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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los romanos en Hispania (6 page)

BOOK: La aventura de los romanos en Hispania
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Con decisión, los romanos lanzaron una eficaz ofensiva sobre Cartago Nova en febrero de 209 a.C. Fue una operación de guerra relámpago que se concretó en apenas doce días, con el grueso de las tropas romanas frente a la ciudad que era símbolo de los cartagineses en Hispania. La sorpresa fue total para los púnicos, los cuales tuvieron que rendir la plaza sin presentar ningún tipo de oposición, dado que la guarnición establecida en la urbe se encontraba en absoluta inferioridad numérica. La maniobra romana se había extendido por tierra y mar y, ahora, las legiones y sus barcos se pertrechaban a costa de los vencidos.

Los hombres de Escipión capturaron un cuantioso botín compuesto por abundante plata —principal recurso cartaginés a la hora de pagar a sus mercenarios ibéricos—, además de una enorme cantidad de material bélico, incluidos 18 buques de la flota púnica. La suerte se alió otra vez con el procónsul al ser encontrados, en el interior de un recinto amurallado, más de 300 rehenes que los cartagineses habían tomado de sus tribus aliadas con el propósito de impedir ser traicionados en sus acuerdos militares. Publio ordenó la liberación de estos prisioneros, gesto que le granjeó la amistad de las correspondientes tribus nativas.

La toma sin esfuerzo de Cartago Nova es el primer gran acontecimiento militar en la carrera fulgurante de Escipión. Como es obvio, la buena nueva tardó muy poco en llegar a Roma. Con alborozo, senadores y plebe elogiaron el magnífico comportamiento de su bravo general, quien por otra parte veía crecer su leyenda de protección divina. Valga como ejemplo esta anécdota registrada en los instantes previos al asalto romano de la futura Cartagena. Según se dice, existía una zona pantanosa en las inmediaciones de la plaza púnica. Si los romanos querían tomarla deberían pasar obligatoriamente atravesando esas difíciles aguas. La pesada impedimenta de los legionarios hacía prácticamente imposible que éstos pudieran transitar por allí. Sin embargo, Escipión se plantó ante sus hombres para decirles que el mismísimo Neptuno se le había aparecido explicándole en sueños cómo se debía superar aquel lodazal pestilente. Los curtidos soldados se miraron entre sí algo incrédulos, aunque sabían que su jefe tenía fama de adivino y protegido de los dioses. Publio, sin decir más, empezó a correr por las aguas del otrora profundo pantano. Los legionarios, con ojos de asombro, comenzaron a vitorear a su jefe mientras lo seguían en su alocada carrera. En pocos minutos, todo el contingente atravesó el hasta entonces imposible pantano. ¿Fue un milagro de Neptuno? ¿Era Escipión un mimado del cielo? Lo cierto es que no sabemos responder a estas preguntas. Sí, en cambio, conocemos que unos días antes Escipión había mantenido algunas conversaciones con los pescadores de Tarraco, los mismos que le enseñaron cómo eran las mareas de aquellas costas, y su periodicidad. Por tanto, el inteligente Publio estaba sobre la pista del comportamiento de aquel traicionero pantano, mientras que sus hombres, en su mayoría agricultores, desconocían por completo el dato que su líder se guardaba bajo el peto acorazado. Tras cumplir con este capítulo, la moral del ejército romano subió como la espuma, pensando que sin duda Publio Cornelio Escipión luchaba bajo el manto protector de Neptuno, Júpiter y toda la cohorte celestial.

Tras conquistar la capital cartaginesa de la península Ibérica, las legiones de Escipión continuaron avanzando hacia el sur por la costa hasta llegar, posiblemente, a la zona almeriense, con la intención de controlar los inagotables recursos mineros que ofrecían aquellos pagos. Con el fin del verano, el procónsul optó por replegarse a Tarraco, su cuartel general, mientras ordenaba el levantamiento de fortificaciones defensivas en Cartago Nova a la espera de una hipotética contraofensiva cartaginesa.

En ese tiempo los ejércitos púnicos se encontraban repartidos en tres grandes cuerpos de combate que se esparcían por el sur, oeste y centro peninsulares. Esta táctica puede parecer algo incoherente tal y como estaban las cosas en 209 a.C., pero no olvidemos que Cartago cimentaba su poder bélico en la fuerza de sus mercenarios. Por tanto, que el ejército cartaginés en Hispania se distribuyera de ese modo bien pudiera obedecer al intento de reclutar nuevas tropas en la Celtiberia con el objetivo primordial de socorrer, finalmente, al necesitado Aníbal.

