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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los romanos en Hispania (3 page)

BOOK: La aventura de los romanos en Hispania
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Por causas que desconocemos, en este tramo del siglo III Cartago había perdido buena parte de su influjo sobre Iberia, pero ahora resurgía con fuerza el interés por recuperar el dominio de esas latitudes bajo la espada de Amílcar Barca. Éste, en 237 a.C., consiguió apoyo y ejército suficiente para emprender una conquista territorial tan ambiciosa como vital para la supervivencia de la metrópoli africana. Ese mismo año se ultimaron los preparativos de la expedición.

Según cuenta la leyenda, el general condujo a su yerno Asdrúbal y a sus hijos Aníbal, Asdrúbal, Hannón y Magón al templo dedicado a Baal-Haman, deidad suprema para los cartagineses y de trágico recuerdo, pues en su boca de fuego murieron miles de niños sacrificados para aplacar su ira. En el recinto sagrado Amílcar animó a sus «leoncillos», como le gustaba llamarlos, para que jurasen odio eterno a la enemiga Roma, y así lo hicieron en un acto que marcaría sus vidas para siempre, en especial la del primogénito Aníbal, un niño de tan sólo nueve años que daría mucho que hablar.

Tras las protocolarias despedidas, el ejército cartaginés embarcó en sus naves zarpando rumbo a Iberia. El desembarco se produjo en Gades y pronto se vio hostigado por la belicosidad de las tribus nativas. No sin esfuerzo, Amílcar y sus hombres avanzaron por el valle del Guadalquivir.

A pesar de su evidente inferioridad numérica, los púnicos, gracias en buena parte a las alianzas con algunos reyezuelos locales, pudieron superar con éxito los primeros meses de ofensiva peninsular. En este tiempo la principal oposición se encarnó en las tribus turdetanas, apoyadas por mercenarios celtas que llegaron del bajo Tajo. Finalmente, los reyes turdetanos Indortes e Istolatio fueron vencidos y muertos, lo que provocó que buena parte de sus guerreros dejara de luchar, siguiendo antiguas costumbres ibéricas. Amílcar se benefició, no sin sorpresa, de esta tradición, llamada
devotio
, por la cual los combatientes íberos seguían a su líder hasta la muerte.

La campaña militar se prolongó varios años, en los que los cartagineses operaron sin el apoyo de su metrópoli. A pesar de ese inconveniente, Amílcar supo seguir adelante obteniendo recursos y guerreros en una tierra cada vez menos hostil. Fundó Akra Leuka (Albufereta, Alicante), base de operaciones desde la que lanzar futuros ataques hacia el norte peninsular. Este asunto terminó por inquietar a las colonias factoría griegas, las cuales veían amenazada por momentos su propia existencia en aquel territorio tan querido por donde discurría el caudaloso río Iber (Ebro).

Amílcar, lejos de contenerse, siguió consolidando su dominio por el valle del Betis (Guadalquivir), el sureste peninsular y la zona de Levante. La expectativa inmediata para el cartaginés pasaba por lanzar nuevas expediciones hacia el interior peninsular. Mientras tanto, ¿en qué pensaba la impávida Roma? Resultaba claro que los cartagineses se estaban fortaleciendo en Hispania. Aunque lo cierto es que en ese período Roma bastante tenía con afrontar sus propios problemas de seguridad interna y externa. Aun así, atendieron la súplica de sus aliados griegos y enviaron en 231 a.C. una embajada con el cónsul Papirio, quien expuso sin tapujos sus temores al propio Amílcar. Éste escuchó la interpelación romana y, sin inmutarse, dijo: «Estamos aquí para poder pagar los impuestos que nos exigís, por tanto Roma no debe preocuparse». Desconocemos si esta frase fue convincente para el delegado romano. Parece que sí, pues regresó a su ciudad exponiendo a los senadores que Amílcar no representaba por el momento ningún peligro. En consecuencia, Roma dejó hacer a los cartagineses a la espera de seguir cobrando los magníficos impuestos de guerra. Una vez resuelto el incidente, Amílcar preparó sus próximas acciones bélicas. Y en una de esas batallas perdió la vida: ocurrió en la ciudad de Heliké (Elche o Elche de la Sierra), cuando los cartagineses esperaban confiados los refuerzos prometidos por Orissón, rey de los oretanos.

Lo que parecía un simple trámite se convirtió en una trampa mortal para cientos de cartagineses, ya que los oretanos atacaron por sorpresa a sus presuntos aliados. En la refriega, Amílcar intentó vadear un río, con tan mala fortuna que cayó de su caballo y falleció ahogado.

Asdrúbal, caudillo de Iberia

Las tropas púnicas honraron los restos fúnebres de su querido general, ése que con tanto acierto los había dirigido durante casi nueve años.

