—Bueno, ¿por qué no empieza a hacer algo pronto? Estamos a mitad de camino de la esclusa. ¿O ha decidido, después de todo, no ahogarme? —Felix levantó un hombro con un pequeño ademán—. ¿No? Lo suponía. Ha perdido el coraje, ¿no? Quiere salvar su maldito gaznate. Me imaginé que no tendría la valentía de ir hasta el final y de aceptar las consecuencias. Confié en ello. Bastante buen psicólogo, ¿no?... Bueno, no hable, hablaré yo.
Y pasó a explicar, entre otras cosas, cómo las observaciones de Felix, un día, mientras almorzaban, le habían despertado su curiosidad acerca de la «novela policíaca» que estaba escribiendo; por eso había subido a la habitación de los invitados una tarde en que Felix había salido, y descubierto el escondite, y leído el diario. Había tenido antes vagas sospechas acerca de Felix, y el diario comprobó que eran fundadas.
—Ahora —concluyó— le tengo a usted en la cuerda floja. De ahora en adelante tendrá que portarse bien, Pussy; deberá cuidar mucho, mucho, sus pasos.
—No puede hacer nada —dijo Felix sombríamente.
—¡Oh! ¿Conque no puedo? No sé gran cosa de nuestra posición legal; pero ese diario suyo le provocaría muy probablemente un veredicto de tentativa de homicidio.
Cada vez que George pronunciaba la palabra diario, se detenía, luego la escupía con furia, como si se le hubiera pegado a la garganta. No había apreciado sin duda el análisis de su carácter que dicho diario contenía. El silencio apagado de Felix parecía enfurecerle: empezó de nuevo a insultar a su compañero, no violentamente como antes, sino en términos incrédulos, quejosos y escandalizados, casi como si estuviera quejándose de la radio de un vecino que le impidiera dormir de noche,
Mientras George se preparaba progresivamente para otra explosión de virtuosa indignación, Felix le cortó en seco:
—Bueno, ¿qué piensa hacer?
—Tengo bastantes ganas de entregar su diario a la policía. Eso es lo que debería hacer. Pero por supuesto sería muy desagradable para Lena y... todos los demás. Es posible que me decida a venderle el diario a usted. Tiene bastante dinero, ¿no? ¿No quiere hacer una oferta por él? Tiene que ser una oferta generosa.
—No sea estúpido —observó Felix, inesperadamente.
George dio un respingo y miró incrédulamente a su compañero.
—¿Qué? ¿Qué es eso? ¿Qué diablos quiere decir con...?
—He dicho «no sea estúpido». Usted sabe muy bien que no puede entregar mi diario a la policía...
George le dirigió una mirada cautelosa y calculadora. Hundido en la popa, el brazo rígido sobre el banco, Felix miraba atentamente la vela. George siguió la dirección de su mirada, persuadido por un momento de que podía surgir de la vela, curva e hinchada, alguna sorpresa. Felix continuó:
—Por la importante razón de que usted no quiere que la policía le persiga por una acusación de homicidio.
George parpadeó. Su gruesa cara se cubrió de sangre. Increíblemente, en el ardor del triunfo sobre su pequeño y peligroso adversario, en el tumultuoso alivio que había sentido al comprobar que ya había pasado el peligro físico, en la deliciosa expectativa de todo lo que podía hacer con el dinero de la venta del diario, había pasado por alto su contenido: la peligrosa información que Felix poseía. Sus dedos se crisparon; le dolían de ganas de rodear el cuello de su compañero, de hundirse en sus ojos, machacando y destrozando al pequeño intrigante que parecía haberse librado de una situación difícil; que le había devuelto el golpe.