Las actuaciones de Escipión estaban siendo muy certeras, lo que permitía innumerables tratados diplomáticos con los nativos íberos. Tales fueron los pactos con Edecón, rey de los edetanos, tribu establecida en los márgenes del río Júcar; o de los poderosos Indíbil y Mandonio, jefes de los ilergetas, una tribu numerosa y muy combativa asentada en las tierras de la actual Lérida, que estuvo durante años guerreando a favor o en contra de los contendientes en aquel frente. A estos y a otros muchos reyezuelos ibéricos se sumó el magnífico apoyo del rey númida Sifax, quien envió a la Península algunos contingentes de su famosa caballería ligera. Los númidas fueron fundamentales en las guerras de aquel período. Raramente entraban en combate y se limitaban a cabalgar hasta donde se encontraba el enemigo, incordiándolo con sus afiladas jabalinas y escapando con destreza sin igual en unos pocos segundos.

Estos jinetes africanos ayudaron fielmente al ejército de Aníbal en sus victorias italianas, al igual que sirvieron con eficacia a Escipión en sus victorias hispanas y en la definitiva batalla de Zama.

La campaña de 208 a.C. se desarrolló por el valle del Guadalquivir. En esta ocasión los romanos trataban de seguir empujando a los cartagineses hacia el sur, mientras evitaban la confluencia de los tres ejércitos púnicos. Asdrúbal, que por entonces se encontraba operando cerca de Castulo, trató de plantear una batalla decisiva en Baecula (Bailén), con la esperanza de recibir los refuerzos de su hermano Magón y del general Giscón. Sin embargo, el ataque romano fue devastador y Escipión venció a los cartagineses, que abandonaron el campo de batalla dejando 8.000 muertos y 10.000 prisioneros. Asdrúbal escapó hacia el norte con los restos de su ejército, atravesando la Celtiberia y los Pirineos occidentales para superar los pasos alpinos en 207 a.C., año en el que fue derrotado y muerto en la batalla de Metauro sin poder auxiliar a su hermano.

La batalla de Baecula se convirtió en decisiva: los cartagineses, desorganizados y sin el liderazgo de Asdrúbal, se vieron forzados a retroceder para defender Gades, su último reducto de importancia en la península Ibérica.

Escipión manejó a la perfección sus dotes de estratega. Con la ayuda de su hermano Lucio y de su amigo el propretor Silano avanzó por el Guadalquivir, sofocando rebeliones tribales y reduciendo a los últimos núcleos de resistencia púnica. Por fin, los cartagineses se reagruparon para un último combate, que se produjo en Hipa (Alcalá del Río), con una nueva derrota para los soldados de Cartago. Era, de facto, el fin de la resistencia cartaginesa en Hispania. Las tropas legionarias tomaron Gades en 206 a.C. y Publio Cornelio Escipión pudo cumplir el sueño de vengar las muertes de su padre y de su tío, asunto que celebró con multitudinarias luchas de gladiadores.

Por su parte, Magón escapó a las Baleares, donde invernó tratando de reunir lo que pudo para viajar al encuentro de su hermano Aníbal. Se abasteció en las islas de Ibiza y Menorca, sin conseguir el apoyo de los mallorquines. Menguado de efectivos, se trasladó a la península italiana, desembarcando en las costas de Liguria. Sin embargo, el fracaso golpeó una vez más al nuevo ejército de refresco y se perdió cualquier posibilidad de socorrer al contingente púnico en Italia.

La segunda guerra púnica estaba al borde de rubricar su epílogo con un Aníbal aislado y sin esperanza de recibir refuerzo alguno.

Por su parte, Escipión viajó al continente africano para obtener un tratado de alianza con el rey númida Sifax, acuerdo que a la larga le facilitaría la victoria absoluta sobre Aníbal. Después regresó a la Península para sojuzgar a las tribus aborígenes que se habían sublevado al norte del Ebro; ésta fue su última acción en Hispania. De regreso a Roma fue aclamado por la plebe, aumentando las envidias que hacia él mantenían muchos senadores y patricios. En 202 a.C. obtuvo el sobrenombre de «el Africano» tras su resonante victoria en Zama.

Él mismo impuso los protocolos que ponían fin a dieciséis años de guerra, en los que habían muerto más de 300.000 soldados romanos. A pesar de todo, la paz no fue humillante para Cartago, a la que se dejó margen suficiente para rehacerse como potencia comercial, aunque tuvo que renunciar a la expansión colonial y a un ejército poderoso donde ya no podrían adiestrarse más elefantes de batalla. En el plano económico, la metrópoli norteafricana tuvo que asumir el pago de 10.000 talentos de oro durante cincuenta años; a cambio, se le permitía recuperar sus viejas posesiones africanas. En definitiva, Escipión fue magnánimo con los vencidos, lo que engrandeció su imagen de perfecto romano influido por las corrientes de pensamiento helenísticas: orgulloso sin ser altanero, ambicioso sólo para la grandeza de su patria. En resumen, nos encontramos ante uno de los mejores comandantes de la historia, un hombre que supo ver con intuición casi divina el inminente nacimiento del Imperio. No en vano su talento hizo posible la derrota de Cartago y la expansión romana por todo el Mediterráneo occidental.

