La bestia debe morir (24 page)

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Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

BOOK: La bestia debe morir
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Nigel suspiró cansadamente. Miró lo que había escrito, hizo una mueca, y acercó un fósforo a las hojas de papel. El reloj de pared del vestíbulo jadeó largamente y anunció que era medianoche. Nigel tomó la carpeta donde estaba la copia del diario de Felix Cairnes. Algo le llamó la atención en la página que abrió primero. Su cuerpo se endureció, su cerebro cansado comenzó de inmediato a trabajar. Siguió hojeando las páginas en busca de otra referencia. Una idea extraordinaria empezó a tomar forma dentro de su cabeza; una trama tan lógica, tan clara, tan convincente, que tuvo que desconfiar de ella. Era como uno de esos maravillosos poemas que uno compone en el momento de dormirse, y que, vueltos a ver a la luz desilusionada del día, parecen vulgares, incoherentes o absurdos. Nigel decidió dejarlo para la mañana siguiente; no estaba ahora en condiciones de comprobar su verosimilitud; le repugnaban sus amargas consecuencias. Bostezando, se levantó, puso la carpeta bajo el brazo y se dirigió a la puerta del escritorio.

Apagó la luz y abrió la puerta. El salón estaba oscuro como la muerte. Nigel caminó a tientas a través de él hacia los interruptores de la luz eléctrica, que estaban en la pared opuesta, tratando de orientarse con la mano sobre la puerta de entrada. «¿Estará dormida Georgia?», pensó. Y en ese momento oyó un ruido sibilante en la oscuridad y algo surgió de las tinieblas y le golpeó en la sien...

Oscuridad. Una negra cortina de terciopelo sobre la cual se encendían, bailaban y desaparecían unas luces dolorosas; un ballet de fuegos artificiales. Lo contempló sin curiosidad; deseaba que aquellas luces dejaran de jugar frente a sus ojos, porque quería abrir la cortina negra, pero se interponían a su paso. Por fin las luces dejaron de oscilar. La negra cortina de terciopelo subsistía. Ahora podía avanzar y abrir la cortina, aunque primero debía sacar la tabla dura que parecía estar atada a su espalda. ¿Por qué tenía una tabla en la espalda? Debía ser un hombre emparedado. Por un momento quedó inmóvil, deleitado por el brillo de su deducción. Luego quiso caminar hacia la cortina negra. De pronto se encendió en su cabeza un dolor lacerante, y el ballet de fuegos artificiales se reanudó con furiosa rapidez. Dejó que terminara ese baile. Cuando éste hubo terminado, permitió, muy cautelosamente, que su cerebro comenzara a trabajar; si empezaba muy rápidamente todo se haría pedazos.

«No puedo acercarme a esa hermosa cortina negra de terciopelo, porque... porque... porque... no estoy de pie y esta tabla atada a mi espalda no es una tabla, sino el suelo. Pero nadie puede tener el suelo atado a la espalda. No, eso es evidente. Estoy en el suelo. En el suelo. Bueno. ¿Por qué estoy en el suelo? Porque... porque... porque —ahora no me acuerdo— algo salió de la cortina de terciopelo y me dio un golpe. Un golpe muy fuerte. ¡Qué broma! Entonces estoy muerto. El problema de cómo se llama está resuelto. Problema de la Supervivencia. Vida tras la muerte. Estoy muerto, pero consciente de la existencia.
Cogito, ergo sum
. Por lo tanto, he sobrevivido. Soy uno de la Gran Mayoría. ¿O tal vez no? Quizá no esté muerto. Los muertos, con toda seguridad, no sufren estos atroces dolores de cabeza: no figuran en el contrato. Entonces estoy vivo. Lo he probado
incontro... incontro...
lo que sea, lógicamente. Bien, bien, bien.»

Nigel se llevó la mano a la sien. Pegajosa. Sangre. Muy lentamente se levantó, tanteó la pared y encendió la luz. Por un momento le aturdió su repentino resplandor. Cuando pudo abrir de nuevo los ojos, miró a su alrededor. El vestíbulo estaba vacío. Vacío, excepto un viejo palo de golf y la copia del diario que yacía en el suelo. Nigel sintió que tenía frío. Su camisa estaba desabrochada: la abrochó, se inclinó dolorosamente, para recoger el palo y el diario, y se arrastró escaleras arriba con ellos.

