La bestia debe morir (18 page)

Read La bestia debe morir Online

Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

BOOK: La bestia debe morir
9.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Crees que no está enamorado de ella?

—No estoy segura. Parece querer persuadirla, o persuadirse, de que no lo está. Preferiría que no me gustara —agregó Georgia, inesperadamente.

—¿Por qué?

—¿Has visto qué bueno es con Phil? Creo que le quiere muchísimo, y Phil, por su parte, le considera como una especie de Dios. Si no fuera por eso...

—Le creerías capaz de hacer las peores cosas sin remordimiento —interrumpió Nigel.

—Me gustaría que no me quitaras las palabras de la boca, sobre todo cuando nunca han estado en ella —se quejó Georgia—; como un prestidigitador con un reloj de oro.

—Eres muy divertida y encantadora y te quiero, y es casi la primera vez que me has dicho una mentira evidente.

—No.

—Bueno, no será la primera, entonces.

—No era mentira.

—Muy bien, no era. ¿Qué te parece si te rasco un poco la nuca?

—Delicioso. Es decir, si no tienes nada más urgente que hacer.

—Está el diario. Tengo que leerlo todo esta noche. Velaré la luz y lo leeré cuando te hayas acostado. De paso, tengo que prepararte un encuentro con la señora Rattery, algún día. Grand Guignol ciento por ciento. Me sentiría muy feliz si pudiera encontrarle algún motivo para haber envenenado a Rattery.

—De matricidio he oído algunos casos; pero el filicidio debe de ser sumamente raro —Nigel murmuró:

¡Oh, lord Randal, mi hijo, estás envenenado!

¡Oh, mi hermoso muchacho, estás envenenado!

¡Oh, sí, madre, lo estoy; hazme pronto la cama,

el corazón me duele y quisiera acostarme!

—Pero yo creía que la mujer de lord Randal le había envenenado —dijo Georgia.

—Así lo creía
él
—dijo Nigel, con éxtasis siniestro.

8

—Me gustaría encontrar esa botella —dijo el inspector Blount a la mañana siguiente, mientras él y Nigel se dirigían hacia el taller—. Si la ha escondido alguno de la casa, no estará lejos. Ninguno de ellos se mantuvo fuera de la vista de los otros durante más de cinco minutos, después del primer ataque de Rattery.

—¿Y Lane Lawson? Dijo que había estado mucho tiempo en el teléfono. ¿Lo ha comprobado usted?

—Sí. Hice un esquema de los movimientos de todas las personas de la casa, desde que terminaron de comer hasta el momento en que llegó la policía, y consideré cada declaración en relación con las otras. Hubo momentos en que cualquiera de ellos pudo haberse deslizado hasta el comedor para llevarse la botella, pero ninguno tuvo bastante tiempo como para irse muy lejos con ella. Los hombres de Colesby han registrado la casa, el jardín y los alrededores dentro de un radio de unos cien metros. Ni rastros.

—Pero, de todos modos, ¿no tomaba Rattery regularmente este tónico? ¿Dónde están las botellas vacías?

—Un hombre que compra botellas viejas se las había llevado la semana anterior.

—Parece que se metió en camisa de once varas —observó alegremente Nigel.

Blount suspiró, se quitó el sombrero, se frotó la calva reluciente, y volvió a colocarlo en su severa posición horizontal.

—Se evitaría muchas complicaciones si preguntara a Lena directamente dónde metió la condenada botella.

—Usted sabe que nunca amedrento a mis testigos —dijo Blount.

—Me extraña que no haya bajado un rayo para exterminarle. Vaya mentira más descarada...

—¿Ya ha leído el diario?

—Sí. Hay varios datos interesantes en él, ¿no le parece?

—Bueno, sí; tal vez. Deduje que Rattery no era muy querido entre su gente, y que ha estado jugando al tira y afloja con la mujer de ese Carfax a quien visitaremos ahora. Pero tengamos en cuenta que Cairnes puede haber exagerado todo eso en el diario, para desviar las sospechas sobre otra persona.