Pero lejos de pretender algo más que el reconocimiento público, se retiró a la vida privada durante un tiempo, aunque en 194 a.C. su vitola de héroe le permitió ser elegido cónsul por segunda vez. Este cargo le posibilitó seguir acosando a su enemigo íntimo, Aníbal, con quien llegó a entrevistarse, como hemos visto.

En 184 a.C., una conjura promovida por Catón «el Viejo» lo forzó a un injustificado exilio, y falleció al año siguiente en Liternum, cuando contaba 53 años de edad. Años más tarde, un heredero suyo, Publio Cornelio Escipión Emiliano, entró en nuestra historia antigua haciéndose célebre por la destrucción total de Cartago y de su patrimonio cultural en la tercera y definitiva guerra púnica, librada entre 149 y 146 a.C.

Él fue el encargado de cubrir los territorios cartagineses con una densa capa de sal que impidiera crecer cualquier signo de vida en ellos. Más tarde sería el general que quebró el espíritu de resistencia numantino, como contaremos en las próximas páginas.

Citerior y Ulterior

La llegada a Hispania de Escipión y sus tropas fue determinante para la expulsión de los cartagineses de la península Ibérica. En 206 a.C., los romanos culminaban su invasión con la conquista de Gades. Previamente habían fundado una pequeña ciudad que poblaron en esencia con los heridos de la batalla de Hipa. Ese núcleo urbano llevó por nombre Itálica (Santiponce, Sevilla), futura capital de la provincia Ulterior. En esos años no se puede hablar de administración romana sobre Hispania, más bien debemos ceñirnos al concepto de expansión colonial por la fuerza de las armas.

Escipión estableció, gracias a sus incontestables éxitos militares, dos áreas poco definidas en cuanto a límites fronterizos pero claramente reconocibles en la geografía hispana. Por un lado la zona a la que se denominó Citerior, llamada así por su cercanía con Italia. En ese lugar se encuadraban territorios del este y noreste peninsular. Por otro estaba la zona Ulterior, nombre que diferenciaba a los territorios más lejanos con respecto a Roma. En este ámbito geográfico quedaban los lugares del sureste, sur y suroeste de la península Ibérica. En todo caso, el río Iber para una, y el río Betis para la otra, marcaban el origen de aquellas primigenias provincias romanas de Hispania.

Entre el 206 a.C. y el 197 a.C., los mandos provinciales fueron desempeñados por algunos procónsules elegidos de forma un tanto improvisada. Tengamos en cuenta que en aquel tiempo todavía no estaba claro cómo se ocuparía la Península y sobre todo cómo se llevarían los asuntos administrativos de unas latitudes cuajadas de tribus nativas muy reacias al pago de impuestos y a la concesión de tropas auxiliares para las guerras de Roma. Muchas ciudades ibéricas negociaron de forma dispar su presunta adhesión a los nuevos conquistadores. Desde la metrópoli latina se acuñaron términos que definieran la cercanía o alejamiento de las diferentes ciudades ibéricas. La clasificación establecía tres grados de unión con Roma: las
oppida foederata
gozaban de un tratado de amistad que las liberaba de un buen porcentaje impositivo por haber demostrado su fidelidad a los romanos en todo momento; luego estaban las
libera
, ciudades a las que Roma trataba de forma unilateral como amigas por la prestación puntual de algunos servicios. Finalmente, tenemos las
stipendiaria
. En este grupo se aglutinaban la mayor parte de las ciudades íberas, las que se habían opuesto con mayor intensidad a las tropas romanas, siendo doblegadas por acciones bélicas.

A estas plazas se les aplicó una mano dura sin concesiones, obligándolas a un pago abusivo de tributos, sin posibilidad de negociar nada que no fuera lo impuesto por Roma. El
stipendium
fijaba una recaudación tributaria anual que consistía en el pago obligado de oro o plata en monedas o lingotes. También se aceptaba una aportación en especies, principalmente textiles o cereales. Los tributos a recaudar fueron tan injustos como excesivos, y desencadenaron la hostilidad de muchas comunidades nativas, las cuales, una vez que se marchó Escipión, no tardaron en levantarse en armas contra los flamantes dominadores de la Península.

En 205 a.C., los caudillos ilergetas Indíbil y Mardonio lideraron una confederación de tribus que consiguió armar un ejército de 30.000 infantes y 4.000 jinetes para enfrentarse a las legiones romanas dirigidas por los procónsules L. Léntulo de la Citerior y L. Manlio Acidito de la Ulterior. El choque se produjo en los campos de los sedetanos (Zaragoza), con una derrota total para los ejércitos autóctonos. La persecución y represión sobre los supervivientes fue tan brutal como clarificadora. Los romanos no aceptaron negociar ninguna alianza, limitándose a ejecutar a los jefes rebeldes. Era un mensaje de advertencia para futuras desobediencias. Esa actitud dejaba manifiesta la intención de Roma para los siguientes decenios. Hispania se incorporaba como provincia de Roma y su gestión y explotación pasaba única y exclusivamente por las decisiones que se adoptasen en el Senado romano y no por ínfimas negociaciones con las tribus sometidas.

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