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Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

La bestia debe morir (6 page)

BOOK: La bestia debe morir
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Por supuesto, ahorraré un poco, ya que no compraré ni municiones ni veneno; no tengo intención de utilizar métodos tan peligrosos y burdos con George; pero ya estoy viendo que el camino hacia él estará empedrado de billetes de cinco libras.

Notará usted, amable pero sin duda perspicaz lector, que estoy de buen humor. Sí, tiene usted razón. Creo que estoy un poco más cerca, creo que me muevo en la dirección apropiada.

Lena ha aparecido hoy en el Ivy con un traje complicado, negro con aplicaciones blancas, y un velo en los ojos, dispuesta a absorber alimentos y admiración en cantidades iguales. Creo que he representado bien mi papel; no, seamos honestos; no he tenido la menor dificultad en representar mi papel, porque ella es, a su manera, una criatura fascinadora, que me será utilísima y me permitirá combinar el placer con los negocios, mientras no me reblandezca. Me ha señalado a dos famosas actrices que estaban almorzando allí y ha dicho si yo no pensaba que eran unos seres divinamente hermosos, y yo he dicho: «Sí, no están mal», sugiriendo con una mirada que no podían competir con Lena Lawson. Luego he señalado a un famoso novelista, y ella ha dicho que estaba segura de que mis libros eran mucho mejores que los de él. Así estábamos en paz y las cosas marchaban maravillosamente.

Después de un rato me he encontrado contándole todas mis cosas, todas las cosas de Felix. Mis primeras luchas, mis viajes, mi herencia, y las considerables entradas que mis libros me proporcionan (una parte importante de la leyenda es ésta: no hay peligro en que ella conozca el monto de mis saldos bancarios; el dinero podrá vencer donde mi barba fracase). Por supuesto, he hecho que la historia se pareciera en lo posible a la verdadera historia de mi vida. Nada de bordados inútiles. Yo estaba charlando —el solitario que por fin ha encontrado un auditorio, una sensación bastante agradable— sin sentir ningún deseo urgente de forzar una decisión, cuando de pronto vi una oportunidad y la aproveché. Me preguntó si siempre vivía en Londres. Dije:

—Sí, casi siempre. Me resulta más fácil escribir aquí. Sin embargo, prefiero el campo; supongo que será porque soy un campesino. Nací en el Gloucestershire.

—¿Gloucestershire? —dijo, casi en un murmullo—. ¡Ah!, sí.

Yo miraba sus manos. Dicen más que la cara, especialmente tratándose de una actriz. Vi las uñas de su mano derecha —esmaltadas de rojo— hundirse en la palma. Pero no fue todo. Lo interesante es que no dijo nada más. No hay duda de que fue vista en el pueblo poco después del accidente, y no hay duda de que George vive en el Gloucestershire. ¿Comprenden? Si ella no hubiera tenido nada que ocultar, lo más natural habría sido que me dijera: «¡Ah, en Gloucestershire! Tengo un amigo que vive allí.» Claro que tal vez sólo quisiera ocultar su relación con George; pero lo dudo; muchachas como ella no se sienten culpables y confusas por ese tipo de cosas. ¿Qué otra cosa sino su presencia en el coche que mató a Martie pudo enmudecerla cuando mencioné el Gloucestershire?

—Sí —proseguí—. En un pueblecito cerca de Cirencester. Siempre pienso volver, pero nunca lo he conseguido.

No me atreví a mencionar el nombre del pueblo. Eso la hubiera asustado definitivamente. Miré las aletas de su nariz, contraídas, y la mirada cansada y evasiva que por un momento pasó por sus ojos. Luego me puse a hablar de otra cosa.

En seguida empezó a charlar divagando más rápidamente que nunca. El alivio repentino suelta la lengua. Me sentí extrañamente agradecido y amable, como retribuyendo ese momento de revelación. Y traté de ser agradable. Nunca me imaginé, ni aun en mis más alocados sueños, cambiando risas y miradas significativas con una actriz cinematográfica. Bebimos muchísimo. Después de seguir un rato en ese plan, me preguntó mi nombre de pila.

