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Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

La bestia debe morir (19 page)

BOOK: La bestia debe morir
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Blount se precipitó:

—¿Cómo sabía usted que ése fue el vehículo del veneno? —Por desgracia, Carfax no se desmoronó ante ese ataque.

—Chismes. Los sirvientes siempre hablan, ya lo sabe. La criada de Rattery dijo a nuestra cocinera que la policía estaba muy preocupada por encontrar una botella del tónico que Rattery tomaba, y até cabos. No hace falta ser un inspector jefe, como usted ve, para hacer una deducción tan fácil —agregó Carfax, con una pizca de no desagradable malicia.

Blount dijo, gravemente oficial:

—Tendremos que investigar sus declaraciones, señor Carfax.

—Si les señalara dos cosas —dijo el sorprendente señor Carfax—, quizá les evitara algunas molestias. Sin duda, ya se les habrán ocurrido. Primero: aunque no comprendan la actitud que tomé con respecto a Rattery y a mi mujer, no deben creer que les he mentido; la vieja señora Rattery puede confirmarles esa parte de mi declaración. Segundo: ustedes podrían pensar que era esta actitud mía solamente una especie de escudo para ocultar mis propios sentimientos, para ocultar mi intención de terminar de una vez este asunto entre Rattery y Rhoda. Pero traten de comprender que no necesitaba algo tan drástico como el asesinato de George. Yo financiaba el taller; y si hubiera querido eliminar a George, no tenía más que decirle que eligiera entre Rhoda o su inmediata separación de la sociedad. Su dinero o su vida amorosa, para concretar.

Habiendo detenido así toda la ofensiva del inspector Blount, Carfax se echó para atrás, mirándole afablemente. Blount trató de contraatacar, pero se encontró a lo largo de todo el frente con la misma fría franqueza, y una lógica más fría aún. Carfax casi parecía divertirse. La única prueba nueva que Blount pudo extraerle fue que Carfax tenía una coartada aparentemente inatacable desde el momento de la muerte. Cuando hubieron dejado el taller, Nigel dijo:

—Bien, bien, bien. El temible inspector Blount encuentra un rival de igual fuerza.

—Tiene presencia de ánimo —gruñó Blount—. Todo clarito; tal vez un poco demasiado clarito. Habrá notado usted, por otra parte, en el diario del señor Cairnes, cómo Carfax le agotó el tema de los venenos cuando aquél vino al taller. Habrá que ver.

—¿Así que sus pensamientos están alejándose de Frank Cairnes, por fin?

—Sigo siendo imparcial, señor Strangeways.

9

Durante la momentánea derrota de Blount, Georgia y Lena estaban sentadas junto a la pista de tenis de los Rattery. Georgia había venido para ver si podía servir en algo a Violeta Rattery; pero Violeta, en los últimos días, había desarrollado extraordinariamente su autoridad y su valentía; parecía estar a la altura de cualquier situación que pudiera presentarse, y la jurisdicción de la señora Rattery se había reducido ahora a las cuatro paredes de su cuarto. Como hizo notar Lena.

—Supongo que no debería decirlo, pero la muerte de George ha hecho de Violeta una nueva mujer. Ha llegado a ser lo que nuestra maestra llamaba «una persona tan serena». ¡Qué fea expresión! Pero Violeta... realmente quien la viera no podría darse cuenta de que ha sido un felpudo durante quince años... sí, George..., no, George. ¡Oh..., George, por favor..., no! Y ahora George ha sido envenenado, y quién sabe si la policía no sospecha de la viuda.

—¡Oh!, eso no es muy...

—¿Por qué no? Todos nosotros somos sospechosos en potencia, todos los que estábamos en la casa. Y Felix parece haber hecho todo lo posible para que le ahorquen, aunque no creo que hubiera consumado lo... lo que nos decía anoche —Lena se detuvo, y prosiguió en voz más baja—. Cómo quisiera llegar a comprender que... ¡Oh, que se vaya todo al diablo! ¿Cómo está Phil?

