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Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

La bestia debe morir (7 page)

BOOK: La bestia debe morir
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Lena acaba de llamarme por teléfono. Quieren que vaya a comer. Me siento desesperado y miserablemente nervioso. Si el simple hecho de verle me pone así, ¿cómo me sentiré cuando esté a punto de matarle? Tranquilo como una monja, probablemente, el trato con la futura víctima origina una especie de desprecio. Estudiaré a George Rattery con el ojo ardiente del odio: procederé despacio, avivaré mi odio y mi desprecio hacia él antes de que muera; me alimentaré de él como un parásito se alimenta de quien lo lleva.

Espero que a Lena no se le ocurra mostrarse demasiado afectuosa conmigo durante la comida.

Y ahora, al ataque.

1 de agosto

Un ser odioso. Un hombre, en verdad, muy desagradable.

Me alegro. Ahora me doy cuenta de que había temido bastante que George resultara una persona simpática; pero así está bien: no lo es; no tendré compasión en extinguir su vida.

Lo supe cuando entré en el cuarto, antes de que él dijera una palabra. Estaba de pie, al lado de la chimenea, fumando un cigarrillo: lo tenía entre los dedos anular y medio, el codo levantado, el antebrazo horizontal; en la desagradable actitud de quien se da importancia, la actitud del hombre que quiere hacer saber a todos que es el amo en su casa. Permaneció allí, como un gallo en el gallinero, mirándome desde arriba, durante un minuto o dos, antes de adelantarse a saludarme.

Después de presentarme a su madre y a su mujer, y de invitarme a tomar un combinado particularmente horrible, George prosiguió directamente con lo que estaba haciendo antes de mi llegada: típico ejemplo de su brutal falta de educación, su mal gusto innato. Sin embargo, esto me proporcionó una oportunidad para observarle; lo medí como el verdugo mide al hombre que va a ejecutar, para calcular el salto. El no necesitaría, no obstante, un salto muy grande; es tan pesado: un hombre corpulento, carnoso; su cabeza retrocede hacia arriba en la parte de atrás, y la parte superior desciende hacia una frente baja; lleva un bigote pseudomilitar, que no logra ocultar sus labios arrogantes y negroides. Diría que ha pasado los cuarenta años.

Veo que el resultado parece una caricatura. Agregaré, sin embargo, que algunas mujeres —la suya, por ejemplo— pueden considerarle atractivo. Admito la predisposición que tengo en su contra. Pero hay en él una cualidad tan crasa y tan dominante, que podría revolver el estómago de cualquier persona sensible.

Cuando hubo terminado su monólogo, miró el reloj de una manera ostensible.

—Tarde otra vez —dijo.

Nadie hizo comentarios.

—Violeta, ¿has hablado con los sirvientes? Cada día se retrasan más las comidas.

—Sí, querido —dijo su mujer.

Violeta Rattery es una desanimada y desteñida versión de Lena, patéticamente ansiosa por agradar.

—¡Uf! —dijo George—. No parecen hacerte mucho caso. Supongo que tendré que hablarles yo mismo.

—Por favor, no lo hagas —dijo su mujer con una voz confusa (se ruborizó, sonriendo tímidamente)—: No quisiera que se fueran.

Encontró mis ojos y se ruborizó de nuevo, penosamente.

Por supuesto, ella se lo busca. George es el tipo de hombre, cuya inmundicia moral anhela esa especie de sumisión en todas las personas que lo rodean. Es realmente un anacronismo: su tipo brutal, de piel espesa, era natural en los días del hombre mono (también en la época isabelina; habría sido un buen capitán de barco o un traficante de esclavos); pero en una civilización para la cual esas cualidades son inútiles, excepto durante alguna guerra, esa forma primitiva del poder se ve confinada a amedrentar a las personas de la casa, y degenera por falta de ejercicio.

Es extraordinario cómo el odio aguza la visión. Creo saber más de George que de personas que he conocido durante años. Yo le miraba cortésmente. Pensaba: «Allí está el hombre que mató a Martie, que le atropello y salió corriendo, que arruinó una vida más valiosa que veinte suyas, que dio fin a lo único que me quedaba en el mundo. No importa, Martie; pronto le llegará el turno.»

