20 de agosto
Es sorprendente la facilidad con que me he acostumbrado a la idea de que, dentro de unos días (si el tiempo lo permite), cometeré un asesinato. No me emociona en lo más mínimo. Sólo siento la esporádica y leve intranquilidad que experimenta una persona normal antes de visitar al dentista. Supongo que cuando se está al borde de una acción semejante, durante largo tiempo estudiada y meditada, nuestra sensibilidad se embota. Es interesante. Me digo: «¡Pronto seré un asesino!» Y suena en mis oídos tan natural y desapasionadamente como si me dijera: «Pronto seré padre.»
Hablando de asesinos, esta mañana he tenido una larga conversación con Carfax, cuando he llevado mi coche al taller para que le cambien el aceite. Parece bastante decente: no puedo imaginarme cómo soporta al inaudito George. Es un admirador de las novelas policíacas, y me acribilló con preguntas relativas a su técnica. Discutimos la ciencia dactiloscópica, y los méritos comparados del cianuro, la estricnina y el arsénico, desde el punto de vista del asesino literario. Debo confesar que en esta última asignatura me descubrí bastante flojo: debo seguir un curso de venenos cuando vuelva a mi profesión de escritor. (Me extraña la calma con que admito que volveré a mi profesión cuando termine este pequeño interludio de George. Es como si Wellington se hubiera puesto a jugar con soldaditos de plomo después de Waterloo.)
Luego de haber charlado un rato, me dirigí hacia la parte trasera del taller. Mis ojos se encontraron con una escena más bien extraña: George, dándome su enorme espalda y cubriendo casi toda la ventana, se encontraba en la actitud de un hombre que apunta con un arma desde una casa sitiada. Se oyó un ruido: «fut». Me acerqué a él. Estaba disparando con un rifle de aire comprimido. «Otra rata inmunda —dijo cuando estuve a su lado—. ¡Ah, es usted! Estoy tirando al blanco sobre las ratas del vaciadero. Hemos probado con todo —trampas, veneno, gatos—, pero no disminuyen. Anoche esos bichos inmundos entraron y se comieron un neumático nuevo.»
—¡Qué rifle tan bonito!
—Sí. Se lo regalé a Phil en su último cumpleaños. Le prometí un penique por cada rata que matara. Creo que ayer cazó un montón. ¿Quiere probarlo? Juguemos un chelín. A ver quién mata más ratas en seis tiros.
A continuación tuvo lugar el divertido espectáculo de un asesino y de su futura víctima, conversando amablemente uno al lado de otro y tirando alternativamente a un montón de desperdicios lleno de ratas. Recomiendo esta escena a mis colegas: quedaría muy bien en el primer capítulo de una novela de Dickson Carr; Gladys Mitchell también podría escribirla de modo muy convincente, o Antony Berkeley.
George ganó el chelín. Cada uno mató tres ratas, pero George juró que yo apenas había herido a la última: no quise discutir; al fin y al cabo, ¿qué es un chelín entre amigos?
Hoy ha amainado un poco el viento, pero aún pueden presentarse ráfagas muy fuertes. Lo mejor sería matar a George mañana; generalmente descansa durante la tarde de los sábados, y no hay por qué retrasar el crimen. Es una broma bastante divertida que mi relación con George haya empezado y terminado con un accidente.
21 de agosto
Sí, hoy. Esta tarde George saldrá conmigo en el
dinghy
. Es el término de mi largo viaje y el comienzo del suyo. Durante el almuerzo, cuando le he pedido que me acompañara, mi voz pareció bastante natural. No me tiembla la mano, ahora, mientras sostiene el lápiz. Están formándose en el cielo unas nubes blancas; las hojas juegan ruidosamente con el sol. Todo saldrá perfectamente.
Fin del diario de Félix Lane
PLAN EN UN RÍO
George Rattery volvió al comedor, donde los otros todavía estaban de sobremesa. Se dirigió al hombre barbudo de cara redonda, que en ese momento tenía un terrón de azúcar en la cucharita y miraba cómo se desmoronaba y desaparecía debajo de la superficie del caliente líquido.
—Escuche, Felix; tengo que hacer un par de cosas todavía. ¿No quiere ir a preparar el barco? Nos encontraremos en el embarcadero dentro de un cuarto de hora.
—Muy bien. No hay prisa.
Lena Lawson dijo:
—¿Has hecho ya tu testamento, George?
—Es lo que justamente iba a hacer, pero no lo he dicho por delicadeza.
—Le cuidará, ¿no es cierto, Felix? —dijo Violeta Rattery.
—No te metas. Violeta, yo sé cuidarme solo. No soy un niño de pecho, ya lo sabes.
—Cualquiera pensaría —dijo suavemente Felix Lane— que George y yo vamos a cruzar el Atlántico en una canoa. No, George ha de vivir aún hasta que le cuelguen, siempre que haga exactamente lo que yo le diga y no se amotine en mitad del río.
Por un momento, George pareció enojado; sus labios se curvaron debajo de sus grandes bigotes; no le agradaba la idea de ser dirigido por nadie.