—Cuando le dejé, estaba leyendo a Virgilio con Felix. Parecía muy contento. Pero no entiendo mucho de niños; a veces está muy animado, y de repente se cierra como una ostra, sin ninguna razón aparente.

—Leyendo a Virgilio. No comprendo nada. Me doy por vencida.

—Bueno, supongo que es una buena idea, para distraerle.

Lena no contestó. Georgia miró las nubes que pasaban sobre su cabeza. Al fin sus pensamientos fueron interrumpidos por un ruido de hierba cortada, a su lado; miró hacia el suelo rápidamente: la mano de Lena, flexible y tostada, arrancaba el césped de raíz, rompiéndolo con rabia y tirando a manos llenas los pedacitos por el aire.

—¡Ah, es usted! —dijo Georgia—. Por un momento pensé que había entrado una vaca.

—¡Si usted tuviera que soportarlo, terminaría comiendo hierba!

Lena se giró hacia Georgia con uno de esos impulsivos movimientos de sus hombros que parecían crear de la nada una situación dramática. Sus ojos ardían.

—¿Qué me ocurre? Por favor, dígame, ¿qué me ocurre? ¿Es mal aliento, o es lo que sus amigas más íntimas no se atrevían a decirle?

—Nada le ocurre... ¿Qué quiere decir?

—Bueno, entonces, ¿por qué todos me evitan? —Lena parecía progresivamente histérica—. Felix, por ejemplo, y Phil. Phil y yo nos llevábamos muy bien, y ahora se esconde en los rincones para no encontrarse conmigo. Pero no me importa nada de él. Es Felix. ¿Por qué se me ocurrió enamorarme de él? ¿Yo... enamorada?, me pregunto. Sólo en este país, hay varios millones de hombres para elegir, y se me ocurre enamorarme del único que no me quería, salvo como tarjeta de presentación para el difunto. No, no es cierto. Juro que Felix me quería. Eso no puede simularse; tal vez las mujeres puedan, pero no los hombres. ¡Dios mío, éramos tan felices! Aun cuando empecé a preguntarme qué era lo que Felix se proponía; bueno, no me importaba, prefería estar ciega, no preocuparme.

El rostro de Lena, un poco estúpido y convencional cuando estaba tranquilo, se volvía muy hermoso cuando sus sentimientos le hacían olvidar la calma, el maquillaje y la cuidadosa educación de su preparación cinematográfica. Tomó las manos de Georgia —un ademán impulsivo y extraordinariamente conmovedor— y prosiguió rápidamente:

—Anoche, usted vio cómo no quiso salir solo conmigo al jardín, cuando se lo pedí. Bueno, luego pensé que era por el diario, por el temor de que yo me enterara de su doble juego. Pero después de contarme todo lo del diario, sabía muy bien que ya no existía ese secreto entre nosotros. Y cuando le llamé por teléfono esta mañana, y le dije que no me importaba y que le quería a pesar de todo, y que deseaba estar con él y acompañarle, ¡oh, se mostró tan conforme, tan educado, todo un caballero!, y dijo que sería mejor para nosotros que no nos viéramos más de lo necesario. No entiendo nada. Georgia, esto me mata. Creía ser orgullosa, pero aquí estoy arrastrándome de rodillas, como un peregrino, detrás de este hombre.

—Lo siento, querida. Debe de ser espantoso para usted. Pero el orgullo..., yo no me preocuparía por eso; es el elefante blanco de las emociones, muy imponente y costoso, pero cuanto más pronto se deshace uno de él, mejor.

—¡Oh!, no me preocupo por
eso
. Es por Felix que me preocupo. No me importa si ha matado o no a George, pero no veo por qué tiene que matarme a mí también. Cree usted, quiero decir, ¿estarán a punto de arrestarle? Es tan horrible pensar que pueden arrestarle en cualquier momento y que tal vez no nos veremos nunca más, que cada minuto que no estamos juntos ahora, es un minuto perdido.