Durante la comida me senté al lado de Violeta Rattery, con Lena enfrente y la señora Rattery a mi izquierda. Noté que George no hacía más que mirarnos a Lena y a mí, tratando de comprender la situación. No diré que estaba celoso, porque es demasiado presuntuoso para imaginarse que una mujer prefiera a algún otro; pero tenía una evidente curiosidad por saber qué buscaba Lena en un bicho raro como Felix Lane. La trata de una manera confiada, levemente autoritaria, como si fuera un hermano mayor. «George andaba detrás de mí», había dicho Lena, una noche, en mi habitación. Me gustaría saber si era sólo una verdad a medias; hay una sugerencia de intimidad en la confianza de su trato con ella. En un momento dado, dijo:

—¿Así que te has decidido por los rizos tú también, Lena?

Se inclinó y pasó su mano por los rizos de la nuca de Lena, mirándome al mismo tiempo de una manera casi desafiante, y diciendo:

—Las mujeres son esclavas de la moda, ¿no es cierto, Lena? Si algún afeminado os dijera que en París las calvas son el último grito de la moda, os haríais afeitar inmediatamente la cabeza, sin pensarlo, ¿eh?

La anciana señora Rattery, sentada a mi lado, con su débil aureola de censura y de naftalina, dijo:

—En los días de mi juventud, el pelo de una mujer era considerado la corona de su gloria. Estoy contenta de que haya desaparecido toda esta furia por las melenas.

—¿Tú de parte de la nueva generación, madre? ¡Adónde va el mundo! —dijo George.

—La nueva generación puede defenderse sola, supongo; algunas por lo menos —la señora Rattery estaba mirando directamente hacia delante, pero tuve la impresión de que la segunda parte de su frase estaba dirigida contra Violeta, y también de que suponía que George se había casado con una persona de una clase social inferior, lo cual es cierto; la señora Rattery trata a Lena y a Violeta con una especie de tolerancia paciente y aristocrática.

Después de la comida, el mujerío (como sin duda lo hubiera llamado George) nos dejó junto al oporto. Él estaba evidentemente incómodo —no sabía en absoluto qué hacer conmigo— y probó el lance acostumbrado:

—¿Conoce el cuento de la mujer del Yorkshire y el organista? —me preguntó, acercando confidencialmente su silla.

Escuché y me reí del modo más natural. Luego siguieron muchos otros. Habiendo roto así el hielo con su sutil habilidad de hipopótamo, procedió a investigar detalles sobre mi persona. Ya me sé de memoria la leyenda de Felix Lane; por lo tanto, no hubo ninguna dificultad.

—Lena dice que usted escribe libros —me dijo.

—Sí, novelas policíacas —me miró con alivio.

—¡Ah, de crímenes! Eso es diferente. Para ser franco, me alarmé un poco cuando Lena me dijo que iba a traerme a un escritor. Creí que sería uno de esos tipos intelectuales. A mí me aburren. ¿Gana bastante escribiendo?

—Sí, bastante. Por supuesto, tengo algún dinero particular. Pero supongo que gano entre trescientas y quinientas libras con cada libro.

—¡Al diablo si gana! —Me miró casi respetuosamente—. Un escritor famoso, ¿no?

—Todavía no. Solamente un éxito moderado —por un momento sus ojos me evitaron. Tomó un trago de oporto, y me dijo, con deliberada despreocupación:

—¿Hace mucho que conoce a Lena?

—No. Hace más o menos una semana. Pienso escribir algo para el cine.

—Guapa chica. Tiene mucho espíritu.

—Sí, es un número atrayente —dije sin pensarlo.

El rostro de George se tornó incrédulo y escandalizado, como si hubiera descubierto de pronto una víbora en su seno. Parece que una cosa son los cuentos indecentes y otra la ligereza cuando se trata de las mujeres de su familia. Envaradamente, sugirió que nos reuniésemos con las señoras.

No puedo escribir más por ahora. Salgo a dar una vuelta con mi futura víctima y su familia.