Georgia le miró desde la cama, medio dormida.

—Hola, querido. ¿Has jugado un bonito partido de golf? —dijo.

—Bueno, para decir verdad, no. Un sujeto me dio con esto. No era cricquet. No era golf, quiero decir. En la cabeza.

Nigel miró con aturdimiento a Georgia, y se deslizó, no sin gracia, hasta el suelo.

16

—Querido, ¿vas a levantarte?

—Claro que voy a levantarme. Tengo que ver al viejo Shrivenham esta mañana.

—No puedes levantarte con un agujero en la cabeza.

—Con o sin agujero, iré a ver al viejo Shrivenham. Diles que suban el desayuno. El coche vendrá a las diez. Puedes venir conmigo, si quieres, para evitar que me arranque las vendas en el delirio que puede acometerme.

La voz de Georgia temblaba.

—¡Oh, querido! Y pensar que yo no hacía más que decirte que debías cortarte el pelo. Y tu pelo te ha salvado, y tu cabeza dura. Y no vas a levantarte.

—Querida Georgia, te amo más que nunca, voy a levantarme. Ayer, anoche, empecé a ver claro, antes de que ese individuo me pegara con el palo de golf. Y creo que el viejo Shrivenham puede..., por otra parte, no estará mal ponerse bajo la protección del ejército durante unas horas.

—¿Cómo? ¿Crees que puede repetirse? ¿Quién fue?

—Adivina. No, no espero una repetición del atentado. No, ciertamente. No a la luz del sol. Por otra parte, mi camisa estaba desabrochada.

—Nigel, ¿estás seguro de no delirar?

—Seguro.

Mientras Nigel tomaba el desayuno, entró el inspector Blount. Parecía bastante preocupado.

—Su amable mujer me ha dicho que usted se niega a permanecer en cama. ¿Está seguro de que puede...?

—Sí, por supuesto. Los golpes con palos de golf me hacen mucho bien. De paso, ¿no encontró en él huellas dactilares?

—No. El cuero es muy áspero para conservarlas. Pero en cambio, descubrimos una cosa rara.

—¿Cuál?

—Las ventanas del comedor estaban sin pestillo. El camarero jura que las cerró a las diez, anoche.

—Bueno, ¿qué tiene de raro? El sujeto que me golpeó tuvo que entrar y salir de alguna manera.

—¿Cómo pudo entrar si estaban cerradas? ¿Sugiere usted que tuvo un cómplice?

—Pudo haber entrado antes de las diez, y haberse escondido, ¿no le parece?

—Bueno, es posible. ¿Pero cómo podía saber alguien de afuera que usted se quedaría levantado hasta tarde, hasta que hubieran apagado las luces del vestíbulo y él pudiera atacarle sin ser visto?

—Ya veo —dijo Nigel lentamente—. Sí, ya veo.

—Es muy comprometedor para Felix Cairnes.

—¿Se explica usted por qué Felix, habiendo pagado los servicios de un detective sumamente caro, se dedique a golpearle la cabeza con un palo de golf? —preguntó Nigel, examinando una tostada—. ¿No sería ir en contra de sí mismo?

—Tal vez. Fíjese, no es más que una sugerencia. Tal vez tuviera alguna razón para desear que usted estuviera imposibilitado en este momento.

—Bueno, seguramente habrá pasado esa idea por el fondo de la cabeza de mi agresor. Quiero decir, que no estaba entrenándose en el vestíbulo —dijo Nigel burlándose del inspector. Pero recordaba cómo Felix trató de poner inconvenientes a su visita al general Shrivenham.

Blount parecía aún preocupado. Dijo:

—Pero eso no es lo más raro. Fíjese, señor Strangeways, hemos encontrado huellas dactilares en la llave y en la manija interior de la ventana; también en el vidrio y en la manija exterior. Como si alguien la hubiera cerrado con una mano en el cristal y otra en la falleba.

