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Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

La bestia debe morir (5 page)

BOOK: La bestia debe morir
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Dormiré un poco. El despertador sonará otra vez a las cuatro de la mañana. Me gustaría saber qué encontraré en la red.

8 de julio

Ayer no tuve suerte. Pero esta mañana la mosca ha entrado en la red. ¡Y qué mosca! Gris, cansada, semidormida. ¡Uf! He pensado bastante acerca de quién será el autor de estas cartas: generalmente están escritas por analfabetos subnormales (no las mías) o por personas «respetables» con algún complejo oculto. Pensé en el pastor, el maestro, la empleada del correo, hasta en Peters y en el general Shrivenham; tal es la mentalidad del escritor policial: elegir la persona más inverosímil. Por supuesto, muy correctamente, resultó ser la más verosímil.

El picaporte del portón sonó débilmente poco después de las cuatro y cuarto de la mañana. A la confusa luz de la madrugada alcancé a ver una persona que venía por el camino: primero se movía despacio, indecisamente, como reuniendo valor, o temiendo ser descubierta; luego su andar se transformó en un extraño trote rápido y mantenido, como el de un gato cuando lleva un ratón.

Entonces vi que era una mujer, extrañamente parecida a la señora Teague.

Bajé precipitadamente. Había dejado la puerta del frente sin llave, y, mientras el sobre se deslizaba dentro de la caja de la correspondencia, abrí de golpe la puerta. No era la señora Teague. Era la señora Anderson. Podría haberlo adivinado; el día que me evitó en la calle, su viudez, su soledad, su ávido instinto maternal que se había volcado sobre Martie... Pero era una vieja tan tranquila, inocua, trivial; nunca se me ocurrió pensar en ella.

Siguió una escena muy desagradable. Temo haber dicho algunas cosas hirientes. Me había hecho perder mucho sueño, no era extraño que estuviera un poco irritado. Pero el aguijón de sus cartas debía haber penetrado más profundamente de lo que yo creía. Me sentí frío y furioso, y devolví con rabia los golpes. En torno a ella había una especie de aire encerrado, sucio, como el de un apartamento lleno de mujeres después de un largo viaje nocturno, que me produjo furia y asco. No dijo nada; se quedó allí parpadeando, como si despertara de un sueño desagradable; después de un rato empezó a llorar, como una llovizna fina y desesperada. Ustedes saben cómo ese tipo de cosas despierta al matón que yace dentro de nosotros; uno amontona crueldad sobre crueldad para ocultar la lucha del remordimiento y del asco. Fui implacable. No me siento orgulloso. Por fin se fue, como arrastrándose, sin una palabra. Le grité que si el hecho volvía a repetirse le denunciaría a la policía. Debía estar fuera de mí. Un espectáculo muy, muy desagradable. Pero no tendría que haberme escrito eso de mí y de Martie. ¡Oh, Dios mío, quisiera estar muerto!

9 de julio

Mañana prepararé mis maletas y me iré de aquí. Frank Cairnes desaparecerá. Felix Lane se mudará a un piso amueblado que ha alquilado en Maida Vale. Espero que nada los asocie, excepto el osito tuerto de Martie, que me llevo conmigo, para que me haga recordar. Creo haber pensado en todo. Dinero. Una dirección para que la señora Teague me mande las cartas; le he dicho que probablemente me quedaré un tiempo en Londres, o quizá viajando. Ella cuidará de la casa mientras yo no esté. Me pregunto si regresaré alguna vez. Tendría que vender la casa, pero no me gusta hacerlo: un lugar donde Martie ha sido feliz. Pero ¿qué haré después? ¿Qué hace un asesino cuando se le ha terminado el trabajo? ¿Vuelve a escribir novelas policíacas? Parece un contrasentido. Bueno, por hoy es suficiente.