—Usted no puede probar nada de lo que afirma —dijo amenazadoramente. La voz de Felix era indiferente:
—Usted mató a Martie, usted mató a mi hijo. No tengo la menor intención de comprarle mi diario. No creo que sea necesario fomentar los chantajes. Entréguelo a la policía, si quiere. Aplican sentencias bastante largas por homicidio casual, ¿sabe? Usted no está en condiciones de ocultar lo que ha hecho; y aunque pudiera hacerlo, Lena no podría. No, es un empate, amigo mío.
En las sienes de George sobresalían las venas. Sus puños apretados empezaron a levantarse. Felix dijo rápidamente:
—Yo trataría más bien de quedarme quieto, porque, si no, podría producirse un accidente auténtico. Un poco de control no le vendría mal.
George Rattery explotó en un torrente de injurias, que despertó de su éxtasis a uno de los pescadores de las orillas. «Debe de haberle picado una avispa —pensó—. Mal año para las avispas; dicen que el otro día uno de los jugadores del equipo del condado fue picado mientras estaba pateando; el otro no parece preocuparse mucho; me gustaría saber qué gusto puede tener en recorrer el río arriba y para abajo en un barquito. A mí que me den una lancha a motor bien cómoda, con un cajón de cerveza en la cabina.»
—¡Usted se irá de mi casa y no volverá más! —seguía gritando George—. Si vuelvo a verle otra vez, enano, le haré mermelada. Le...
—¿Y mi equipaje? —dijo Felix, blandamente—. Tengo que volver para hacer mis maletas.
—Usted no cruza más mis umbrales, ¿me oye? Lena puede hacerle las maletas —Por la cara de George pasó una expresión de astucia—. Lena... Me gustaría saber qué dirá cuando sepa que no ha sido más que un medio para llegar hasta mí.
—Será mejor que no la mezcle en esto —Felix sonrió amargamente para sí mismo, molesto por haberse dejado infectar por la actitud melodramática de George. Se sentía cansado, lastimado. Gracias a Dios llegarían dentro de un minuto a la esclusa y allí podría dejar a George en tierra. Puso el timón abajo y arrió la vela mientras se acercaban a la curva. El botalón cayó a estribor; el barco se desvió y zambulló; puso el timón bien arriba y volvió a su dirección. La parte que en él ejecutaba estos movimientos era real, todo el resto era un sueño. Podía ver a babor las flores apretadas y brillantes en el jardín del vigilante. Se sintió melancólico y solitario. Lena... No se atrevía a pensar en el futuro. Se lo habían quitado de las manos de manera inesperada.
—Sí —decía George—, ya me encargaré de que Lena sepa qué especie de puerco es usted. Eso hará que todo termine entre ustedes.
—No se lo diga demasiado pronto —dijo cansadamente Felix— porque podría negarse a hacer mis maletas. Entonces tendría que hacerlas usted mismo, y eso sería terrible, ¿no? Víctima providencialmente salvada arregla la maleta del asesino frustrado.
—No sé cómo puede quedarse ahí sentado y bromear. ¿No comprende...?
—Muy bien, muy bien. Los dos nos hemos pasado de listos. Dejémoslo así. Usted mató a Martie, y yo no he conseguido matarle a usted; por suerte usted me gana por puntos.
—¡Oh, por Dios, cállese, monstruo sin sangre! No puedo soportar más su cara. Déjeme salir de este maldito barco.
—Muy bien. Aquí está la esclusa. Usted se baja aquí. Córrase, tengo que arriar la vela. Puede mandar mis cosas al Angler’s Arms. ¿No quiere que firme en su libro de visitas?
George abrió la boca para dejar escapar la rabia que de nuevo hervía en él; pero Felix, mostrándole al vigilante que se aproximaba, dijo:
—No delante de los sirvientes, George.
—¿Han tenido un buen paseo, caballeros? —preguntó el vigilante—. ¡Ah!, ¿usted se baja aquí, señor Rattery?