—No creo que
exagerado
sea la palabra. Apenas lo menciona como de pasada.

—¡Oh, es un hombrecito muy inteligente! Sabía que no le convenía insistir.

—Bueno, sus observaciones son muy fáciles de comprobar. En realidad, ya tengo bastantes pruebas de que Rattery era un infernal matón en su casa; parece que entre él y su extraordinaria madre habían reducido a todos, excepto a Lena, a polvo impalpable.

—Se lo concedo. Pero ¿sugiere usted que fue envenenado por su mujer? ¿O por algún sirviente?

—No sugiero nada —dijo Nigel con cierta irritación—, excepto que Felix escribió en su diario la verdad desnuda acerca de los Rattery.

Caminaron en silencio hasta llegar al taller. Las calles de Severnbridge dormían en el sol de mediodía; si sus habitantes, charlando en las entradas de sus pintorescas, históricas e indigentes callejuelas sabían ya que el próspero hombre de negocios que pasaba a su lado era en realidad el más formidable de los inspectores jefes de la Nueva Scotland Yard, disimulaban su curiosidad con notable desenvoltura. Aun cuando Nigel Strangeways empezó a cantar, a media voz, la
Balada
de Chevy Chase, no causó la menor sensación, excepto en el alma del inspector Blount, que aligeró el paso y mostró cierto temor en sus ojos. Severnbridge, a diferencia del inspector Blount, estaba acostumbrada a voces discordantes y cantos desafinados, aunque generalmente no tan temprano: la multitud de excursionistas de Birmingham se habían encargado de ello, organizando, cada fin de semana en el verano, un alboroto nunca oído, en el pueblo desde la guerra de las Dos Rosas.

—Me gustaría que terminara con ese ruido horrible —dijo, por fin, Blount, desesperadamente.

—Seguramente no alude a mi versión de la insigne balada.

—Aludo.

—¡Oh, bueno, no importa! ¡Sólo faltan cincuenta y ocho estrofas adicionales!

—¡Dios mío! —exclamó Blount, y era en él una exclamación poco común. Nigel continuó:

Luego las bestias de los bosques fueron

por todos lados;

y en los sotos de galgos aguardaron

para matar a los ciervos.

—¡Ah, ya llegamos! —dijo Blount, metiéndose en el taller.

Dos mecánicos se movían con cigarrillos encendidos en la boca, debajo de un cartel que decía «prohibido fumar». Blount pidió hablar con el patrón, y fueron llevados hasta el escritorio. Mientras el inspector sostenía una pequeña conversación preliminar, Nigel estudiaba a Carfax, un hombre bajo, correctamente vestido, bastante insignificante en su aspecto general; con su cara tersa y curtida, daba la impresión de esa sumisa picardía y del franco buen humor que puede verse en la casa de algunos profesionales del cricquet. «Es un hombre enérgico, pero sin ambición —pensó Nigel—. De este tipo que es feliz al no ser nadie, que es amable, pero al mismo tiempo profundamente reservado, loco por algún hobby particular, tal vez una personalidad no reconocida en alguna rama inverosímil de las ciencias, excelente padre y marido; uno nunca lo relacionaría con una pasión violenta. Pero es un tipo de persona muy engañoso: el «hombrecito»; cuando lo provocan, tiene el frío y furioso coraje de la mangosta; el hogar del «hombrecito» es, tradicionalmente, su castillo; y para defenderlo suele demostrar la tenacidad y la actividad más asombrosas. Y esta Rhoda... Me gustaría saber...»

—Porque hemos hecho averiguaciones por todas las farmacias del distrito —estaba diciendo el inspector Blount— y estamos seguros de que ningún miembro de la familia del finado ha comprado estricnina bajo ninguna forma; por supuesto, el autor podría haber ido un poco más lejos para comprarla; seguiremos investigando en este sentido, pero debemos creer, provisionalmente, que el asesino utilizó parte del veneno para las ratas que ustedes tenían aquí.