—Felix, contesté.

—¿Felix? —me sacó la punta de la lengua. «Pícaramente», creo que es la palabra—. Me parece que le voy a llamar «Pussy».

—Será mejor que no lo haga; si no, no quiero saber nada de usted.

—¿Entonces piensa verme otra vez?

—Créame, no pienso perderla de vista durante mucho tiempo —le dije.

Las oportunidades para intercalar ironías trágicas están volviéndose peligrosamente numerosas. No debo acostumbrarme. Hubo mucho más
badinage
de este tipo, pero no me molestaré en describirlo. Comeremos juntos el martes próximo.

27 de julio

Lena no es tan tonta como parece, o más bien como parecen las personas de su tipo. Hoy casi me ha asustado. Ha sido después del teatro. Me ha invitado a tomar algo antes de despedirnos; yo la había acompañado a su apartamento; estaba junto a la chimenea, de pie, más bien pensativa; repentinamente se dio la vuelta y me dijo a quemarropa:

—¿A qué viene todo esto?

—¿Todo esto?

—Sí. Sacarme a pasear y gastar todo su dinero. ¿Con qué intención?

Balbuceé algo acerca del libro que quería escribir: buscando ideas; la posibilidad de escribir una novela susceptible de adaptación cinematográfica.

—Bueno, ¿cuándo va a empezar?

—¿Empezar?

—He dicho empezar. No ha dicho aún una sola palabra acerca de este libro. ¿Y qué tengo que ver con él, de cualquier modo? No creeré en este libro suyo hasta que lo vea.

Durante un momento me sentí paralizado. Me pareció que había adivinado algo de lo que yo me proponía. Mirándola, creí ver en sus ojos algo como aprensión, desconfianza, temor. Pero no estoy seguro de que fuera eso. De cualquier manera, el pánico más absoluto me hizo decir:

—Bueno, no era solamente el libro. No era el libro. Cuando la vi en esa película, la deseé. La cosa más bonita que he visto...

Sin duda, el susto me hizo parecer un amante tímido y confuso. Levantó la cabeza, dilató la nariz, con una mirada diferente en su rostro.

—Ya veo —me dijo—. Ya veo... ¿Y...?

Sus hombros se me acercaron. La besé. ¿Debería haber sentido lo mismo que Judas? De todos modos, no lo sentí. ¿Y por qué sentirlo? Es un asunto de negocios: toma y daca. Los dos ganamos algo. Yo quiero a George, y Lena quiere mi dinero.

Comprendo ahora, por supuesto, que la escena del libro era sólo una maniobra para conseguir que el tímido admirador se declarara de una vez. Debía sospechar que el libro no era más que un pretexto de mi parte y quiso hacerme concretar mis intenciones. Pero se equivocó en lo relativo al verdadero pretexto del libro. En realidad, salió muy bien. Hacerle el amor ha sido como un aperitivo de mi venganza.

Después de un rato, me dijo:

—Creo que tendrá que afeitarse la barba, Pussy, no estoy acostumbrada a las barbas.

—Ya se acostumbrará. No puedo quitármela. Es mi disfraz. Porque soy en realidad un asesino, y debo esconderme de la policía,

Lena se rió mucho.

—¡Qué mentiroso! Querido Pussy, no podría hacer daño a una mosca.

—Si vuelve a llamarme así, ya verá si no puedo dañar a una mosca.

—¡Pussy!...

Después me dijo:

—Es extraño que me gustes. No eres un Weissmuller, ¿no es cierto, querido? Debe de ser por la manera extraña de mirarme que tienes a veces, como si yo no estuviera presente, o fuera transparente, o algo así.

¡Qué transparente hipocritona es, realmente! Pero agradable. Juntos ganaríamos un concurso de hipocresía contra cualquiera.

