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Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

La bestia debe morir (17 page)

BOOK: La bestia debe morir
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Phil Rattery había sido llevado sano y salvo al Angler’s Arms, donde acababa de tomar un generoso té y discutía con Georgia acerca de las exploraciones polares.

—Era estricnina, no hay duda —dijo Blount.

—Pero, ¿de dónde la obtuvieron? No basta entrar en la farmacia y pedirla.

—No. Pero se puede comprar veneno para las ratas. Algunos contienen un considerable porcentaje de estricnina. Aunque no creo que nuestro amigo tuviera necesidad de comprarlo.

—Eso me interesa muchísimo. Sin duda, quiere usted decir que el asesino es hermano de un cazador oficial de ratas, o tal vez la hermana.

—No exactamente eso. Pero Colesby hizo algunas averiguaciones de rutina en el taller de Rattery. Está junto al río y lleno de ratas. Me dijo que había visto dos tarros de veneno en la oficina. Cualquiera, es decir, cualquier miembro de la familia, podría entrar fácilmente y llevarse la cantidad que quisiera.

Nigel preguntó:

—¿Averiguó si no vieron, últimamente, a Felix Cairnes por el taller?

—Sí. Estuvo una o dos veces —dijo Blount, con cierta desgana.

—Pero no el día del crimen, ¿verdad?

—No fue
visto
allí el día del crimen.

—No debe permitir que Felix Cairnes se convierta en una obsesión. Manténgase imparcial.

—No es tan fácil ser imparcial cuando un hombre ha sido asesinado y otro hombre ha escrito bien claro que iba a asesinarlo —dijo Blount golpeando suavemente sobre la tapa de un cuaderno que estaba sobre el escritorio.

—A mi entender, Cairnes puede ser eliminado —dijo Nigel.

—¿Y cómo llega a esa conclusión?

—No hay ninguna razón para dudar de su aseveración de que intentaba matar a Rattery ahogándole. Cuando esta tentativa fracasó, se fue directamente al Angler’s Arms. Hice averiguaciones ahí. El camarero recuerda haberle servido el té a las cinco en el bar; cuatro minutos después de dejar el
dinghy
en el embarcadero. Después del té, estuvo sentado en el jardín del hotel, leyendo, hasta las seis y media; tengo testigos. A las seis y media entró en el bar y estuvo bebiendo hasta la hora de comer. No pudo volver a casa de los Rattery durante todo ese tiempo, ¿no es cierto?

—Habrá que investigar esa coartada —dijo el inspector Blount, precavidamente.

—Puede pasarla por una criba, si quiere, pero no llegará a ninguna parte. Si echó el veneno en el tónico de George, habrá sido entre el momento en que George tomó una dosis después del almuerzo y el momento en que salió en dirección al río. Tal vez descubra usted que tuvo alguna oportunidad para hacerlo. Pero, ¿por qué? No tenía ninguna razón para suponer que el accidente del
dinghy
fracasara; pero aun si hubiera elegido un veneno —el asunto del
dinghy
demuestra que es bastante perspicaz— hubiera preparado algo que también pareciera un accidente, no esta burda historia de un matarratas y de una botella que desaparece.

—La botella. Sí, sí.

—Exactamente: la botella. Eliminada la botella, el asunto parece de inmediato un crimen; pero cualquiera que sea su opinión sobre Felix Cairnes, no le atribuirá la tontería de llamar así la atención hacia el crimen cometido por él. De todos modos, creo que será fácil demostrar que no se acercó a la casa hasta algún tiempo después de la muerte de Rattery.

—Yo sé que no lo hizo —dijo Blount inesperadamente—. Ya me he ocupado de eso. Inmediatamente después de la muerte de Rattery, el doctor Clarkson telefoneó a la policía; la casa fue vigilada desde las diez y quince en adelante. Tenemos testigos de las andanzas de Cairnes desde la comida hasta las diez y cuarto, y no anduvo por aquí —agregó Blount.