Lena empezó a llorar. Georgia esperó que se serenara; luego le dijo tiernamente:

—Yo no creo que lo haya hecho; Nigel tampoco. Entre nosotros le salvaremos. Pero para poder salvarle debemos conocer toda la verdad. Tal vez tenga alguna razón muy importante para no querer verla a usted por ahora; o quizá sea una caballerosidad mal entendida, quizá no quiera comprometerla en este asunto. Pero usted no debe esconder nada, callar ninguna cosa; eso también sería caballerosidad mal entendida.

Lena se apretó las manos sobre la falda. Mirando hacia delante, dijo:

—Es tan difícil... Porque compromete a otra persona. ¿No mandan a la cárcel a las personas que ocultan una prueba?

—Bueno, eso sucede cuando uno es lo que se denomina «cómplice después del hecho». Pero vale la pena arriesgarse, ¿verdad? ¿Es acerca de esa botella de tónico que ha desaparecido?

—Escuche, ¿me promete no decírselo a nadie más que a su marido, y pedirle que hable conmigo antes de pasar la información a otra persona?

—Sí.

—Muy bien. Se lo diré. He guardado silencio hasta ahora, porque la otra persona comprometida es Phil... y le quiero mucho.

Lena Lawson comenzó su historia. Empezaba con una conversación durante la comida en casa de Rattery. Hablaban del derecho de matar, y Felix dijo que le parecía justificado eliminar a las personas que eran una peste social, las que hacían del mundo un infierno para todos los que las rodeaban. Ella, en ese momento, no tomó en serio la discusión; pero cuando George se encontró mal y pronunció el nombre de Felix, la recordó de nuevo. Tuvo que ir al comedor, y allí vio la botella del tónico sobre la mesa. George estaba en la otra habitación, quejándose y retorciéndose, y sin saber por qué relacionó inmediatamente el hecho con la botella y con las palabras de Felix. Era algo totalmente irracional, pero por un momento creyó que Felix había envenenado a George. La única idea que se le ocurrió en ese instante fue deshacerse de la botella; no pensó que al hacerlo eliminaba la única prueba que podía sugerir que la muerte de George era un suicidio. Instintivamente, se había acercado a la ventana pensando tirar la botella entre la maleza. Entonces vio a Phil que la miraba desde afuera, con la nariz apretada contra el cristal: oyó la voz de la señora Rattery, llamándola desde la sala. Abrió la ventana, dio la botella a Phil, y le pidió que la escondiera en alguna parte. No había tiempo para explicaciones. No sabía dónde la había puesto; él parecía evitarla cada vez que ella trataba de hablarle a solas.

—Bueno, no le extrañe —dijo Georgia.

—¿No me...?

—Le pide que esconda una botella... Él la ve muy agitada; después oye que su padre ha sido envenenado y que la policía está buscando la botella. ¿Qué puede deducir?

Lena la miró, perturbada; luego exclamó, casi riendo, casi llorando:

—¡Dios mío! ¡Esto es demasiado! ¿Phil cree que he sido yo? Yo... ¡Esto es demasiado!

Georgia se levantó, y con un rápido movimiento se inclinó sobre la muchacha. La cogió por los hombros y la sacudió sin piedad, hasta que el pelo brillante de Lena quedó cubriéndole un ojo como una gran onda, y la risa insensata e idiota cesó. Mirando por encima de la cabeza de Lena, apoyada ahora sobre su pecho, mientras sentía el temblor convulsivo de su cuerpo, Georgia vio un rostro que las observaba desde una ventana alta, la cara de una anciana de aspecto patricio, austero y sombrío, con una expresión helada en la boca, que parecía censurar la risa salvaje que había atravesado aquella casa de silencio, o el pétreo y satisfecho triunfo de un dios vengativo, una imagen de granito en cuyas rodillas acababa de consumarse el sacrificio sangriento.

