La bestia debe morir (22 page)

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Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

BOOK: La bestia debe morir
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—¿El diario del señor Lane? No entiendo...

—Sin duda su hijo le contó su descubrimiento de que el señor Lane tenía intención de matarle.

—No me aturda a preguntas, inspector; no estoy acostumbrada. En cuanto a ese cuento de hadas...

—Es la verdad, señora.

—En ese caso, ¿por qué no pone usted fin a esta entrevista, que me parece sumamente desagradable, y arresta al señor Lane?

—Cada cosa a su tiempo, señora —dijo Blount con igual frigidez.

—¿Notó usted alguna hostilidad entre su hijo y el señor Lane? ¿No le sorprendió un poco la situación del señor Lane en esta casa?

—Sabía perfectamente que él estaba aquí a causa de esa criatura abominable, Lena. Es un asunto que prefiero no discutir.

«Usted creyó que la enemistad entre George y Felix se debía a Lena», pensó Nigel. Mirando hacia abajo, dijo en voz alta:

—¿Qué dijo Violeta cuando se peleó con su marido, la semana pasada?

—¡Pero, señor Strangeways! ¿Hay que sacar a luz hasta los más pequeños incidentes domésticos? Me parece innecesario y vulgar.

—¿Incidente? ¿Innecesario? Si le parece tan trivial, ¿por qué le dijo a Phil, el otro día: «Tu madre necesita toda nuestra ayuda. Porque la policía puede llegar a saber que se peleó con tu padre la semana pasada, y lo que dijo, y eso podría hacerles pensar...»? ¿Hacerles pensar qué?

—Eso será mejor que se lo pregunte a mi nuera.

La anciana no quiso hablar más. Después de unas cuantas preguntas, Blount se levantó para irse. Distraídamente, Nigel se acercó a la mesita barroca y, pasando un dedo por la parte de arriba de la fotografía, dijo:

—Supongo que éste es su marido, señora Rattery, ¿verdad? Murió en Sudáfrica, ¿no es cierto? ¿En qué batalla?

El efecto de esta inofensiva observación fue electrizante. La señora Rattery se levantó y avanzó con una horrible rapidez de insecto —como si tuviera cincuenta piernas en vez de dos— a través de la habitación. En medio de una oleada de naftalina, interpuso su cuerpo entre Nigel y la fotografía.

—¡Quite usted sus manos de ahí, joven! ¿Nunca terminará de hurgar y de espiar las cosas de mi casa? —Respirando agitadamente, con los puños apretados, escuchó las disculpas de Nigel. Luego se volvió hacia Blount—. La campanilla está a su derecha, inspector. Tenga la bondad de llamar, y la sirvienta le acompañará hasta la puerta.

—Creo que sabré salir solo, señora; muchas gracias.

Nigel le siguió mientras bajaba y se dirigía al jardín. Blount juntó los labios y se enjugó la frente.

—¡Uf, qué vieja loca! Me da escalofríos, y no me avergüenzo de decirlo.

—No importa. La trató usted con gran intrepidez. Parecía un Daniel. Y ahora, ¿qué me dice?

—No hemos adelantado nada. Absolutamente nada. Quiere que lo consideremos un accidente. Pero en seguida se dejó seducir, con demasiada rapidez me parece, por mi sugestión de que Carfax era el culpable. Picó de inmediato el anzuelo cuando hablamos del tiempo que Carfax tardó en salir de la casa; habrá que averiguar cuál de los dos se ha equivocado, pero supongo que, muy probablemente, encontraremos una explicación inocua. Por otra parte, prefiero no hablar de Felix Cairnes o de Violeta Rattery. Evidentemente, no sabía nada del diario de Felix Cairnes; por lo menos ésa es mi impresión; y eso es un golpe mortal para su teoría. Está chiflada por el prestigio de la familia, pero ya lo sabíamos. Sus observaciones contra Carfax pueden haber sido motivadas exclusivamente por el odio que le tiene. No. Si ella mató a George, no nos ha dicho nada que lo confirme. Estamos de nuevo en el punto de partida. Y es, tanto si le gusta como si no, Felix Cairnes.