La situación parecía difícil para el ejército expedicionario pues, una vez desprovisto de su cabeza visible, ¿quién estaría capacitado para asumir el mando? La respuesta no se hizo esperar, volviéndose todas las miradas sobre Asdrúbal, yerno de Amílcar, un hombre muy bien preparado para afrontar el inquietante presente. Por aclamación popular, el joven militar fue elegido como jefe del contingente colonial. Una decisión que Cartago aceptó, más preocupada por seguir asegurando sus conquistas en Iberia que por otros motivos.

Asdrúbal se destapó con una brillantez inusual, optando por las alianzas con las tribus ibéricas antes que por la extenuante contienda contra las mismas. Hábilmente, se casó con una princesa local, lo que le granjeó la amistad de muchos pueblos nativos. Una vez más, la secular
devotio
peninsular se puso en marcha y fueron miles de guerreros íberos los que se sumaron a la causa de Asdrúbal, llamado «el Bello» por sus agraciados rasgos. Fue nombrado
strategós autokrátor
, es decir, caudillo de los ejércitos establecidos en Iberia. Con este gesto, los autóctonos peninsulares reconocían la autoridad de los Barquidas, desvinculándose de cualquier servidumbre hacia Cartago.

En 227 a.C., el nuevo líder eligió la ubicación de la antigua ciudad de Mastia para levantar una urbe que le sirviera como centro de mando y operaciones. De esa manera nació Qart Hadas-hat, la que los romanos conocerían como Cartago Nova, enclavada en uno de los lugares más ricos y estratégicos de todo el Mediterráneo.

Cartago Nova estaba rodeada de excelentes yacimientos minerales, entre los que destacaban los argentíferos; era además una zona privilegiada para los cultivos, y su bahía marítima no tenía parangón en aquellas geografías. Desde su nueva ciudad, Asdrúbal administró inteligentemente los recursos disponibles, mejoró el comercio de las tradicionales salazones ibéricas, obtuvo una ingente cantidad de metales y gestionó con eficacia la industria del esparto. La riqueza comenzó a llenar las arcas cartaginesas y se acuñaron monedas de plata con la efigie del propio Asdrúbal.

Una vez más, el creciente poder púnico asustó a las factorías griegas establecidas en el noreste de la península Ibérica y este justificado temor provocó que volvieran a solicitar la mediación romana. Pero los latinos no estaban para muchos dispendios, dado que por entonces los celtas cisalpinos amenazaban con una invasión en toda regla desde el norte de la bota italiana. Roma envió embajadores para que se entrevistasen con Asdrúbal. Éste, consciente de la situación y de las ventajas que podría obtener, negoció con astucia una ampliación de influencia por el Levante peninsular. Los romanos, con más prisa que pausa, firmaron el tratado del Ebro en 226 a.C.

Por este documento se fijaba el río Ebro como frontera entre púnicos y griegos, con algunas cláusulas, como por ejemplo la que afectaba a la población de Sagunto, ciudad aliada de Roma que debía ser respetada aunque quedara rodeada por territorio afín a los cartagineses. Sin duda fue un gran acuerdo para Asdrúbal, siendo la primera victoria política tras el desastre de la primera guerra púnica.

Cartago Nova (Cartagena) aparecía en el concierto internacional como floreciente ciudad del Mediterráneo y era el centro de las actuaciones púnicas en Iberia.

En la metrópoli, el auge de Asdrúbal se contemplaba con recelo; algunos llegaron a denunciar que el yerno de Amílcar se estaba desentendiendo de Cartago para pensar en la creación de un reino independiente. Pero Asdrúbal se mantuvo fiel a su ciudad natal, fortaleciendo las relaciones con África y nutriendo a la urbe gracias a los beneficios de su envidiable situación económica.

Por desgracia, nunca sabremos lo que hubiese pasado de vivir unos años más, ya que en 221 a.C. Asdrúbal murió asesinado de un tajo con una falcata íbera. Según cuenta la historia, un guerrero fiel a su
devotio
se cobró venganza tras la ejecución de su jefe por orden de Asdrúbal.

La pérdida del valiente estratega cartaginés sembró de incertidumbre el campo púnico. No obstante, los soldados supieron elegir un nuevo caudillo que los comandase. A pesar de su juventud (tan sólo tenía veinticinco años), Aníbal Barca, hijo mayor de Amílcar, aceptó el honor de liderar aquella tropa tan identificada con su familia. Hasta entonces el muchacho había dirigido la caballería cartaginesa, dando buenas muestras de su genialidad. Había llegado la ocasión para que aquel siglo se descubriera ante uno de los mayores talentos de la epopeya militar, sólo comparable con la figura del mismísimo Alejandro Magno.

Aníbal, tras conseguir el mando, retomó su viejo —aunque no olvidado— juramento: el odio eterno a Roma.

