La bestia debe morir (4 page)

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Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

BOOK: La bestia debe morir
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—¿En paños menores, en una película?

—Sí. En paños menores. Mi señora se escandalizó bastante. Pero ¿cómo se llama? ¡Eh, patrona!

De la casa salió una mujer.

—¿Cómo se llamaba esa película que vimos la semana pasada? La primera.

—¿La otra?
Pantorrillas de criada
.

—Hum. Eso es.
Pantorrillas de criada
. Y esta señorita era Polly, la criada, ¿comprende? Dios, casi no enseñaba las piernas.

—Medio loca, me pareció —dijo la mujer—. Mi Gertie está alocada, pero no usa ropa interior de encaje, ni tiene tiempo de andar enseñando sus encantos como esa descarada de Polly. Le daría su merecido.

—¿Usted quiere decir que la chica que estaba esa noche con mi amigo tenía el papel de Polly en esa película?

—Bueno, no podría jurarlo. No quiero meter a ese señor en líos. La señora del coche escondía la cara todo el tiempo. Sin duda no quería que la reconocieran. Se puso furiosa cuando el caballero apuntó con la luz para adentro del coche. «George, aparta esa maldita linterna», dijo. Así pude verle la cara. Y cuando vi a la Polly del cine le dije a mi señora: «¡Eh, patrona, ¿no es la del coche que se paró en el vado?»

—Cierto.

Poco después les dejé, después de haber hecho algunas observaciones sobre la conveniencia de no hablar demasiado sobre todo aquello. Aunque hablaran, no les han quedado más que las ideas de una relación ilícita entre dos personas, la que pienso haber comentado hábilmente. No podía recordar el nombre de la actriz que había representado el papel de Polly; fui directamente a Cheltenham y lo averigüé.
Pantorrillas de criada
es una película inglesa; podría haberlo adivinado por el título, típico de la inclinación británica hacia la indecencia barata y vulgar; el nombre de la chica es Lena Lawson. Lo que llaman una «starlet» (Dios, ¡qué palabra!) Están proyectando esa película en Gloucester, esta semana; iré mañana y trataré de verla bien.

No es extraño que la policía no haya utilizado como testigos a esas personas. Su finca es un lugar desierto, junto a un camino por donde pasan de día pocos coches. Tampoco oyeron la advertencia transmitida por la BBC, porque tuvieron durante toda esa semana el aparato de radio estropeado. Y, de cualquier modo, ¿cómo hubieran podido relacionar el coche del vado con un accidente ocurrido a casi treinta kilómetros de distancia?

Estos son los nuevos datos sobre X. Su nombre de pila es George. Su coche tiene matrícula de Gloucestershire. Esto, unido a su conocimiento de la existencia del vado (no tuvo tiempo, seguramente, de buscar uno en un mapa) sugiere fuertemente que vive en el condado. Y que Lena Lawson es su punto débil: y cuando digo débil, sé lo que digo: la muchacha estaba horrorizada, es evidente, cuando mi amigo les habló junto al vado; por eso dijo: «¡Oh, apresurémonos!», y trató de esconder el rostro. Mí próximo paso será ponerme en contacto con ella; seguramente cederá a la presión.

30 de junio

Esta noche he visto a Lena Lawson. Debo confesar que es bastante bonita. Tengo que buscar el modo de encontrarla. Pero, Dios mío, ¡qué película! Perdí bastante tiempo, después del almuerzo, buscando los nombres cuyas iniciales empiezan por G. Hice una lista de aproximadamente una docena. Es una extraña sensación mirar una lista de nombres y saber que tacharemos uno de ellos.

Mi plan de campaña empieza ya a preocuparme. No lo escribiré mientras no haya desarrollado sus líneas generales. Me parece que Felix Lane me será útil de alguna manera. Pero ¡todos los pequeños, ridículos y aburridos detalles que hay que cuidar antes de poder ponerse en contacto con la víctima, y no digamos nada de matarle! Con la misma facilidad podríamos estar organizando una ascensión al Everest.

2 de julio

Es un comentario interesante sobre la falibilidad de la inteligencia humana —aun de una inteligencia superior a la normal— el hacer notar que durante dos días he estado exprimiéndome el cerebro para desarrollar el plan de un asesinato que no implique absolutamente ningún peligro, y sólo esta tarde me he dado cuenta de que era necesario. Por esto: si nadie más que yo (y probablemente Lena Lawson) sabe que George mató a Martie, nadie puede encontrarme un motivo para matar a George. Por supuesto, sé que legalmente no hace falta comprobar la existencia de un motivo si las pruebas circunstanciales están en contra del acusado. Pero, en la realidad, sólo los testigos directos del crimen pueden determinar una convicción segura de culpabilidad cuando no existe ningún motivo aparente. Mientras George y Lena Lawson no asocien a Felix Lane con Frank Cairnes, el padre del niño que ellos atropellaron, nadie puede encontrar la menor conexión entre George y yo. Ahora bien; en los periódicos no apareció ninguna fotografía mía con motivo de la muerte de mi hijo; estoy seguro de esto porque la señora Teague no dio ninguna oportunidad a los periodistas. Y las únicas personas que saben que Frank Cairnes es Felix Lane son mis editores, y han jurado guardar el secreto. Por lo tanto, si llevo bien mi juego, todo lo que debo hacer es conseguir que me presenten a Lena Lawson, como Felix Lane, llegar a George a través de ella, y matarle. Si por casualidad ella o George han leído alguna de mis novelas y oído el asunto del «incógnito» —el «¿quién es Felix Lane?»— que mis editores han propalado, diré que sólo se trata de una mentira publicitaria y que nunca he sido sino Felix Lane. El único peligro sería que me encontrara algún conocido representando el papel de Felix Lane con Lena, pero eso no es muy difícil de evitar. De cualquier manera, me dejaré crecer la barba antes de tener ningún trato con la encantadora «estrellita».