2 de agosto

Ayer por la tarde, cuando salíamos por la puerta que da a la calle —Lena, George, su hijo Phil, chico de unos doce años, y yo— juraría que Lena tuvo un instante de pánico y se detuvo en seco. He recordado la escena una y otra vez, tratando de visualizarla claramente: sucedió con tanta rapidez, que por el momento no pude darme cuenta de todo lo que significaba. En la superficie no había pasado nada.

Estábamos sobre los escalones, a la luz del sol. Lena se detuvo por una fracción de segundo, y dijo: «¿El mismo coche?» George, un poco más atrás, replicó: «¿Qué quieres decir?» ¿Imagino yo un matiz de temor y de amenaza en su voz? Lena respondió un poco confusa, creo.

—¿Vienes siempre en el mismo coche viejo?

—¿Viejo? Todavía no ha llegado a los quince mil kilómetros. ¿Qué? ¿Crees que soy un millonario?

Todo esto es susceptible de una explicación inocente: he aquí la dificultad. Subimos al coche; George y Lena adelante, Phil atrás, conmigo. Phil cerró con violencia la puerta, y George se volvió y exclamó airadamente:

—¿Cuántas veces tendré que decirte que no hay que golpear las puertas? ¿No puedes cerrarlas con cuidado?

—Perdona, papá —dijo Phil, resentido. Tal vez George estuviera ya de mal humor antes de que saliéramos; pero sospecho que fue a consecuencia de lo que dijo Lena, o más bien de lo que no dijo, y que por eso se desahogó con Phil.

George es, sin duda, un buen conductor. Francamente, no puedo decir que ayer condujera con temeridad; pero se abría paso a través del tránsito dominical como si tuviera una especie de derecho, como el camión de los bomberos. Había muchos ciclistas que iban de tres en fondo: no les insultaba como yo esperaba, pero pasaba casi rozándoles y se atravesaba abruptamente por delante tratando de asustarles, u obligarles a chocar entre ellos. En un momento dado, me dijo:

—Lane, ¿conoce esta parte del mundo?

—No —dije—, pero siempre he querido volver. Nací en Sawyer’s Cross, sabe, en el otro extremo del condado.

—¿De veras? Un pueblecito simpático. Yo he estado dos o tres veces.

Tiene bastante serenidad. Yo miraba el perfil de su cara: ni siquiera contrajo el músculo de la mandíbula cuando nombré el pueblo donde atropelló a Martie. ¿Conseguiré alguna vez que se traicione? Lena miraba hacia delante, con las manos contraídas sobre las rodillas, inmóvil. Me arriesgué bastante cuando mencioné a Sawyer’s Cross. Suponiendo que empezara a sospechar —o que por simple curiosidad hiciera averiguaciones— descubriría que no ha habido ninguna familia llamada Lane en Sawyer’s Cross durante los últimos cincuenta años. Cuando bajamos del coche, Lena parecía evitar mis ojos: durante el último cuarto de hora había permanecido silenciosa, desde que mencioné Sawyer’s Cross. Y eso es poco frecuente en ella; pero no es una prueba irrefutable.

Bajamos y le pedí a George que me enseñara su coche. Era sólo una excusa para examinarlo. Tiene protección para las piedras, como me imaginaba, pero no hay rastros —por lo menos para mis ojos novicios— de que un guardabarros o un parachoques haya sido retirado y sustituido por uno nuevo. Pero, después de seis meses, sería difícil que los hubiera; la pista (palabra que deseo evitar en mis propias novelas) está fría. Las únicas claves que quedan están dentro de la cabeza de George y Lena; quizá dentro de la cabeza de Lena solamente. George debe haber olvidado todo lo relativo al accidente; no puedo creer que un simple homicidio pueda durar mucho tiempo en su recuerdo.

La cuestión es: ¿cómo conseguirlas? Y, lo que por ahora es más importante, ¿qué motivo plausible puedo tener para quedarme? Lena volverá mañana a la ciudad. Tal vez esta tarde me ofrezca otra posibilidad: tenemos que jugar al tenis con los Rattery.