Siento como si me hubieran quitado las cosas de las manos. Es lo mejor para una persona sensitiva e indecisa como yo. Arreglar las circunstancias de tal manera que la obliguen a la acción. Éste debe ser el sentido de viejas frases como «quemar las naves» y «cruzar el Rubicón». Me imagino que Julio César debía de ser neurótico, al estilo de Hamlet; casi todos los grandes hombres de acción lo fueron; por ejemplo, T. E. Lawrence.

Me resisto a admitir la posibilidad de que la relación Lena-George sea un callejón sin salida; no sería capaz de volver a empezar desde el principio. Mientras tanto, hay mucho que hacer. Tengo que crear el carácter de Felix Lane: sus padres, sus rasgos característicos, su biografía. Tengo que ser Felix Lane. Si no, Lena o George pueden sospechar. Para cuando Felix Lane me haya sustituido, mi barba ya será mayor de edad: haré entonces mi primera visita a la British Regal Films Inc. Suspenderé este diario hasta ese momento. Creo seguir la dirección más apropiada. Me gustaría saber si Lena se enamorará de mi barba; uno de los personajes de Huxley recomienda las propiedades afrodisíacas de las barbas; veré si es cierto.

20 de julio

¡Qué día! He ido por primera vez al estudio cinematográfico. Preferiría trabajar en el infierno, o incluso en un asilo, antes que en un estudio cinematográfico. El calor, el estrépito, la fantástica artificiosidad del conjunto: parecía una pesadilla bidimensional; las personas tan poco sólidas o reales como los decorados. Y uno está siempre tropezando con cosas; si no es un cable eléctrico, es la pierna de alguno de los integrantes de una horda de extras, que están todo el día sentados sin hacer nada, como las infelices criaturas del limbo dantesco. Pero mejor será empezar por el principio.

Me ha recibido Callaghan, el hombre para quien Holt me había dado una tarjeta de presentación; muy pálido, delgado, casi demacrado, con un brillo extrañamente fanático en los ojos, gafas de concha, jersey gris, pantalones de franela; todo muy sucio, desarreglado, y de alta tensión, exactamente como una caricatura teatral de un director de películas. Ostensiblemente eficaz, hasta la punta de los dedos (manchados de amarillo brillante; lía sus propios cigarrillos; mientras está fumando uno empieza a liar el otro: son los dedos más inquietos que he visto en mi vida).

—Bueno, «muchacho» —dijo—, ¿quiere ver alguna cosa determinada, o prefiere que recorramos todo el espinel?

Indiqué mi preferencia por el espinel.

Como un inocente. Pareció que duraba horas y horas; Callaghan emitía tecnicismos, continuamente, hasta dejarme la cabeza como un papel secante de oficina de Correos; espero que mi barba haya ocultado la absoluta incomprensión de mi mente; encontrarán escrito en mi corazón, cuando yo muera, «ángulos de toma y montaje» (aunque no sé qué son). Callaghan es implacablemente detallista. El escaso poder receptivo que yo tenía al empezar se agotó del todo después de media hora de enredarme en cables eléctricos, de encandilarme entre lámparas de arco y de ser aplastado por activos operarios; diré de paso que el lenguaje de este lugar dejaría a un sargento o a un carretero a la altura de un representante de la «Liga de la Pureza». Yo buscaba sin parar a Lena Lawson, y descubría que era cada vez más difícil introducir de una manera inocente su nombre en la conversación.

No obstante, Callaghan me dio una oportunidad, cuando nos detuvimos para almorzar. Hablábamos de novelas policíacas y de la imposibilidad de hacer películas con las mejores: él había leído dos mías, pero no tenía ninguna curiosidad sobre el autor. Yo creía que me obligaría a eludir preguntas molestas; Callaghan, sin embargo, sólo se interesaba por la técnica (que, por supuesto, pronuncia «ténica»). Holt le había dicho que yo iba en busca de detalles y del ambiente necesarios para una nueva novela. Después de un rato se le ocurrió preguntar por qué había acudido para mis investigaciones a esa compañía; aproveché la oportunidad y dije que la última película inglesa que había visto era
Pantorrillas de criada
, realizada por ellos.