—Sin embargo, hay una cosa que valdría la pena investigar.

—¿Se refiere a esa pelea entre George y su mujer?

—No. Me parece que eso no tiene ninguna importancia. Violeta pudo haber proferido alguna amenaza histérica; pero una mujer que se ha humillado ante su marido durante quince años, no se amotina de golpe y le mata. No es verosímil. No, me refiero a lo que el viejo Watson habría llamado «El Singular Episodio de la Anciana y la Fotografía».

13

Nigel se separó de Blount, que quería interrogar a Violeta Rattery, y volvió al hotel. Cuando llegó, Georgia y Felix Cairnes estaban tomando el té en el jardín.

—¿Dónde está Phil? —preguntó en seguida Felix.

—En su casa. Supongo que su madre lo traerá después. Hubo algunos inconvenientes.

Nigel relató las aventuras de Phil sobre el techo y su tentativa de destruir la botella probatoria. Mientras hablaba, Felix parecía más y más nervioso, y por fin no pudo contenerse más.

—¡Caramba! —exclamó—. ¿No pueden alejar a Phil de todo esto? Es verdaderamente desesperante; un chico de su edad en semejante ambiente. No lo digo por usted; pero este Blount, ¿cómo no comprende el daño que puede hacer a un niño tan nervioso?

Nigel no había comprendido hasta aquel momento que Felix tenía los nervios de punta. Le había visto paseando por el jardín, leyendo con Phil, hablando de política con Georgia; un hombre tranquilo y amable, cuya discreción natural se alternaba con repentinas confidencias y momentos de sardónico buen humor; un hombre con quien sería muy molesto vivir, pero agradable aun en sus momentos más inabordables y espinosos. Aquella explosión recordó a Nigel cuan pesadamente debía pesar sobre él la nube de la sospecha. Dijo amablemente:

—Blount es un buen hombre. Es muy humano; por lo menos, lo es bastante. Creo que Phil ha tenido que soportar todo esto por mi culpa. A veces es muy difícil recordar su extraordinaria juventud. Uno termina tratándole casi como si fuera de nuestra edad. Y además, él me arrastró hasta ese tejado.

Siguió un apacible silencio. Georgia sacó un cigarrillo de la caja de cincuenta que siempre llevaba consigo. Las abejas zumbaban entre las dalias, en el cantero de enfrente. A lo lejos podía oírse el melancólico y prolongado silbato de una lancha que anunciaba su llegada a la esclusa.

—La última vez que vi a George Rattery —dijo Felix, casi para sí—, atravesaba el jardín de aquella esclusa, pisoteando las flores. Estaba de muy mal humor. Habría pisoteado cualquier cosa que hubiera encontrado en su camino.

—Habría que hacer algo con ese tipo de gente —dijo Georgia afablemente.

—Algo hicieron con él.

La boca de Felix se redujo a una línea.

—¿Cómo van las cosas, Nigel? —preguntó Georgia. La palidez de la cara de su marido, los pliegues de su frente, sobre la que caía un mechón rebelde, la infantil y obstinada posición de su labio inferior, todo la preocupaba. Estaba cansadísimo; jamás debió aceptar aquel asunto. Deseó que Blount, los Rattery, Lena, Felix, incluso Phil, desaparecieran en el fondo del mar. Pero mantuvo fría e impersonal su voz: Nigel no quería ser protegido; y además allí estaba Felix Cairnes, que había perdido a su mujer y a su único hijo; Georgia comprendió que no debía obligarle a oír en su voz ese afecto que ya nunca sería para él.

—¿Cómo van? No muy bien. Este parece uno de esos casos simples y pérfidos donde nadie tiene coartada y todos podrían haber cometido el crimen. Sin embargo, ya lo sortearemos, como diría Blount. De paso, Felix, ¿sabe usted que George Rattery no sufría en absoluto de vértigo?