—¿Asesino? ¿Ha excluido entonces la posibilidad de suicidio o de accidente? —preguntó Carfax.

—¿Conoce usted alguna razón para que su socio haya querido suicidarse?

—No. ¡Oh, no! Decía tan sólo...

—Por ejemplo, ¿no tenía dificultades monetarias?

—No, el taller anda bastante bien. De cualquier modo, si no fuera así, yo perdería mucho más que Rattery. Yo puse casi todo el dinero cuando lo compramos.

Mirando un poco tontamente la punta de su cigarrillo, Nigel preguntó de pronto:

—¿Le gustaba Rattery?

Blount hizo un movimiento despreciativo, como disociándose de una pregunta tan poco ortodoxa. Carfax pareció mucho menos perturbado:

—¿Quiere saber usted por qué me asocié con él? —dijo—. La verdad es que durante la guerra me salvó la vida, y cuando le encontré de nuevo, ¡oh, hace unos siete años!, él tenía ciertas dificultades de dinero. Su madre había perdido su fortuna; bueno, como comprenderá, lo menos que podía hacer era ayudarle.

Sin responder directamente a la pregunta de Nigel, Carfax había aclarado que su asociación con Rattery había sido motivada por el pago de una deuda, y no por amistad.

Blount continuó su interrogatorio. Era la pregunta de rutina, por supuesto, pero quería saber qué había hecho el sábado por la tarde.

Carfax, con un brillo burlón en sus ojos, dijo:

—Sí, claro. Pregunta de rutina. Bueno, más o menos a las tres menos cuarto fui a casa de Rattery.

El cigarrillo de Nigel se le cayó de la boca; se agachó apresuradamente y lo recogió. Blount prosiguió, tan suavemente como si ya hubiera oído hablar de esa visita.

—¿Una visita particular?

—Sí. Fui a ver a la anciana señora Rattery.

—Pero —dijo amablemente Blount— no sabía nada de esto. La servidumbre —la interrogamos— no nos dijo que usted hubiera ido allá por la tarde.

Los ojos de Carfax eran brillantes, tranquilos y tan poco comprometedores como los de un lagarto. Dijo:

—No me vieron. Subí directamente a la habitación de la señora Rattery; cuando concertamos el encuentro ella me había dicho que procediera así.

—¿Encuentro? ¿Era una conversación de eh... eh... índole comercial la que sostuvieron?

—Sí —dijo Carfax, un poco más torvamente.

—¿Tenía algo que ver con este asunto que está en mis manos?

—No. Algunos podrían creer que sí.

—Señor Carfax, eso lo decidiré yo. Sería mucho mejor para usted que...

—Sí, ya sé, ya sé —dijo Carfax impacientemente—. El inconveniente es que esto implica a otra persona —Pensó durante un momento, y luego dijo—: Oiga, ¿esto no saldrá de ustedes dos, verdad? Si llegan a averiguar que no tiene nada que ver con...

Nigel interrumpió:

—No se preocupe. Por otra parte, está todo escrito en el diario de Felix Lane.

Vigilaba atentamente la expresión de Carfax. El hombre pareció francamente perplejo, o imitaba magistralmente la actitud de un hombre francamente perplejo.

—¿El diario de Felix Lane? Pero ¿qué sabe él?

Sin prestar atención a una mirada más bien furiosa de Blount, Nigel prosiguió:

—Lane había advertido que Rattery, ¿cómo decirlo?, era un admirador de su mujer.

Nigel hablaba de una manera sutilmente ofensiva, para obligar a Carfax a bajar la guardia, al irritarle. Carfax, sin embargo, resistió perfectamente.