—Hubiera creído —dijo— que usted no se acercaría ni a una legua de distancia a una compañía que produce semejante porquería.

—¡Qué imparcialidad! —dije.

—¡Caramba, ropa interior y chistes para empleados! Era una película intolerable.

—Esa chica, ¿cómo se llama?, Lawson; me pareció que no estaba mal. Muy interesante.

—¡Oh, Weinberg quiere imponerla! —dijo Callaghan, sombríamente—. De las piernas para arriba. Está muy bien como percha para colgar lencería; por supuesto, se cree una segunda Harlow; todas se lo creen.

—¿Caprichosa?

—No, tonta.

—Yo creía que todas estas estrellas de cine se pasaban la vida en medio de un constante ataque de nervios —dije tendiendo, y me siento orgulloso, un anzuelo muy fino.

—¿A mí me lo dice? Sí, a la Lawson le gusta mucho hacerse notar. Pero últimamente se ha tranquilizado notablemente. Bastante sumisa y abordable.

—¿Por qué?

—No sé, quizá el amor ya ha entrado en su vida. Tuvo una especie de colapso nervioso, ¿cuándo fue?, en enero pasado. Hubo que suspender la filmación durante una quincena. Créame, «muchacho», cuando a la primera dama le da por sentarse en los rincones llorando, es un verdadero peligro.

—¿Tanto como eso? —pregunté tratando de que mi voz pareciera normal. «Enero, una especie de colapso nervioso.» Otra prueba, quizá. Callaghan me miró con ese brillo febril de sus ojos que le hacía parecer un profeta menor, preparando algún exagerado alegato, lo cual forma parte de la alta tensión del oficio; el individuo eficaz al ciento por ciento. Me dijo:

—Ya lo creo, nos preocupó a todos. Por fin, Weinberg le dio una semana de descanso. Claro que ya se ha repuesto.

—¿Ha venido hoy?

—Está trabajando fuera. ¿Quiere liarse con ella? —me dijo Callaghan, sonriendo amablemente.

Le contesté que mis intenciones eran relativamente honorables. Yo quería estudiar el personaje de una típica actriz para mi nueva novela: además, pensaba escribirla de modo que fuera adaptable cinematográficamente —tipo Hitchcock—, y Lena Lawson podría ser la persona adecuada para desempeñar el primer papel. No sé si Callaghan me creyó del todo; me miró un poco escépticamente; pero que piense que mis móviles son profesionales o eróticos, no me importa. Mañana visitaré de nuevo el estudio, y me presentará a la muchacha.

Me siento absurdamente nervioso. Nunca, hasta ahora, he tratado con personas de ese tipo.

21 de julio

Bueno, ya ha pasado todo. ¡Qué ordalía! Al principio no supe qué decir a la muchacha. No hacía falta tampoco. Me dio convencionalmente la mano; dirigió una mirada más bien neutral a mi barba —como reservándose su juicio— y se embarcó seguidamente en una retahíla larguísima, dirigida a Callaghan y a mí, sobre alguien llamado Platanov.

—¡Ese demonio, Platanov! —dijo—. ¿Sabéis, queridos, que me llamó anoche cuatro veces por teléfono? No me molestan las atenciones, pero cuando empiezan a seguir todos los pasos de una chica y a perseguirla por teléfono, bueno, le dije a Weinberg que me volvería loca. El hombre ese es el diablo encarnado, queridos; imaginad que tuvo el coraje de aparecer en la estación esta mañana...; por suerte le dije que el tren salía a las nueve y diez cuando en realidad sale cinco minutos antes, así que le vi corriendo por el andén; fue mi salvación, y ya sabéis, queridos, que tiene cara de pesadilla. ¿No es verdad que yo nunca podría hacerle caso?

—No, por supuesto que no —dijo Callaghan, aplacándola.