Felix Cairnes parpadeó. Su cabeza se inclinó hacia un lado, como la cabeza de un zorzal que mira con el costado del ojo algún movimiento en las cercanías.

—¿No tenía vértigo? Pero ¿quién dijo que lo tenía? ¡Dios mío, me había olvidado! Sí. El asunto de la cantera. Pero ¿por qué dijo eso entonces? No comprendo. ¿Está seguro?

—Completamente seguro. ¿Ve la consecuencia?

—La consecuencia es, supongo, que yo dije una fea mentira en mi diario —dijo Felix, mirando a Nigel con una especie de candor tímido y cauteloso.

—Hay otra posibilidad: que George sospechara sus intenciones, o empezara ya a sospecharlas, y dijera que tenía vértigo para mantenerse fuera de su alcance sin que usted imaginara que él sospechaba.

Felix se volvió hacia Georgia.

—Esto ha de parecerle a usted muy incomprensible. Se refiere a una oportunidad en que yo traté de empujar a George desde el borde de una cantera, pero en el último momento no quiso acercarse. Lástima, nos habríamos ahorrado muchas molestias.

Su irresponsabilidad molestó a Georgia. Pero pensó: pobre hombre, tiene los nervios al descubierto, no es culpa suya. Recordaba demasiado bien una vez en que ella se había encontrado en la misma situación, y Nigel la había salvado. Nigel salvaría también a Felix, si es que alguien podía salvarle. Miró a su marido; éste contemplaba el suelo de esa manera inexpresiva que significaba que su cerebro trabajaba a toda presión. «Querido Nigel —se dijo—, querido Nigel.»

—¿Sabe usted algo del marido de la anciana señora Rattery? —preguntó Nigel a Felix.

—No. Salvo que era militar. Muerto en la guerra bóer. Se salvó providencialmente de Ethel Rattery, supongo.

—Verdaderamente. Me gustaría saber cómo podría averiguar algo de él. No tengo conocidos entre los militares retirados. ¿Y ese amigo suyo? Usted lo menciona al principio de su diario: Chippenham, Shrivellem, Shrivenham; sí, eso es, el general Shrivenham.

—Eso parece. ¡Oh! ¿Ha estado usted en Australia? ¿No encontró allá un amigo mío llamado Brown? —dijo burlonamente Felix—. No creo en absoluto que el general Shrivenham sepa nada acerca de Cyril Rattery.

—Sin embargo, vale la pena intentarlo.

—¿Por qué? No veo el motivo.

—Tengo el presentimiento de que valdría la pena investigar la historia de la familia Rattery. Me gustaría saber por qué la señora Rattery se emocionó tanto cuando le pregunté algo acerca de su marido esta tarde.

—Ese afán suyo de exhumar viejos escándalos de familia es indecente —dijo Georgia—. Hubiese sido mejor que me casara con un chantajista.

—-¡Escuche! —dijo Felix pensativamente—. Si usted quiere informarse, conozco una persona en el Ministerio de la Guerra que podría enseñarle los archivos.

La respuesta de Nigel a esta oferta fue extraordinariamente ingrata, por no decir otra cosa. En el tono más amistoso, pero más serio imaginable, dijo:

—¿Por qué no quiere que me entreviste con el general Shrivenham, Felix?

—Yo... Es absurdo lo que usted dice. No opongo la menor objeción a que ustedes se vean. Sólo sugería una manera más práctica de obtener esa información que usted busca.

—Muy bien. Disculpe. No se habrá ofendido, supongo, porque mi intención no ha sido ofenderle.

Hubo una pausa incómoda. Nigel, evidentemente, no estaba nada convencido, y sabía que Felix lo sabía. Después de un momento, Felix sonrió:

—Creo que no era toda la verdad. Lo cierto es que quiero mucho a mi viejo amigo, y que inconscientemente luchaba contra la idea de que él llegara a saber qué clase de persona soy en realidad —Felix sonrió amargamente—. Un asesino que ni siquiera tiene éxito.