Hannibal at portas

Entre los años 221 y 219 a.C., Aníbal condujo dos expediciones punitivas por el interior de la península Ibérica. Combatió a la tribu de los olkades para, posteriormente, devastar Helmantiké (Salamanca) y Arbucala (Toro), principales ciudades de los vacceos.

Seguramente no existía por parte de Aníbal ninguna pretensión conquistadora sobre estos territorios, pero sí la de dejar bien claro quién llevaba el control de la Península. Tras dos invernadas en Cartago Nova, los púnicos se prepararon para una acción militar contra Sagunto, ciudad aliada del enemigo romano.

En 219 a.C., las tropas cartaginesas cercaron la plaza, sometiéndola a un riguroso asedio. Los saguntinos resistieron y enviaron mensajeros a Roma solicitando su intervención en aquel desesperante episodio. Roma reaccionó con una prudencia impropia en otros tiempos. Los meses fueron pasando a la par que se debilitaba la resistencia saguntina. Aníbal, más decidido que nunca, ordenó el asalto total a la ciudad. De hecho era un
casus belli
para Roma y, como ya hemos señalado en las primeras páginas de este libro, estalló con total virulencia la segunda guerra púnica. La diferencia con respecto a la anterior conflagración era que, en esta ocasión, los cartagineses iban a llevar la guerra a las mismas puertas de Roma en una acción sin precedentes, que hoy día se sigue estudiando en todas las escuelas castrenses. Protagonistas de aquel acontecimiento fueron el ejército cartaginés de Aníbal y sus miles de tropas auxiliares íberas.

La unión de estos dos modos tan distintos de entender la guerra daría unos resultados tan óptimos como deslumbrantes en el mundo antiguo.

En la primavera de 218 a.C., Aníbal Barca fue capaz de reclutar un ejército tan numeroso como heterogéneo; 90.000 infantes, 12.000 jinetes y 37 elefantes de guerra pasaron revista ante los ojos de su orgulloso jefe en una llanura cercana a Cartago Nova. La decisión del estratega cartaginés era tan valiente como presuntuosa: nada menos que avanzar contra Roma sorteando los Pirineos, los Alpes y los Apeninos. Una proeza inasumible para cualquier mando militar, pero no para un genio descollante como Aníbal. Con paso firme, las formaciones iniciaron la marcha hacia el Ebro, primer obstáculo natural, que no tardaron en rebasar. Ante ellos se hacían patentes la perplejidad de las antiguas colonias griegas y la combatividad de las diferentes tribus locales que por entonces habitaban la actual Cataluña.

Durante semanas el ejército cartaginés estuvo limpiando de enemigos aquella región tan vital para los propósitos de la expedición. Consciente de esta importancia, Aníbal segregó del grueso de su ejército a unos 10.000 infantes y 1.000 jinetes que puso bajo el mando de su hermano Hannón, mientras que otros 15.000 soldados eran confiados a otro hermano, Asdrúbal, para que protegieran los territorios al sur del Ebro.

La misión de estas tropas era la de defender la retaguardia púnica y abastecer a la columna que se dirigía hacia Italia en cualquier momento de necesidad.

Aníbal hacía gala de una profundidad intelectual fuera de lo común; su visión de los acontecimientos venideros le hacía destacar sobre el resto de coetáneos. Sabía como nadie manejar a sus hombres, infundiéndoles el valor necesario para continuar en aquella campaña tan heterodoxa como desconcertante. En su círculo más próximo se encontraban oficiales de toda confianza que lucharon a su lado desde los tiempos en que su padre llegó a Iberia. Aníbal retomaba así el sueño de Amílcar y estaba dispuesto a homenajear a su progenitor rindiendo y humillando a la odiada Roma.

El joven caudillo conocía las vicisitudes de la milicia: se entrenaba, comía y pernoctaba junto a sus guerreros. En ese sentido cabe mencionar que los historiadores de la época relataron admirados la austeridad del general cartaginés y describieron en sus obras cómo Aníbal dormía en el suelo, pasaba hambre y tiritaba de frío al igual que cualquiera de sus hombres. Todos estos factores influyeron en el espíritu combativo de aquel ejército que avanzaba hacia los Alpes. Es cierto que formaban una amalgama de diversas nacionalidades y que muchos de ellos participaban en la empresa, simplemente, por el botín, pero no hay duda de que aquellos númidas, íberos, celtas, cartagineses… lucharon y murieron por Aníbal, un jefe al que sentían como un hermano mayor digno de ser escoltado hasta la gloria. Sólo eso justifica que tantos bravos guerreros siguieran con decisión a su líder, quien, por otra parte, comenzaba a infundir miedo en el pueblo romano. Sin duda este grande de la Historia fue el extranjero más valorado y temido por Roma, y sus actuaciones fueron las que alertaron al futuro imperio sobre cómo se deberían hacer las cosas si pretendía crecer como potencia mundial.

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