—Entonces —dijo Nigel desanimadamente— si Cairnes no pudo haber cometido el crimen, ¿qué...?

—No he dicho eso. He dicho que él no pudo haber retirado la botella de tónico. Sus argumentos me han parecido muy interesantes —continuó Blount, en el tono de un profesor que está a punto de demoler la composición de un alumno—; muy interesantes, en verdad: pero parten de una falacia. Usted presupone que una sola persona puso veneno en la botella y luego la retiró. Pero suponga que Cairnes puso el veneno después del almuerzo para que hiciera efecto por la noche, en caso de fracasar el accidente fluvial; suponga que nunca tuvo intención de retirarlo, sino que quiso dar la impresión de que Rattery se había suicidado; suponga que una tercera persona aparece después que Rattery ha empezado a encontrarse mal, una tercera persona que ya sabe o sospecha que Cairnes trataba de matar a Rattery. Esta persona podría querer proteger a Felix, podría relacionar la botella con el envenenamiento, y en una tentativa de encubrimiento, irreflexiva y desesperada, la hace desaparecer.

—Ya veo —dijo Nigel, después de una larga pausa—. Se refiere usted a Lena Lawson. Pero, ¿por qué?

—Está enamorada de Cairnes.

—¿Cómo diablos lo sabe?

—Mi intuición psicológica —dijo el inspector, burlándose del punto débil de Nigel—. Además, he interrogado a los sirvientes. Parece que eran novios más o menos oficialmente.

—Bueno —dijo Nigel, bajando la cabeza ante aquellos golpes inesperados y perspicaces—, parece que me queda bastante por hacer. Temía que mi parte en este asunto fuera demasiado simple.

—Y además hay otra cosa, para que no se fíe usted demasiado. Sin duda la llamará usted una escandalosa casualidad. Su cliente menciona la estricnina en el diario; no he tenido mucho tiempo para leerlo todavía, pero mire un poco esto.

Blount le mostró el cuaderno, señalando en un lugar con el dedo. Nigel leyó:

«Yo me había prometido el placer de su agonía; no merece una muerte rápida. Me gustaría quemarlo despacio, pulgada por pulgada, o ver cómo lo devoran las hormigas; o si no, la estricnina, que retuerce el cuerpo y lo convierte en un arco rígido. Por Dios, me gustaría empujarle por la pendiente que va al infierno...»

Nigel quedó silencioso un momento. Luego empezó a caminar por el cuarto con sus pasos enormes de avestruz.

—Inútil, Blount —dijo de pronto, más serio que nunca—. ¿No ve? Esto puede confirmar también mi teoría de que una tercera persona conocía el diario y utilizó ese conocimiento para matar a Rattery y arrojar la sospecha sobre Felix Cairnes. Pero dejemos eso. ¿Le parece a usted humanamente creíble que alguien, no digamos Cairnes, que es un hombre normalmente decente, aparte de la irreparable injuria que Rattery le infligió, que alguien pueda ser tan atrevidamente calculador y tener tanta sangre fría para preparar un segundo crimen para el caso de que el primero le salga mal? No parece muy verosímil. Usted lo sabe.

—Cuando la mente está enferma no puede esperarse que sus actos parezcan verosímiles —dijo Blount, no menos seriamente.

—El hombre desequilibrado que intenta cometer un crimen siempre yerra por demasiada confianza, no por falta de confianza. ¿No está de acuerdo?

—En principio, sí.

—Bueno, usted pretende que Frank Cairnes, que había preparado un plan criminal casi perfecto, tuviera tan poca confianza en éste y en sí mismo como para preparar también uno suplementario. No es de creer.

—Usted siga por su camino y yo por el mío. Créame, yo tampoco tengo interés en arrestar a un hombre inocente.

—Bueno. ¿Puedo llevarme el diario, para leerlo?

—Primero voy a mirarlo yo. Se lo mandaré esta noche.