—No me parece tan raro.

—Espere un momento. Las huellas no son las de ningún miembro del personal del hotel, ni pertenecen a nadie relacionado con este caso. Y no hay forasteros en el hotel, aparte de ustedes.

Nigel se sentó de un salto, con un terrible estremecimiento de dolor en la cabeza.

—Así que no pudo haber sido Felix, después de todo.

—Eso es lo más extraño. Cairnes pudo golpearle, y luego abrir la ventana usando un pañuelo mientras levantaba el pasador, para dar a entender que usted había sido atacado por alguien de afuera. ¿Pero quién dejó esas huellas afuera de la ventana?

—Esto es demasiado —se quejó Nigel—. Traer a un misterioso desconocido al asunto cuando... Oh, bueno, se lo dejo a usted. Le distraerá mientras hablo con el general Shrivenham...

Media hora después, Nigel y Georgia se sentaban en la parte trasera de un coche alquilado. En ese momento una sirvienta, atrasada en su trabajo a consecuencia de las tempranas investigaciones del inspector, entraba al dormitorio de Phil Rattery...

Poco antes de las once, el coche se detuvo frente a la casa del general Shrivenham. La puerta del frente estaba abierta, y entraron en un amplio vestíbulo cuyas paredes y suelo estaban cubiertos de pieles de tigre y otros trofeos de caza. Hasta Georgia se estremeció al ver las feroces mandíbulas llenas de blancos colmillos que por todas partes sonreían.

—¿Crees que algún criado les limpia los dientes todas las mañanas? —murmuró a Nigel.

—Muy probable. Me deslumbran los ojos; murieron a edad temprana.

La criada abrió una puerta a la izquierda del vestíbulo; desde el interior se oía la música alada, débil y aérea de un clavicordio; alguien tocaba, con moderada destreza, el
Preludio en Do Mayor
de Bach. Las minúsculas notas parecían ahogadas por el rugido silencioso de todos los tigres del vestíbulo. El preludio terminó en un largo y tembloroso quejido, y el ejecutante se embarcó afanosamente en la fuga. Georgia y Nigel parecían fascinados. Finalmente, la música terminó y oyeron una voz que decía:

—¿Quién? ¿Qué? ¿Por qué no les ha hecho pasar? No hay que dejar a la gente esperando en los pasillos.

Un anciano apareció en la puerta, vestido con pantalones y chaqueta antiguos, y una gorra escocesa, de pesca. Les observó amablemente con sus apagados ojos celestes.

—¿Admirando mis trofeos?

—Sí. Y la música también —dijo Nigel—. Es el más hermoso de los preludios, ¿no?

—Me alegra oírle decir eso. A mí me lo parece, pero estoy muy poco dotado para la música. Muy poco. Para decirle la verdad, estoy enseñándome yo mismo a tocar. Compré este instrumento hace pocos meses. Clavicordio. Un hermoso instrumento. El tipo de música que uno se imagina que emplean las hadas para bailar. Los espíritus de Ariel, ya sabe. ¿Cómo me dijo que se llama?

—Strangeways. Nigel Strangeways. Esta es mi esposa.

El general les dio la mano, mirando a Georgia con una mirada algo insinuante. Georgia le sonrió, conteniendo un deseo casi avasallador de preguntarle si siempre llevaba un sombrero escocés, de pescador, para tocar a Bach; parecía la indumentaria más apropiada.

—Tenemos una tarjeta de presentación de Frank Cairnes.

—¿Cairnes? Sí. ¡Pobre hombre! Su hijo fue atropellado, como usted sabrá. Murió. Una tragedia terrible. Dígame, ¿no se ha vuelto loco, no?

—No. ¿Por qué?