10

Georgia refirió a Nigel esta conversación cuando volvió al hotel, antes del almuerzo.

—Eso lo explica todo —dijo—. Yo estaba seguro de que era Lena quien había hecho desaparecer la botella, pero no podía comprender por qué insistía en ocultarlo, sabiendo que esa desaparición no mejoraría en nada la situación de Felix. Supongo que de ninguna manera podría haber parecido un suicidio. Bueno, tendremos que hablar con el joven Phil.

—Estoy contenta de que le hayamos sacado de esa casa. Esta mañana he visto a la señora Rattery; nos miraba desde una ventana alta, como Jezabel; bueno, no tanto como Jezabel, sino como un ídolo que encontré una vez en Borneo, sentado solo en medio de la selva, con las rodillas cubiertas de sangre seca. Un descubrimiento muy interesante.

—Muy interesante, sin duda —dijo Nigel estremeciéndose levemente—. ¿Sabes que empiezo a tener ideas extrañas sobre la vieja señora? Si no fuera evidente el arquetipo de la falsa pista que utilizan los escritores policíacos... Pero si estuviéramos en un libro, apostaría por Carfax; es suave y transparente como el vidrio; me quedé pensando si no nos hizo alguna «prueba del espejo».

—El gran Gaboriau dijo, ¿no es cierto?, «Siempre sospechar de lo que parece increíble.»

—Si dijo eso, el gran Gaboriau debía ser retrasado mental. Nunca he oído una paradoja tan fácil y fantástica.

—Pero ¿por qué no? El asesinato
es
fantástico, excepto cuando está gobernado por reglas estrictas como las de la
vendetta
. Es inútil considerarlo desde el punto de vista realista; ningún asesino es realista; si lo fuera, no cometería el crimen. Tu propio éxito en tu profesión se debe al hecho de estar semidemente la mayor parte del tiempo disponible.

—Ese elogio, aunque espontáneo, es inoportuno. De paso, ¿has visto a Violeta Rattery esta mañana?

—Sólo durante uno o dos minutos.

—Me gustaría saber lo que dijo cuando tuvo esa escena con George, la semana pasada. La madre de Rattery lanzó algunas oscuras indirectas cuando rescatamos a Phil de sus manos, ayer por la mañana. Aquí haría falta, de nuevo, el tacto femenino.

Georgia hizo una mueca.

—¿Hasta cuándo piensas utilizarme como
agent provocateur
?

—Provocateuse
. Lo eres, querida, a pesar de tu aspecto endurecido. Ignoro por qué.

—El sitio de la mujer está en la cocina. De ahora en adelante me quedaré allí. Estoy harta de tus insidias. Si quieres plantar víboras en los corazones de la gente, ve y plántalas tú mismo, para variar.

—¿Es una sublevación?

—Sí. ¿Por qué?

—Sólo quería saberlo. Bueno, la cocina está abajo, primera puerta a la izquierda...

Después del almuerzo, Nigel salió al jardín con Phil Rattery. El niño estaba muy cortés, pero distraído, mientras Nigel conversaba con él. Su palidez, la delgadez patética de sus brazos y de sus piernas, las esquivas miradas de sus ojos, hacían sentir a Nigel cierta timidez que le impedía hablar de lo que le interesaba. Sin embargo, la serenidad del niño, su aspecto de delicada reserva, como el de un gato, le desafiaban. Por fin, dijo con cierta brusquedad involuntaria:

—Con respecto a esa botella..., ya sabes, la botella del tónico, Phil. ¿Dónde la escondiste?

Phil le miró a los ojos con una expresión de inocencia casi agresiva.

—Yo no escondí la botella, señor —Nigel estuvo a punto de aceptar esta declaración en su valor estricto, pero recordó un dicho de un maestro de escuela amigo, Michael Evans: «Un niño verdaderamente inteligente y educado siempre mira al maestro a los ojos cuando está diciendo alguna mentira importante.» Nigel endureció su corazón.

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