7

Era una tarde cálida. Los últimos rayos del sol dejaban un matiz color damasco, una blanca pelusa sobre el césped que descendía suavemente desde el Angler’s Arms hasta el río. Una de esas tardes misteriosamente tranquilas en las que, como hizo notar Georgia, podía oírse rumiar una vaca a tres praderas de distancia. En un rincón del bar se había reunido un grupo de pescadores, hombres secos, huesudos, con ropas raídas y caídos bigotes; uno de ellos ilustraba con generosos ademanes una pesca real o imaginaria; si algún rumor de violencia había conseguido penetrar hasta el mundo acuoso y apagado donde estos seres se movían y vivían, seguramente había sido apartado como una impertinente intrusión.

Tampoco prestaban la menor atención al grupo que rodeaba otra mesa, bebiendo gin y cerveza.

—Una caña de pescar —dijo Nigel, con una voz nada imperceptible— es un palo con un gusano en una punta y un imbécil en la otra.

—Cállate, Nigel —susurró Georgia—. No quiero tomar parte en una pelea. Estos hombres son peligrosos; podrían matarnos.

Lena, sentada junto a Felix en una silla de alto respaldo, se movió impacientemente.

—Salgamos al jardín, Felix —dijo. La invitación estaba evidentemente dirigida a él solo; pero él no contestó.

—Muy bien. Terminen ustedes de beber, y saldremos a jugar al minigolf en el jardín, o a cualquiera otra cosa.

Lena se mordió el labio, y se levantó casi bruscamente. Georgia dirigió una rápida mirada a Nigel, que él interpretó, correctamente, como significando: «Mejor será que salgamos, es inútil andar a vueltas con estos dos. ¿Por qué no querrá estar a solas con ella?» «¿Por qué, en verdad? —pensó Nigel—. Si Blount tiene razón, y Lena sospecha que Felix ha matado a Rattery, podría comprender que la atemorice un poco su compañía, temor de ver confirmadas sus sospechas por sus propios labios. Pero sucede lo contrario. Él la evita. Durante la comida, daba la impresión de querer mantenerla a distancia: había una especie de filo cortante en su conversación, especialmente cuando se dirigía a ella, que parecía advertirle: “Acércate y te cortarás.” Es algo muy complicado; pero Felix tiene un carácter complejísimo, según voy comprendiendo. Me parece que ya es hora de poner algunas cartas sobre la mesa, ver cómo reaccionan si se les habla un poco francamente.»

Cuando terminaron un partido de minigolf y estaban sentados en unas sillas plegables frente al río, que brillaba oscuramente, Nigel comenzó a hablar del asunto:

—Tal vez le tranquilice saber que el documento acusador está ya en manos de la policía. Blount me lo mandará esta noche.

—¡Oh! Bueno, supongo que es mejor que lo sepan todo —dijo Felix ligeramente.

En su expresión había una extraña mezcla de timidez y orgullo. Prosiguió:

—Me imagino que podría muy bien afeitarme la barba, ahora que mi disfraz es inútil. Nunca me gustó, nunca me gustaron los pelos en la comida; una delicadeza absurda, indudablemente.

Georgia jugaba con los dedos sobre la silla; las bromas de Felix la exasperaban; ignoraba, todavía, si él le gustaba. Lena dijo:

—¿Podría preguntar de qué están hablando? ¿Qué es ese documento acusador?

—El diario de Felix —dijo Nigel rápidamente.

—¿Diario? Pero ¿por qué...? No comprendo —Lena miró a Felix como pidiéndole ayuda, pero éste evitó sus ojos. Ella parecía totalmente desconcertada. «Claro que es una actriz —pensó Nigel— y puede estar representando; pero apostaría algo que es la primera vez que oye hablar de este diario.» Continuó sondeando:

—Óigame, Felix, es mejor que nos entendamos. ¿No sabe nada Lena Lawson acerca de la existencia de este diario y lo demás? ¿No debería usted...?

Nigel no sabía cuál sería el resultado de esta pesca en aguas turbias; pero nunca hubiera esperado lo que realmente sucedió.