—El otro día pasó una cosa extraordinaria. En Cheltenham. Todos los jueves voy allá y tomo el té en Banners. Tienen los mejores pasteles de chocolate de Inglaterra; debería probarlos. Trago como un animal. Bueno, pues, entro en el Banners y juraría que estaba Cairnes sentado en un rincón. Un hombre bajo, con una barba. Cairnes se fue del pueblo hace unos dos meses, pero creo que había empezado a dejarse la barba antes de irse. No me gustan las barbas; las usan en la Marina, pero la Marina no ha ganado una batalla desde Trafalgar; no sé que les pasa; miren cómo está ahora el Mediterráneo. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí, Cairnes! Bueno, este sujeto que me pareció Cairnes..., fui directo a hablarle, pero salió disparado; él y otro individuo que estaba con él, un hombre grandote con unos bigotes. Bueno, ese Cairnes, o el individuo que parecía Cairnes, huyó como una comadreja y se llevó consigo al otro. Le llamé por su nombre, pero no me hizo caso; entonces me dije: ése no puede ser Cairnes. Luego pensé, tal vez sea Cairnes y haya perdido la memoria, como ésos de la BBC. ¿Recuerda los mensajes de SOS? Por eso le pregunté si Cairnes había perdido la razón. Siempre fue muy raro este Cairnes, pero no sé qué podía andar haciendo con ese hombre grandote en Banners.

—¿Recuerda usted la fecha?

—Déjeme pensar. Fue la semana... —El general consultó una agenda de bolsillo—. Sí, aquí está, el doce de agosto.

Nigel había prometido a Felix que no hablaría del asunto Rattery cuando se entrevistara con el general; pero éste parecía haber aterrizado involuntariamente en medio del mismo asunto. Por ahora, prefirió descansar su mente en la encantadora y tétrica atmósfera, donde un guerrero retirado tocaba el clavicordio y aceptaba como la cosa más natural del mundo la llegada de un extraño con la cabeza vendada y una esposa muy guapa. El general y Georgia se habían sumergido en una conversación relativa a la vida de los pájaros en los valles de Burma del Norte. Nigel callaba, tratando de ajustar dentro de su plan provisional el pequeño episodio ocurrido en la confitería Banners. Sus pensamientos fueron interrumpidos por el general, que decía:

—Veo que su marido ha estado en la guerra por estos días.

—Sí —dijo Nigel tocando tiernamente su vendaje—. En realidad, un hombre me golpeó la cabeza con un palo de golf.

—¿Un palo de golf? Bueno, no me sorprende. Hoy día se ve de todo en las pistas de golf. Por otra parte, nunca ha sido un juego como debe ser; una pelota inmóvil; es como girar a un pájaro dormido; de modo alguno un juego de caballeros. Miren un poco a los escoceses —ellos lo importaron—, la raza menos civilizada de Europa: sin arte, sin música, sin poesía, incluyendo, por supuesto, a Burns; y miren sus comidas:
haggis
y roca de Edimburgo. Dime lo que comes y te diré quién eres. Pero el polo, eso es diferente. Yo jugaba un poco en la India. El golf no es más que el polo quitándole toda la dificultad y la diversión; una versión en prosa del polo; una paráfrasis; es típico de los escoceses el reducirlo todo a su nivel prosaico; hasta hicieron una paráfrasis de los Salmos. Horrible. Vándalos. Bárbaros. Estoy seguro de que este hombre que le golpeó con el palo tenía sangre escocesa en las venas. Son buenos soldados, sin embargo. No sirven para otra cosa.

Nigel interrumpió, sin impaciencia, la polémica del general, y explicó la razón de su visita. Investigaba el asesinato de Rattery y quería saber algo sobre la historia de la familia; el padre del muerto había servido en el ejército: Cyril Rattery; cayó en la guerra con los bóers. ¿No podría el general Shrivenham presentarle a alguien que hubiera conocido a Cyril Rattery?

—¿Rattery? ¡Dios mío, entonces es él! Cuando leí en los periódicos este asunto, pensé si ese hombre tendría algo que ver con Cyril Rattery. ¿Su hijo, dice usted? Bueno, no me extraña. Hay mala sangre en esa familia. Escuche, mientras toma una copita de jerez le diré todo lo que sé acerca de él. No, no es ninguna molestia: siempre tomo una copita de jerez y unos bizcochos por la mañana.

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