—Está bien —dijo—. Seré juicioso. No tengo intención de ahogarme, se lo aseguro. Nunca me ha gustado el agua, salvo para echarle whisky. Póngase su gorra de marinero, Felix. Estaré con usted dentro de un cuarto de hora.
Todos se levantaron y salieron del comedor. Diez minutos después, Felix se encontraba dirigiendo el
dinghy
hacia la parte exterior del embarcadero. Con la deliberada minuciosidad del experto, levantó las tablas del fondo, achicó el agua y las volvió a colocar; puso el timón; colocó el foque e izó la driza para ver si corría libremente, antes de dejar la vela sobre las combas y ocuparse de la vela mayor. Sujetó el botalón al palo, enganchó un extremo de la driza al estribo de la verga, y, coleándose a barlovento, izó la vela. Ésta se sacudía y flameaba con los embates del viento intermitente. La arrió de nuevo, sonriendo distraído, y armó los botequines y las chumaceras, bajó la tabla central, jugó un momento con las amarras del foque, y se sentó para esperar a George fumando un cigarrillo.
Todo había sido hecho con una cautela minuciosa y deliberada. Sería espantoso que surgiera algún inconveniente antes del momento tan esperado. Junto al embarcadero, el agua se deslizaba gorgoteando. Mirando agua arriba, podía ver el puente y la parte del río frente al vertedero del taller, donde George había seguramente hundido las pruebas condenatorias del accidente. Recordando aquel día, hacía casi ocho meses, cuyo horror surgía ahora destacándose entre la sucesión de días donde a veces había parecido sepultado, su boca se endureció y el cigarrillo le tembló entre los dedos. Ahora se encontraba más allá del bien y del mal; le parecían palabras tan vacías e inconsistentes como la lata y la envoltura de un helado que pasaban junto a él arrastrados por la corriente. Había construido una estructura de pretextos falsos en torno a su verdadero propósito; ahora se había puesto en movimiento, y era demasiado tarde para saltar fuera de ella; se vería arrastrado hacia el fin inevitable tan irremediablemente como aquellos restos que eran arrastrados por la corriente. Hacia el fin inevitable, de una manera o de otra; por un momento contempló la posibilidad de que su plan fracasara; se sintió bastante fatalista. Como un soldado en la línea de fuego, no veía más allá de la hora presente; al otro lado, todo era irreal, ahogado por el
stacato
unísono de la emoción del momento, los tambores que sonaban en su corazón, el viento que golpeaba intermitente en sus oídos.
Su ensueño fue roto por el ruido de unos pasos sobre el embarcadero. George le miraba desde arriba, una montaña de hombre, las manos en las caderas.
—¡Dios! ¿Debo meterme en esto? ¡Oh, bueno, vamos, que suceda lo que Dios quiera!
—No, allí no. Siéntese en el banco del medio, y quédese al lado de barlovento.
—¿Ni siquiera puedo sentarme donde quiero? Siempre supuse que éste era un juego de tontos.
—Donde le digo es más seguro. Equilibra mejor el barco.
—¿Más seguro? ¡Ah, sí! Muy bien, profesor, salgamos.
Felix Lane izó el foque, luego la vela mayor; se sentó en la popa, y con dos ágiles movimientos fijó el extremo de babor del foque, y lo aseguró con una agarradera corrediza; luego, mientras izaba la vela mayor, el barco agarró el viento y se deslizó fuera del embarcadero. Navegaban libremente, con el viento que soplaba a través de los prados acuáticos por la manga de estribor. Con los pies asegurados sobre la cubierta, agarrándose de la borda con las manos, George Rattery miró cómo el molino pasaba a su lado; nunca lo había visto desde este ángulo; pensó que era un lugar pintoresco, pero que debían trabajar con pérdidas. Las burbujas murmuraban y bullían en la estela; el agua golpeaba apresuradamente contra las combas. Deslizarse así era apacible, mirando las casas que pasaban con suavidad como sobre una cinta ondulante. El sentimiento de temor de George comenzó a disminuir; le divertía ver cómo Felix se ajetreaba incesantemente con la cuerda y con el timón, mirando todo el tiempo por encima del hombro derecho, simulando que todo aquello era muy difícil. Dijo:
—La navegación siempre me había parecido un poco misteriosa. Pero ahora veo que no es para tanto.
—¡Oh!,
parece
muy fácil. Pero espere a que... —Felix volvió a empezar—. ¿Quiere probar un poco cuando lleguemos a aquel remanso?
George rió jovialmente.
—¿Un novato como yo? ¿No teme que tumbe el barco?
—Irá muy bien, siempre que haga exactamente lo que yo le indique. Vea: «timón arriba» es a este lado; «timón abajo» a este otro. Ponga siempre timón abajo cuando sienta que el barco se escora: lo pone en la dirección del viento, y desparrama el viento de las velas. Pero no demasiado bruscamente, porque si no se para en seco, y cuando esto sucede el barco pierde la dirección y usted queda a merced de cualquier racha que le golpee de lado mientras toma el viento de nuevo.