3 de agosto

Ya está arreglado. Me quedo un mes más o menos, invitado por George. El plazo me basta. Mejor empezar por el principio.

Cuando llegué, ninguno de los invitados había llegado, y George sugirió que jugáramos un poco con Lena y Phil. Esperamos un rato en la pista y entonces George empezó a gritar a Phil para que viniera. El niño estaba en la casa; los gritos atrajeron a Violeta, que llegó corriendo, y, alejándose con George, susurró:

—No quiere jugar.

—¿Qué pasa con el chico? —exclamó George—. No sé qué le sucede últimamente. ¿No quiere jugar? Ve y dile que tiene que jugar, a la fuerza. ¡Estará arriba haciéndose el interesante! Nunca...

—Se encuentra un poco mal, querido. Fuiste algo severo esta mañana con él, cuando trajo la libreta.

—Querida mía, no digas tonterías. El chico ha descuidado sus estudios. Carruthers dice que no le faltan condiciones, pero que si no trabaja no irá a Rugby el año próximo. ¿No quieres que le den una beca?

—Claro que sí, querido; pero...

—Bien; entonces alguien tiene que decirle que se preocupe. No lo voy a tener todo el tiempo tonteando en la escuela y gastándome el dinero; está demasiado mimado, y si...

—Hay una avispa en tu espalda —le interrumpió Lena, mirándole con una ansiedad perfectamente ficticia.

—Lena, es mejor que no te metas —dijo él, peligrosamente.

Me pareció que no podría soportar un momento más aquella sórdida escena. Además, me sentía un poco apenado por Phil, al oír los proyectos de su padre; dije entonces que iría yo mismo a decirle que queríamos jugar con él. George quedó un poco desconcertado, pero no supo encontrar razones para prohibírmelo.

Encontré a Phil escondido en su dormitorio, al principio sumamente empecinado. Sin embargo, conversamos; no es un mal chico, y al rato me confesó todo: no había descuidado sus estudios, pero había otro chico en la escuela que le había amenazado, y esto le había preocupado tanto (como si yo no lo supiera) que no podía concentrarse ya en su trabajo. Cuando terminó, lloraba. Por alguna razón absurda me recordó el día en que reté a Martie porque me había arruinado las rosas; y le sugerí, impulsivamente, que yo podría darle algunas lecciones en las vacaciones, dos horas por día, por ejemplo, para que recuperara el tiempo perdido.

Mientras Phil se perdía en medio de una balbuceante y molesta demostración de gratitud, se me ocurrió que aquél era un excelente pretexto para quedarme en Severnbridge.

Un buen ejemplo de cómo, haciendo el bien, puede conseguirse el mal, si puede llamarse mal a la eliminación de George.

Esperé hasta que George estuviera de buen humor, excitado por su victoria en un partido de tenis, y después dije que el pueblo me gustaba, que pensaba quedarme unas cuantas semanas más y empezar, en la paz del campo, mi nuevo libro, y expliqué la ayuda que, mientras tanto, podía proporcionar a Phil. George pareció un poco molesto al principio, pero luego admitió la proposición, y hasta llegó a invitarme para que me quedara en su casa. Rehusé cortésmente, de lo cual, creo, se alegró. A ningún precio me quedaría en casa de los Rattery durante un mes. No es que sienta especial dificultad en matar un hombre de cuya sal he comido; pero no podría soportar la sensación de estar todo el tiempo sobre el filo de alguna pelea doméstica. Por otra parte, no quiero que George empiece a revolver mis cosas y termine encontrando este diario. Mis lecciones me permitirán una suficiente familiaridad con los Rattery. Después de haber arreglado esto, estuve un rato mirando jugar al tenis. El socio de George, Harrison Carfax, jugaba con Violeta contra George y la señora Carfax. Esta es una mujer alta, morena, de tipo gitano; tengo la sensación de que ella fue una de las causas del repentino buen humor de George. Vi claramente cómo sus dedos se entretenían en los de ella al darle las pelotas de tenis, y cómo ella le miró dos o tres veces ardientemente. No es extraño: su marido es un tipo insignificante, aburrido y seco.

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