29 de julio

Anoche comió conmigo, en mi apartamento. Sucedió algo desagradable. Por suerte terminó bien; y si no hubiera sido por la pelea no me hubiera hablado de George. Pero es una advertencia para no descuidarme. En este juego no puedo permitirme pasos en falso.

Yo le daba la espalda. Estaba buscando más bebidas en el aparador. Ella se paseaba, pronunciando uno de sus monólogos relámpago.

—Entonces Weinberg empezó a gritarme: «¿qué se ha creído que es? ¿Una actriz o una anguila embalsamada? Yo no le pago para que trate de parecerse a un pedazo de piedra, ¿no es cierto? ¿Qué le pasa? ¿Se ha enamorado de alguien, gallina clueca?» «No de usted, Viejo de la Montaña, no de usted —le dije—; no se preocupe.» ¡Pussy, qué habitación tan divina! ¡Qué bien te las arreglas solo! Y, ¡oh! ¡Mirad, un osito!

Di un salto, pero era ya tarde. Salió de mi cuarto con el osito de Martie, que yo tengo sobre la chimenea; me había olvidado de esconderlo; no sé por qué perdí la cabeza.

—Dámelo —dije, tratando de agarrarlo.

—¡Malo, no me lo quites! ¿Así que mi pequeño Felix juega con muñecas? Bueno, hay que vivir y aprender —Miró el osito—. ¿Éste es mi rival?

—¡No seas estúpida, devuélvemelo!

—¡Oh, oh, oh! Tiene vergüenza porque juega con muñecas.

—Para decir verdad, era de un sobrino mío; murió; yo le quería mucho. ¿Me lo darás?

—¡Oh, es eso!

Su expresión cambió. Vi que su pecho se agitaba. Parecía poseída por un santo terror, y estaba asombrosamente atractiva; pensé que iba a arañarme la cara.

—¿Así que no soy bastante pura para tocar el osito de tu sobrino? Podría contaminarlo. Te avergüenzas de mí, ¿no es cierto? Está bien, llévate esa porquería.

Tiró violentamente el osito al suelo, a mis pies. Algo se encendió en mí.

Le di una bofetada con fuerza. Se me tiró encima y luchamos. Estaba furiosa y fuera de sí, como un animal en una trampa. El vestido se deslizó de sus hombros: yo estaba demasiado enfadado para sentir repugnancia ante aquella extraordinaria escena. Luego su cuerpo cedió. Ella murmuró:

—¡Oh, me estás matando! —y nos besábamos. A través de su rubor podía adivinar la marca de mis dedos. Más tarde me dijo:

—Pero en realidad te avergüenzas de mí, ¿no es cierto? ¿Me crees una vulgar locuela?

—Bueno, de cualquier manera, es evidente que te encuentras muy cómoda metida en un escándalo.

—No. Quiero que seas serio. No me presentarías a las personas de tu familia, ¿no? Tus «papás» no estarían muy contentos conmigo, ya lo sé.

—No tengo. De igual modo, tú no me presentarías a los tuyos. ¿Para qué? Somos mucho más felices así.

—¡Qué cauteloso eres! Crees que voy a enredarte en un matrimonio.

Sus ojos brillaron repentinamente.

—¡Qué buena idea! Me gustaría ver la cara de George —dijo.

—¿George? ¿Quién es George?

—Bueno, bueno, no hace falta que me saltes encima, celoso. George es tan sólo... bueno, está casado con mi hermana.

—¿Y qué? —(Como ven, estoy aprendiendo el idioma)—. Continúa: ¿qué es George para ti?

—Sí, estás celoso. Un gatito celoso, de ojos verdes. Bueno, si quieres saberlo, George me buscaba...

—¿Te buscaba, o te busca?

—Como te he dicho. Le expliqué que yo no era una destructora de hogares; aunque te diré que Violeta parece pedirlo.

—¿No le has visto últimamente? ¿Te molesta todavía?