George sonrió; sus dientes eran grandes y blancos. Por un momento pareció una caricatura francesa de algún hombre de Estado inglés, con una mirada de ávida y solemne satisfacción.
—Bueno, me parece tan fácil como hacer pasteles. No puedo imaginarme la razón de tanto alboroto.
Felix sintió una repentina oleada de furia. Tenía ganas de golpear a aquel bulto humano, burlón y satisfecho de sí mismo. Cuando Felix se irritaba mucho, su reacción no era atacar directamente la causa, sino arriesgarse, si estaba en un coche o en un barco; llegaba entonces al borde mismo de la temeridad, y casi siempre aterrorizaba a la otra persona. Ahora, mirando por encima del hombro, notó una ráfaga que corría hacia ellos sobre el agua, y desplazó la vela mayor. El
dinghy
se escoró como si una mano grande como una nube se apoyara sobre el palo. Puso el timón bien abajo. Por la borda de sotavento entró un poco de agua, mientras el
dinghy
giraba hacia el viento y se enderezaba, sacudiéndose la ráfaga como un perro que se sacude el agua del lomo. Cuando sintió el primer tumbo del barco, George balbuceó un juramento. Felix observó con evidente placer que el hombre tenía ahora un definido color verde y que le observaba con una inquietud que ni siquiera trataba de disimular.
—Mira, Lane —comenzó a decir George—; yo preferiría...
Pero Felix, sonriéndole inocentemente y libre ya de su momentánea irritación, con un deleite infantil al notar el buen cariz que su maniobra tomaba, dijo:
—¡Oh, eso no es nada! No tiene por qué inquietarse. Cuando lleguemos al remanso y empecemos las bordadas, estaremos haciéndolo todo el tiempo.
—En ese caso, será mejor que me baje y vaya andando.
George dejó oír una risa corta e inquieta. Pensó: «El mequetrefe quiere asustarme; no debo mostrarme miedoso; además, no tengo miedo.»
Al cabo de unos minutos de navegación llegaron a la esclusa. El jardín de la ribera derecha, frente a la casa del vigilante, estaba desbordante de flores —dalias, rosas, malvas, lino rojo— en apretadas hileras, agitadas por el viento, como un ejército en su brillante diversidad de uniformes. El vigilante salió fumando una pipa de barro, y se apoyó de espaldas extendiendo sus brazos contra la gran viga de madera que abría las hojas del azud.
—Buenos días, señor Rattery. No se le ve a menudo por aquí. Bonito día para navegar.
Hicieron entrar al
dinghy
en la esclusa. Abiertas las compuertas, el agua comenzó a salir con un rugido y el barco descendió más y más hasta que el palo sobresalió tan sólo un pie por encima de la esclusa y ellos se encontraron encerrados entre las verdes paredes fangosas. Felix Lane trató de contener su creciente impaciencia; afuera, media milla más allá de la puerta de madera, estaba el último tramo; allí quería llegar pronto, terminar de una vez, comprobar que sus cálculos habían sido correctos. En teoría parecían impecables; pero ¿llegado el momento? Suponiendo, por ejemplo, que George supiera nadar... El agua golpeaba y bramaba a través de las compuertas, como un rebaño salvaje, abriéndose camino a través de una empalizada; pero para Felix era como si goteara lenta y débilmente, el hilo tenue de un reloj de arena. El agua de la esclusa debía de estar ya al nivel exterior de la corriente; pero aquel maldito George todavía estaba hablando a gritos con el vigilante, prolongando la agonía de Felix. Parecía, casi, como si quisiera postergar la suya.
Felix pensó: «¡Dios!, ¿cuánto tiempo aún? A este paso estaremos aquí todo el día; el viento puede amainar antes de que lleguemos al remanso.» Miró disimuladamente al cielo. Todavía pasaban las nubes, surgiendo del horizonte y deslizándose hacia el confín opuesto. Observó minuciosamente a George: el pelo negro que cubría el dorso de sus manos, el lunar del antebrazo, la curva de su codo derecho mientras sostenía frente a los labios un cigarrillo. En ese momento, George no tenía para él más sentido emocional que el cadáver que uno está a punto de embalsamar; George era tan sólo un cuerpo con el cual había que hacer determinadas cosas; la aguda impaciencia de Felix le había llevado más allá del odio; sólo había lugar en él para la impaciencia: la sensación de una periferia girando locamente, y en el centro una paz inefable y profundamente tranquila.
El bramido del agua se había transformado en un gorgoteo. Las compuertas empezaron a abrirse, mostrando una perspectiva de río y de cielo que aumentaba gradualmente.
—Van a tener viento fuerte cuando estén en el recodo del río —les gritó el vigilante mientras el bote comenzaba a alejarse.
George Rattery le contestó a gritos:
—¡Hemos tenido un ventarrón del diablo por el camino! ¡El señor Lane hizo todo lo que pudo para que nos fuéramos al agua!