Felix se irguió en su silla, y miró a Lena con unos ojos donde la familiaridad, el cinismo, el desafío y una cierta brutalidad despreciativa para con ella o para consigo mismo parecían mezclados, y le contó toda la historia de Martie, de la busca de George, del diario que había escondido bajo una tabla floja del suelo de su cuarto en casa de Rattery, y la tentativa de asesinato en el río.

—Ya sabes qué clase de persona soy —dijo finalmente—. He hecho de todo, menos matar a George.

Su voz había sido serena y objetiva. Pero Nigel vio que todo su cuerpo temblaba, saltaba casi, como si se hubiera bañado demasiado tiempo en agua helada. Cuando concluyó, el silencio fue interminable; el río murmuraba y murmuraba contra sus orillas, una cerceta pasó volando con un grito histérico, la radio del hotel repetía, sin mayor emoción, la declaración japonesa de que el bombardeo de las ciudades abiertas de China era un acto elemental de defensa propia. Pero el silencio se extendía por el pequeño grupo del jardín como un nervio al descubierto. Las manos de Lena se crispaban sobre la madera de la silla; todo el tiempo, mientras hablaba Felix, había permanecido así, inmóvil, salvo los labios, que se abrían a intervalos, como si fueran a adivinar lo que Felix diría, o para ayudarle a hablar. Por fin distendió su rígida posición, su ancha boca tembló, todo su cuerpo pareció volverse pequeño, perderse, mientras sollozaba:

—¡Felix! ¿Por qué no me dijiste todo esto antes? ¡Oh!, ¿por qué no me lo dijiste?

Le miró de frente, pero su rostro seguía inflexible y tenso, Era como si Nigel y Georgia estuvieran muy lejos. Felix no dijo una palabra, decidido, según parecía, a apartarla para siempre. Lena se levantó, se echó a llorar y corrió en dirección al hotel. Felix no se movió para seguirla.

—No comprendo tu diplomacia secreta —dijo Georgia, una hora después, cuando estuvieron en su cuarto—. ¿Quisiste provocar esa terrible escena?

—Lo siento mucho. Verdaderamente, no creí que las cosas sucederían de ese modo. Pero por lo menos prueba casi definitivamente que Lena no mató a Rattery. Estoy seguro de que no sabía nada del diario. Y que está enamorada de Felix. Lo cual significa dos obstáculos que le impedían matar a George y hacer recaer la culpa sobre Felix. Claro que si fuera una coincidencia —siguió casi para sí mismo— quedaría explicado el modo en que dijo: «¿Por qué no me dijiste todo eso antes?» Me gustaría saber...

—Tonterías —dijo Georgia, vivamente—. Me gusta esa muchacha. Tiene alma. El veneno no es un arma de mujer, a pesar de lo que diga la gente; es un arma de cobardes. Lena tiene demasiado espíritu para usarlo; si hubiera querido matar a Rattery, lo hubiera acribillado a balazos, le hubiera clavado un puñal, o algo así. Nunca mataría sino en un momento de cólera. Te lo aseguro.

—Me parece que tienes razón. Dime ahora otra cosa: ¿por qué la trata Felix tan ásperamente? ¿Por qué no le contó lo del diario tan pronto como George fue asesinado? ¿Y por qué contó toda la historia delante de nosotros?

Georgia apartó de la frente su pelo oscuro. Parecía un monito inteligente, algo preocupado.

—La protección de la multitud —dijo—. Había diferido su confesión para no revelar que había utilizado a Lena, por lo menos al principio, como instrumento del crimen que planeaba. Es muy sensible: sabía que Lena le amaba y no quería herirla haciéndole saber que no había hecho otra cosa que utilizarla. Tiene esa clase de cobardía moral que aborrece ofender, menos por el daño que causa a los sentimientos ajenos, que por el deseo de proteger los propios. Odia, además, las escenas. Por eso eligió la oportunidad de contarle toda la historia frente a nosotros. Nuestra presencia le salvaba de las consecuencias inmediatas: lágrimas, reproches, explicaciones, promesas y todo lo demás.

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