—Veo que me lleva ventaja —dijo—. Muy bien, trataré de decirlo en pocas palabras. Le contaré los hechos, tal como fueron en la realidad, y espero que no deduzca conclusiones erróneas. George Rattery había perseguido durante cierto tiempo a mi mujer. Esto la divertía, la interesaba y la halagaba. Cualquier mujer hubiera sentido lo mismo, ustedes lo saben muy bien. George era, a su manera, un hermoso bruto. Tal vez tuvieran un lío inocente. No se lo reproché; el hombre incapaz de confiar en su mujer no debe casarse. Por lo menos, así lo entiendo yo.

«¡Dios mío! —pensó Nigel—. Este hombre o es un Quijote ciego, pero bastante admirable, o, si no, es uno de los impostores más sutiles y convincentes que he encontrado en mi vida; aunque, por supuesto, existe la posibilidad de que Felix haya exagerado la intimidad de Rattery y Rhoda Carfax.» Carfax prosiguió jugando con su anillo, y con los ojos entreabiertos como ante una luz deslumbradora:

—Últimamente, las atenciones de Rattery habían sido un poco excesivas. Les confesaré que el año pasado Rattery había perdido su interés por Rhoda; en esa época tenía relaciones con su cuñada, según decía la gente —La boca de Carfax se torció en una expresión de disgusto—. Perdóneme todos estos chismes. Pero parece que hubo una especie de pelea entre él y Lena Lawson, en enero; después de esto, George redobló sus atenciones hacia mi mujer. Tampoco entonces intervine. Si realmente Rhoda lo prefería —a la larga, por supuesto—, era inútil que me pusiera a hacer escenas. Pero por desgracia intervino la madre de George. Por eso quería hablarme el sábado por la tarde. Me acusó directamente de permitir que Rhoda fuera la amante de George, y me preguntó qué pensaba hacer. Le dije que por el momento no pensaba hacer nada: pero que si Rhoda quería divorciarse, se lo permitiría. La vieja señora, mejor dicho, la vieja arpía, me hizo una escena fantástica. Puso de manifiesto que yo era un cornudo complaciente, insultó a Rhoda y dijo que ella había seducido a George, lo que me pareció exagerado, y todo lo demás. Para terminar, me ordenó que detuviera ese escándalo; lo mejor para todos sería que Rhoda regresara al hogar conyugal y que silenciara definitivamente todo lo sucedido. Ella, por su parte, se comprometía a lograr que George se comportara bien. Era, en realidad, un
ultimátum
, y no me gustan los
ultimátum
—¿
ultimata
, prefieren ustedes?— emitidos por ancianas dominantes. Repetí, con firmeza, que si George quería seducir a mi mujer, era cosa suya, y si ella quería verdaderamente vivir con él, yo le concedería el divorcio. Entonces la señora Rattery habló largamente del escándalo público, del honor familiar y de otras materias afines. Me repugnó. En medio de una frase suya salí del cuarto y me fui de la casa.

Carfax se dirigía, más y más, a Nigel, quien asentía afablemente a cada una de sus razones.

Blount se sintió excluido, y en cierto modo fuera de lugar. Por eso su voz parecía algo escéptica y cortante cuando dijo:

—Es una historia muy interesante, señor Carfax, Pero deberá usted admitir que su actitud ha sido un poco... eh... nada convencional.

—Es posible —dijo Carfax, con indiferencia.

—¿Y usted dice que salió directamente de la casa?

Había desafío en la palabra «directamente».

Los ojos de Blount brillaron fríamente detrás de sus cristales.

—Si usted quiere preguntarme si efectué un rodeo por el camino para poner estricnina en el medicamento de Rattery, la contestación es negativa.

Other books

Goodlow's Ghosts by Wright, T.M.
Where Angels Rest by Kate Brady
The Black Mage: Candidate by Rachel E. Carter
Hot as Hell by Unknown
The Cold Song by Linn Ullmann
A Destiny Revealed by Andersen, Dria