—Siempre le digo a Weinberg que llame a la Embajada y que haga deportar a este hombre, porque el país no es bastante grande como para que quepamos los dos; o él se va o me voy yo. Pero, por supuesto, todos estos judíos están confabulados verdaderamente y aquí no nos vendría mal un poco de Hitler, aunque a mí que no me vengan con cachiporras y esterilización. Bueno, como les estaba diciendo...

Siguió y siguió bastante tiempo más. Me pareció encantador que pudiera suponer que yo entendería el contexto de su discurso. No tengo idea, probablemente nunca la tendré, acerca de si el demonio Platanov es un tratante de blancas, un hábil periodista, un agente de la GPU o solamente un admirador presuntuoso. Todo concuerda con este mundo increíblemente irreal; es absolutamente imposible saber dónde termina la película y dónde empieza la realidad. Sin embargo, el monólogo de Lena me dio una oportunidad de estudiarla en detalle. Tiene realmente una vivacidad nada vulgar, ni desagradable: si ahora está «sumisa y abordable», como dice Callaghan, antes debía ser abrumadora. Más bien me asombré de que se pareciera tanto a la Polly de la película, pero si no hubiera sido así, el hombre del vado no la habría reconocido. Nariz respingona, boca ancha, pelo rubio platino abundante, levantado en una especie de onda o tiara sobre su frente, ojos azules; sus rasgos, excepto la boca, son bastante delicados, lo cual contrasta curiosamente con su expresión infantil. Pero estos detalles son inútiles; nunca he visto en un libro la descripción física de una persona capaz de provocar una clara imagen mental. Mirándola, se creería que no ha conocido nunca la angustia. Tal vez sea la verdad. No; me niego admitir esa hipótesis.

La contemplé mientras estaba hablando y pensé: «Esta es una de las dos últimas personas que vieron a Martie con vida.» No sentí contra ella ni horror ni rencor: sólo una ardiente curiosidad, una impaciencia por saber más, por saberlo todo. Al cabo de un rato se volvió hacia mí y dijo:

—Señor Vane, hábleme ahora de usted.

—Lane —dijo Callaghan.

—Usted es escritor, ¿verdad? Me encantan los escritores. ¿Conoce a Hugh Walpole? Es un escritor que me gusta. Pero, por supuesto, usted se parece mucho más que él a la idea que yo tengo de un escritor.

—Bueno, sí y no —dije, más bien vencido por aquel ataque frontal.

Yo no podía apartar mis ojos de su boca: cuando uno empieza a hablar, la abre ansiosamente, como si estuviera a punto de adivinar lo que uno va a decir. Una costumbre bastante agradable. No sé qué quiso decir Callaghan cuando la llamó «tonta»; es frívola, sin duda, pero no tonta.

Mientras vacilaba, tratando de decir algo adecuado, alguien vociferó su nombre. Debía volver al plato. Desesperación. Pensé que se me iba todo de las manos. Por eso me decidí, y le pregunté si tendría inconveniente en almorzar conmigo un día cualquiera; en el Ivy, agregué, adivinando sus preferencias. Fue como un conjuro: me miró, por primera vez, como si yo estuviera allí en realidad y no como un apéndice de su fantástico y diminuto yo, y dijo: «Sí, me gustaría. ¿Qué le parece el sábado?» Ya está. Callaghan me miró ambiguamente y nos separamos. El hielo —aunque no es justamente la palabra adecuada tratándose de Lena— ha sido roto; pero ¿cómo, ¡en nombre de Dios!, haré para seguir adelante? ¿Llevar la conversación a un tema de coches y asesinatos? Sería inoportuno.

24 de julio

Bueno; digan lo que quieran, los gastos de este asesinato resultarán elevados. Aparte del gasto de espíritu y la pérdida de vergüenza que involucra mi relación con Lena, están las cuentas. La chica come con una avidez asombrosa; el pequeño contratiempo de enero pasado no parece haberle hecho perder el apetito.

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