de las oportunas negociaciones. Sin embargo, Amílcar no deseaba pactar ninguna tregua, limitándose a obstruir los pasos francos de aquella geografía con la ambición de agotar por hambre al enemigo. Durante meses los mercenarios resistieron como pudieron, acabaron con los víveres, sacrificaron los caballos y, finalmente, víctimas de la locura, terminaron por comerse a los prisioneros y a los esclavos. Al cabo de casi tres años los orgullosos soldados de fortuna se vieron reducidos a un famélico ejército de esqueletos. Cuando intentaron forzar su salida, los cartagineses sólo tuvieron que rematarlos, dando a sus líderes un terrible castigo en venganza por su osadía. Terminaba así la que fue calificada por Polibio como «la guerra más despiadada y sangrienta de la historia».

Con el sabor amargo de la victoria, Amílcar pensó en nuevos objetivos que aliviasen la situación económica de Cartago, agravada por la inesperada conquista romana de Cerdeña. En el año 237 a.C. se debían adoptar decisiones trascendentales, de lo contrario Cartago sucumbiría ante el imparable avance de Roma. Fue entonces cuando el inteligente Amílcar expuso a los sufetes cartagineses la necesidad de conquistar la riquísima península Ibérica. Era el único modo de mantener a flote la debilitada influencia de la cada vez menos preponderante heredera fenicia. Ese mismo año se organizó una expedición militar con el ánimo de sojuzgar a la antigua Iberia de los griegos.

Amílcar y la conquista de Iberia

Durante siglos, griegos y fenicios se disputaron la autoridad sobre las riberas mediterráneas de la península Ibérica. A la antes mencionada fundación de Gades, los púnicos sumaron otras colonias, como Sexi (Almuñécar), Malaka (Málaga), Abdera (Adra), e incluso llegaron a tomar el control de algunos puntos de las Baleares, como Ibiza.

Por su parte, los griegos optaron por zonas más al norte, tales fueron los casos de Emporion (Ampurias), Rhode (Rosas) o Hemeroskopeion (Denia).Tras la irrupción de Roma, el litigio entre helenos y púnicos pasó a un segundo plano. Diferentes tratados entre la nueva potencia y Cartago (506 a.C.-348 a.C.) establecieron los ámbitos de actuación comercial para los dos colosos mediterráneos. El estallido de la primera guerra púnica tuvo las consecuencias que ya conocemos: Cartago, desprovista de sus mejores colonias septentrionales, se vio abocada a intentar ejercer el mando sobre el Mediterráneo meridional, y ahí se encontraba buena parte de la península Ibérica.

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