George ha de llevarse el misterio de la muerte de Martie consigo a la tumba (donde tendrá tiempo suficiente para meditar acerca de su bestialidad), y en esa misma tumba será enterrado el motivo de mi «crimen». El único peligro posible podría ser Lena; tal vez haga falta deshacerse de ella también; espero que no, aunque todavía no tengo razones para suponer que su desaparición signifique una pérdida para el mundo.

¿Comenta usted desfavorablemente, imaginario confesor, mi deseo de salvar el pellejo? Hace un mes, cuando se insinuó en mi mente la idea de matar al asesino de Martie, no tenía ganas de seguir viviendo. Pero mientras florecía mi deseo de matar, iba creciendo, no sé cómo, mi deseo de vivir: han crecido juntos, como inseparables mellizos. Creo que debo a mi venganza el salir indemne de este asesinato, como salió George, casi, del asesinato de Martie.

George. Ya he llegado a considerarle como un viejo conocido. Siento casi la impaciencia de un amante y estoy vibrante por la expectativa de nuestro encuentro. No tengo aún, sin embargo, pruebas de que sea él quien mató a Martie: tan sólo su extraño comportamiento en el vado, y la presunción de no equivocarme. Pero ¿cómo probarlo? ¿Cómo podré alguna vez probarlo?

No importa. No cruzaré mis puentes antes de haber llegado a ellos. Sólo debo recordar que puedo matar a George, o a X, o a quien sea, con absoluta impunidad, mientras no pierda la cabeza o piense demasiado. Debe ser un accidente: nada de tonterías con venenos sutiles o coartadas complicadas; apenas un empujoncito mientras paseamos al borde de un acantilado o al cruzar la calle. Nadie conocerá mi motivo para matarle, y nadie tendrá, por lo tanto, razones para suponer que no fue un verdadero accidente.

Sin embargo, lamento que así deba ser. Yo me había prometido el placer de su agonía; no merece una muerte rápida. Me gustaría quemarlo despacio, pulgada por pulgada, o ver cómo lo devoran las hormigas; o, si no, la estricnina, que retuerce el cuerpo y lo convierte en un arco rígido. Por Dios, me gustaría empujarlo por la pendiente que va al infierno.

La señora Teague acaba de entrar. «¿Escribiendo su libro?», dijo. «Sí.» «Bueno, suerte que tiene algo para distraerse.» «Sí, señora Teague, es una suerte», dije suavemente. Ella también quería a Martie, a su manera. Hace tiempo que no lee los originales de mi escritorio; yo tenía la precaución de dejar notas abandonadas, relativas a mi apócrifa biografía de Wordsworth; eso la despistó. «Me gusta la buena lectura, entienda —me dijo una vez—, pero nada de esas cosas para intelectuales. Mi marido leía mucho: Shakespeare, Dante, Marie Corelli, los había leído todos. Trató de que yo también lo hiciera; dijo que era para mejorar mi intelecto.» «Deja en paz mi intelecto —le dije—; con un tragalibros en la casa es bastante. Dante no te hará la comida.»

Sin embargo, siempre he guardado los originales de mis novelas policíacas bajo llave, y así guardo este diario. De todos modos, si algún extraño llegara a encontrarlo, podría creer que es otra de las novelas de Felix Lane.

3 de julio

Esta tarde ha venido a visitarme el general Shrivenham. Hemos tenido una larga discusión acerca del dístico pareado. Un hombre admirable. ¿Por qué serán todos los generales inteligentes, encantadores e instruidos, mientras que los coroneles son invariablemente aburridos, e incalificables casi todos los mayores? Un tema que podría investigar la estadística.

Le he dicho al general que iba a tomarme pronto unas largas vacaciones: no puedo soportar esta casa que me recuerda tanto a Martie. Me miró muy agudamente, con sus ojos azules e inocentes, y dijo:

—No estará a punto de hacer alguna tontería, supongo.

—¿Una tontería? —repetí estúpidamente. Por un instante creí que había descubierto mi secreto. Parecía casi una acusación.

—Hum... —dijo—. Darse a la bebida. Las mujeres, los viajes de placer, la caza de osos. No son más que estupideces. El trabajo es el único remedio, créame.