—Bueno, supongo que tarde o temprano llegará a ser de dominio público —dijo Nigel razonablemente—. Pero si usted no quiere que Shrivenham se entere todavía, puedo preguntarle lo de Cyril Rattery sin necesidad de contarle lo demás. Si usted quiere darme una tarjeta de presentación...

—Muy bien. ¿Cuándo piensa ir para allá?

—Mañana, supongo.

Hubo otro largo silencio, el silencio inquieto que hay en el aire cuando ha amenazado una tormenta y ha pasado sin desencadenarse, pero está a punto de volver. Georgia vio que Felix temblaba. Por fin, fluyendo dolorosamente, su voz brotó con fuerza y sin naturalidad, como la de un amante que por fin se ha decidido a confesar su amor, y dijo:

—Blount. ¿Cuándo va a arrestarme? No puedo soportar por mucho más tiempo esta espera —Sus dedos se contraían y volvían a extenderse, colgando a ambos lados de su silla—. Pronto confesaré cualquier cosa.

—No es mala idea —dijo Nigel pensativamente—. Usted confiesa, y como no fue usted, Blount estará en condiciones de destruir su confesión, y convencerse así de que no es usted el asesino.

—¡Nigel, por el amor de Dios, no seas de tan implacable corazón! —exclamó Georgia, vivamente.

—Para él no es más que un juego, como el ajedrez —Felix sonrió. Parecía haber recuperado su serenidad. Nigel se sintió más bien avergonzado; debía curarse de esa costumbre de pensar en voz alta. Dijo:

—No creo que Blount piense todavía arrestarle. Es muy minucioso y quiere estar seguro del terreno que piso. Recuerde: la detención de un hombre inocente es un asunto serio para un policía; no le reporta beneficio alguno, créame.

—Bueno, espero que cuando se decida usted, me mande un telegrama o algo así, y entonces yo me afeito la barba, me hago el despistado, atravieso el cerco de la policía y tomo un barco para Sudamérica: allí van los criminales prófugos en las novelas policíacas...

Georgia sintió lágrimas en sus ojos. Había algo intolerablemente patético en las bromas que hacía Felix sobre su situación. Además, era muy molesto: tenía el coraje, pero no el tipo de audacia necesario para decir una broma semejante; estaba herido demasiado en lo vivo, y se le notaba. Se encontraba sin duda en una horrible necesidad de que alguien le consolara: ¿por qué no trataba Nigel de hacerlo? No le costaría mucho. Una asociación de ideas hizo decir a Georgia:

—Felix, ¿por qué no le pide a Lena que venga esta tarde? Hoy he estado hablando con ella. Confía en usted. Le quiere, y está desesperada de ganas de ayudarle.

—Es mejor que no nos veamos mientras yo esté bajo la sospecha de asesinato. Sería injusto —dijo Felix obstinadamente y un poco distante.

—Seguramente es a Lena a quien corresponde decidir si es o no injusto con ella. No le importa que usted haya matado a Rattery, o no lo haya hecho; sólo quiere estar con usted, y, sinceramente, usted está haciéndole mucho daño; no quiere su caballerosidad, le quiere a usted.

Mientras ella hablaba, la cabeza de Felix se inclinaba de un lado a otro, como si su cuerpo estuviera atado a la silla y las palabras hubieran sido piedras que le arrojaban a la cara. Pero no quería admitir cuánto le dolían. Se recogió dentro de sí mismo, diciendo obstinadamente:

—Prefiero no hablar de esto.

Georgia miró a Nigel, implorante. Pero en ese momento se oyó el sonido de unos pasos sobre la grava, y los tres levantaron la vista, secretamente aliviados por la interrupción. El inspector Blount, con Phil a su lado, venía por el sendero. Georgia pensó: «Gracias a Dios, aquí está Phil; es el David que alegrará el humor de este melancólico Saúl.»

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