Pero George Rattery ya había saltado fuera del bote y pasado al lado del hombre, y se alejaba rápidamente sin decir una palabra, a través del jardín, cuidado y floreciente, con su enorme cuerpo que se abalanzaba despiadadamente sobre las flores, como un tanque, caminando en su ciega furia por encima de los canteros y aplastando el lino rojo con los pies.
El vigilante le miró con la boca abierta. La pipa de barro cayó de sus labios y se estrelló sobre el muelle de piedra.
—¡Oiga! ¡Eh, señor! —dijo por fin con una voz incierta y herida—. ¡Cuidado con mis flores, señor!
Pero George no le hizo caso. Felix contempló sus anchas espaldas alejándose hacia la ciudad, y la línea que sus pies habían cortado a través de las atónitas y lucientes flores. Fue lo último que vio de George Rattery.
EL CUERPO DEL DELITO
Nigel Strangeways estaba sentado en un sillón, en el apartamento que había alquilado después de su matrimonio con Georgia, hacía dos años. Por la ventana podía admirar la dignidad precisa y clásica de una de las pocas manzanas del Londres del siglo XVII, no entregadas aún a los innecesarios negocios de lujo y a las portentosas casas de apartamentos para amantes de millonarios. Sobre las rodillas de Nigel yacía un enorme almohadón rojo, y sobre el almohadón, un libro abierto; a su lado estaba el excesivamente complicado y fastuoso atril de lectura que Georgia le había regalado para su cumpleaños. Georgia se encontraba en este momento paseando por el parque, y por eso él podía volver a su antigua costumbre de leer cómodamente con su almohadón.
Pronto, sin embargo, tiró al suelo libro y almohadón. Se sentía demasiado cansado para interesarse. El extraño caso de la colección de mariposas del almirante, que acababa de llevar hacia una feliz aunque complicada solución, le había dejado exhausto y deprimido. Bostezó, se levantó, vagó un poco por la habitación, hizo una mueca al ídolo de madera que estaba sobre la chimenea, y que Georgia había traído de África; cogió del escritorio unas hojas de papel y un lápiz, y se hundió de nuevo en el sillón.
Georgia, al entrar veinte minutos después le encontró sumido en el trabajo.
—¿Qué estás escribiendo? —preguntó.
—Estoy componiendo un catecismo de Conocimientos Generales.
Favete linguis
.
—¿Eso quiere decir que debo quedarme tranquilamente sentada hasta que acabes? ¿O quieres que me acerque y respire sobre tu hombro?
—Prefiero la primera alternativa. Estoy sosteniendo un
tête-a-tête
con mi subconsciente. Es muy reconfortante.
—¿Puedo fumar?
—Por favor, como si estuvieras en tu casa.
Después de unos minutos, Nigel le entregó una hoja de papel.
—Me gustaría saber cuántas preguntas puedes contestar —dijo.
Georgia tomó la hoja y leyó en voz alta:
1. ¿Dónde vive actualmente Kubla-Kahn?
2. ¿Quién o qué era el «ama-seca húmeda de los leones»?
3. ¿En qué sentido eran los Siete Sabios?
4. ¿Qué sabe acerca del señor Bangelstein? ¿Qué no sabe acerca de Bion el Borysthenita?
5. ¿Ha escrito usted alguna vez una carta a la prensa relativa a los juncos quebradizos? ¿Por qué?
6. ¿Quién es Sylvia?
7. ¿Cuántos pájaros en mano valen ciento veinticinco volando?
8. ¿Cuál es la tercera persona del plural del pluscuamperfecto de ?
9. ¿Cuál fue el segundo nombre de Julio César?
10. ¿Qué cosa no es soplar y hacer botellas?
11. Decir los nombres de las dos primeras personas que sostuvieron un duelo con arcabuces en globo.
12. Dar razones explicando por qué las personas siguientes no sostuvieron duelos en globo con arcabuces: Pablo y Virginia; Más y Pi; Catón el Joven y Catón el Viejo; usted y yo.