Me sentí tan aliviado al comprender que sólo se había referido a estos lugares comunes, que sentí una oleada de cariño hacia el anciano. Tenía ganas de confesarle algo, de recompensarle porque no había descubierto mi secreto; una reacción interesante. Entonces le conté lo de la carta anónima y las flores arruinadas.

—En serio —dijo—. Es horrible. No me gusta nada ese tipo de cosas. Usted sabe que soy un hombre tranquilo: odio matar a los animales. Por supuesto, disparé alguna que otra vez cuando estaba en el servicio activo, especialmente a tigres, pero fue hace mucho, en la India; hermosos animales, graciosos, era una lástima matarlos. Lo que quiero decir es que a un individuo capaz de escribir una carta anónima yo lo mataría sin lástima. ¿Ya se lo ha dicho a Elder?

—No —contesté.

En los ojos del general se encendió un destello de satisfacción. Insistió en que le enseñara la carta anónima y los canteros donde habían destruido las flores, y me hizo gran cantidad de preguntas.

—El sujeto viene por la mañana temprano, ¿no? —dijo, mirando autoritario el terreno. Sus ojos se detuvieron por fin sobre un manzano, y me echaron una mirada de extraña irresponsabilidad.

—Muy bien. Me siento allí cómodamente. Una manta, una botella, un arma. Lo cojo en cuanto aparece. Déjemelo, por favor.

Después de un rato, comprendí que tenía intención de esconderse en el árbol con su Winchester del 44 y disparar sobre mi corresponsal anónimo.

—No. Caramba, no puede hacer eso. Podría matarlo.

El general se ofendió.

—Mi querido amigo —dijo—, lo que menos quisiera es meterle a usted en un lío; solamente asustarlo, eso es todo. Esos individuos son cobardes. Estoy seguro de que no le molestaría más, le apuesto cinco libras. Nos salvaría de un montón de complicaciones y de molestias, sin intervención de la policía.

Tuve que ser bastante firme con él. Al irse me dijo:

—Tal vez tenga usted razón. Podría ser una mujer. No es que me importe matar a una mujer; hay tantas, que es fácil matarlas por equivocación, especialmente de perfil. Bueno, a ver esos ánimos, Cairnes. Pensándolo bien, lo que usted necesita es una mujer. No una atolondrada. Una mujer buena, sensata. Una que se ocupe de usted y le haga creer que usted se ocupa de ella. Alguien con quien pelearse; ustedes, los hombres que viven solos prefieren pensar que se bastan a sí mismos, viviendo a fuerza de nervios. Si no tienen con quién pelearse, acaban peleándose consigo mismos, y ¿adónde vamos? Suicidio o manicomio. Dos soluciones fáciles. Sin embargo, no muy buenas. La conciencia nos vuelve a todos cobardes. Supongo que no creerá que usted tiene la culpa de la muerte del chico, ¿no? Ni falta que haría, querido amigo. Es peligroso pensarlo mucho, sin embargo. Un hombre solo es un fácil blanco para el diablo. Bueno, venga a verme pronto. Tengo una cosecha magnífica de frambuesas este año. Ayer comí como un animal. Adiós.

Este viejo es agudo como una aguja. Su lenguaje militar, espectacular, abrupto y divagador, me interesa: probablemente lo adoptó como camuflaje detrás del cual podía sorprender y derrotar a sus colegas menos inteligentes; o tal vez en defensa propia. «Usted acaba peleándose consigo mismo.» Todavía no, de ningún modo; tengo otra pelea a mano, y caza mayor que tigres o escritores de cartas anónimas.

5 de julio

Otra carta anónima esta mañana. Muy desagradable. No puedo permitir que esta persona distraiga mi atención cuando más necesito concentrarme en el asunto principal. No tengo ganas, sin embargo, de poner el asunto en manos de la policía. Se me ocurre que si yo supiera quién es no me preocuparía más por estos alfilerazos. Me acostaré temprano esta noche y pondré el despertador para las cuatro de la mañana: debe de ser suficientemente temprano. Luego iré hasta Kemble y tomaré el tren matutino para Londres. Debo almorzar con Holt, mi editor.

6 de julio

No he tenido suerte esta mañana. No ha aparecido mi anónimo enemigo. En cambio, día provechoso en Londres. Le he dicho a Holt que quería situar mi nueva novela policíaca en un estudio cinematográfico. Me ha dado una tarjeta de presentación para un individuo llamado Callaghan, no sé qué de la British Regal Films, Inc., la Compañía donde trabaja Lena Lawson. Holt se ha burlado discretamente de mi barba, que está en la edad ingrata, una especie de rastrojo salvaje. Le he dicho, equívocamente, que era para disfrazarme: ya que tendré que recorrer el estudio en mi carácter de Felix Lane, y tal vez muy detenidamente, en busca de material, no quiero arriesgar que me reconozcan como Frank Cairnes; después de todo, podría encontrar algún viejo conocido de Oxford o del Ministerio. Holt se lo ha creído, mirándome con esa mirada de autoridad y de leve preocupación que suelen tener los editores cuando tratan con sus escritores de más éxito. Como si uno fuera un animal caprichoso que en cualquier momento pudiera hacerse el interesante o trata de escaparse del circo.

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