—No —dijo con una voz extraña, dura y sonora—. No le he visto desde hace mucho... unos meses.

Pude sentir junto a mí su cuerpo inmóvil y rígido. Luego, recostada, rió con insolencia.

—Le probaré a George que no es él un... ¿Qué te parece si vamos allá a pasar el fin de semana?

—¿Ir allá?

—Severnbridge. Donde ellos viven. En Gloucestershire.

—Pero querida, no puedo.

—Claro que puedes; no va a comerte. Es un hombre casado y respetable, o por lo menos eso se supone.

—Pero ¿por qué? —Me miró seriamente.

—Felix, ¿me quieres? Bueno, no te asustes, no estoy tratando de atarte. ¿Me quieres bastante como para hacer algo sin abrumarme con preguntas?

—Sí, por supuesto.

—Bueno, tengo ciertas razones para volver allá; y quiero que alguien me acompañe; quiero que vengas conmigo.

Su voz parecía un poco áspera e incierta. Tal vez estuvo próxima a contarme todo lo relacionado con George y el accidente, cuyo recuerdo sin duda la perseguía. Pero hubiera sido peligroso incitarla a una confidencia total, y un poco demasiado ruin en ese momento, aun para mi criterio actual.

Aunque no haría falta. Me parecía sentir detrás de sus palabras una decisión de terminar de una vez, no con George, sino con el horror que había estado persiguiéndola durante todos aquellos meses. ¿Qué dije al principio de este diario sobre el deseo criminal de volver al lugar del crimen? Ella no mató a Martie. Pero sabe quién lo hizo: estaba allí. Ahora que quiere acabar de una vez con la fascinación mortal e insistente de ese momento, procura que yo la ayude. ¡Yo! ¡Cielos, qué salvaje ironía de parte de las Parcas! Contestó:

—Muy bien. Pasaré a buscarte el sábado.

El tono de mi voz parecía frívolo y desinteresado.

—¿Qué es George, qué hace? —pregunté.

—Tiene un taller en la ciudad: Rattery Carfax. George Rattery es su nombre. ¡Qué amable de tu parte sería acompañarme! No sé si él te gustará mucho; no es justamente el tipo que prefieres.

Un taller... No sabe si él me gustará...

George Rattery...

31 de julio

Severnbridge. He ido esta tarde con Lena en el coche; he vendido mi coche viejo y comprado uno nuevo. No quiero aparecer con una matrícula de Gloucestershire.

Aquí estoy, por fin, en la ciudadela del enemigo: mi inteligencia contra la suya. No creo que corra peligro de ser reconocido; Severnbridge y mi pueblo se encuentran en los extremos opuestos del condado, y mi barba me cambia enormemente. Lo más difícil será instalar una cabeza de puente en casa de Rattery, y mantenerla cuando lo haya conseguido. Por ahora. Lena está viviendo allí, y yo paro en el Angler’s Arms. Le pareció mejor introducirme paulatinamente en la familia Rattery. Por el momento soy tan sólo un amigo que ha tenido la gentileza de traerla en el coche. La he dejado con su equipaje delante de la casa; me ha dicho que no había escrito avisándoles su llegada. ¿Será porque temía que George no la quisiera tener en la casa? Es muy posible. Él podría sentirse nervioso a causa del secreto que comparten, tal vez tema que ella se ponga histérica cuando le vea, cuando recuerde.

Después de vaciar mis maletas le he preguntado al empleado cuál era el mejor taller de ese pueblo.

—Rattery Carfax —me ha dicho.

—¿El que está cerca del río? —he preguntado.

—Sí, señor; los fondos dan al río: antes de llegar al puente subiendo por High Street.

Dos pruebas más contra George Rattery. Yo había deducido que su garaje debía de ser bastante grande para tener las piezas de repuesto con que sustituir las que fueron dañadas por el accidente, y estar junto al río. Es allí donde desaparecieron las piezas averiadas; yo sabía que las escondería en un lugar por el estilo.

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