13. Decir la diferencia entre el ministro de Agricultura y un Club de Pesca.
14. ¿Cuántos pies hay que buscar a un gato de siete vidas?
15. ¿Dónde están los muchachos de entonces? Ilustrar la contestación con un croquis aproximado.
16. ¿Cuán pronto se va el placer?
17. «Sólo los tontos como yo hacen poemas.» Refutar esta declaración, aunque no es obligatorio.
18. ¿Cree usted en las hadas?
19. ¿Qué célebres deportistas hicieron las siguientes declaraciones?:
a) «Lo volvería a cortar en tiras.»
b)
«Qualis artifex pereo.»
c) «Volverán las oscuras golondrinas.»
d) «En mi vida me sentí tan ofendido.»
e) «Ya no abriré la boca.»
20. Decir la diferencia entre Mozart y el jabón Sunlight.
21. ¿Qué prefiere usted: la Cosmo-terapia o la Descongelación de Valores?
22. ¿En cuántos idiomas se ha impreso la sopa de letras?
Georgia hizo una mueca con la nariz.
—Haber recibido los beneficios de una educación clásica debe ser terrible —dijo sombríamente.
—Sí.
—Te hacen falta unas vacaciones, ¿no?
—Sí.
—Podríamos irnos unos meses al Tíbet.
—Prefiero Hove. No me gusta la leche de yak, ni las tierras lejanas, ni las llamas.
—No hay llamas. Son lamas.
—Es lo que yo quería decir. Llamas.
Sonó el teléfono. Georgia se levantó para contestar. Nigel observó sus movimientos; su cuerpo era ágil y ligero como el de un gato; nunca dejaba de gustarle; estar con ella en la misma habitación bastaba para reconfortarle; y su triste y pensativa carita de mono contrastaba extrañamente con la enorme gracia de su cuerpo, siempre envuelto en rojos flameantes, amarillos y verdes vivísimos.
«Habla Georgia Strangeways... ¡Ah!, ¿es usted, Michael? ¿Cómo le va? ¿Qué tal Oxford?... Sí, está aquí... ¿Un trabajo? No, Michael, no puede... No, está agotado, un caso difícil... No, realmente, está un poco mal de la cabeza... Acaba de preguntarme qué diferencia hay entre Mozart y el jabón Sunlight, y... Sí, ya sé que no viene al caso, pero estamos a punto de tomarnos unas vacaciones, así que... ¿Un caso de vida o muerte? Querido Michael, ¡qué frases extrañas aprende por ahí! ¡Oh, muy bien, le hablará él mismo!»
Georgia le entregó el auricular. Nigel sostuvo una larga conversación. Cuando terminó, tomó a Georgia por debajo de los brazos y la hizo girar por los aires.
—Supongo que toda esta efervescencia significa que alguien ha matado a alguien, y que has decidido meter la nariz en el asunto —dijo ella, cuando él la hubo dejado sobre una silla.
—Sí —dijo Nigel con entusiasmo—. Una situación sumamente extraña. Te lo aseguro. Un amigo de Michael, un hombre llamado Frank Cairnes; parece que es el Felix Lane que escribe novelas policíacas, se decidió a matar a un tipo, y fracasó, y ahora han matado de veras al tipo, con estricnina. Este Cairnes quiere que yo vaya y pruebe que no ha sido él.
—No creo una sola palabra. Son cuentos. Oye, si insistes, te acompañaré a Hove. No estás en situación de ocuparte de otro asunto. Debes descansar y no ocuparte de nada.
—Debo hacerlo. Michael dice que Cairnes es una persona decente, y está en una situación sumamente difícil. Por otra parte, Gloucestershire nos vendría bien para un cambio de aires
—No puede ser muy decente si quería matar a alguien. Déjalo. Olvídalo.
—Se encuentra en una situación desesperada. El individuo había atropellado al hijo de Cairnes y le había matado. La policía no lo descubrió; entonces Cairnes le buscó por su cuenta y...