—Es demasiado fantástico. Esas cosas no suceden. Cairnes debe estar loco. ¿Y qué necesidad tenía de contar toda la historia si ya han matado al otro?
—Michael me dijo que había escrito un diario. Te lo contaré todo en el tren. Severnbridge. ¿Dónde está la guía?
Georgia le miró largamente, pensativa, curvando el labio inferior. Luego se volvió, abrió un cajón del escritorio, y empezó a buscar algo entre las páginas de la guía.
La primera impresión que Nigel tuvo del hombre, bajo y barbudo, que se adelantó a recibirle en el vestíbulo del Angler’s Arms, fue la de una persona singularmente serena ante la desastrosa situación en que se encontraba. Les dio rápidamente la mano, mirándoles intermitentemente con una sonrisa débil y melancólica, con una sugerencia de estar disculpándose en la manera de levantar las cejas, como si les pidiera perdón por haberles hecho venir desde tan lejos por un motivo tan fútil. Hablaron un rato.
—Es muy amable de su parte el haber venido —dijo Felix—. Mi posición es verdaderamente...
—Será mejor que esperemos hasta después de la comida para hablar de este asunto. Mi mujer está un poco fatigada por el viaje. La acompañaré hasta arriba.
Georgia, cuyo organismo prodigiosamente resistente había soportado la prueba de tantas largas expediciones a través del desierto y de la selva (ella era, en realidad, una de las tres exploradoras más famosas de esos tiempos), no movió ni una pestaña ante la escandalosa mentira de Nigel. Sólo cuando estuvieron en su habitación se volvió hacia él y le dijo:
—Así que estoy cansada, ¿no? Me pareció muy bien, sobre todo si lo dice un hombre que está al borde de un derrumbamiento físico y nervioso. ¿Por qué toda esta solicitud hacia tu débil mujercita?
Nigel tomó entre sus manos la cara de Georgia, vívida bajo el brillante pañuelo de seda con que cubría su cabello; frotó suavemente sus orejas, y las besó.
—No conviene dar a Cairnes la impresión de que eres tan fuerte. Debes de ser una mujer muy femenina: una criatura amable, blanda y dócil, en quien él pueda confiar.
—¡El famoso Strangeways entra en escena! —dijo burlonamente—. ¡Qué espíritu desagradablemente oportunista! Pero no veo qué necesidad hay de mezclarme en esto.
—¿Qué piensas de él? —preguntó Nigel.
—Diría que es inteligente. Bastante civilizado. Bastante nervioso. Vive demasiado solo; se nota por el modo que tiene de mirar a lo lejos cuando habla, como si estuviera acostumbrado a hablar consigo mismo. Una persona de gustos delicados y costumbres de solterona. Le gusta creer que se basta a sí mismo, que puede prescindir de la gente; pero en realidad es muy sensible a la
vox populi
, a la voz de la conciencia. Ahora es un manojo de nervios, y por eso cuesta juzgarle.
—¿Te pareció nervioso? A mí me pareció muy sereno.
—No, querido. Está de pie en el filo de una navaja. ¿No notaste sus ojos cuando decaía la conversación y no había nada que le distrajese? Se llenaba de terror. Una vez vi una persona en ese estado, cuando nos alejamos del campamento, allá junto a las Montañas de la Luna, y estuvimos perdidos una hora en la selva.
—Si Robert Young llevara barba se parecería a Cairnes. Espero, después de todo, que no haya cometido este crimen; es un hombrecito bastante simpático. ¿Estás segura de que no te gustaría descansar un poco antes de la comida?
—No, caramba. Y te diré que no pienso poner ni la punta de mi dedo meñique en este asunto. Conozco tus métodos, y no me gustan.
—Apostaría cinco contra tres a que dentro de unos días estarás metida hasta el fondo; tienes la mentalidad sensacionalista que...
—Aceptado.
Después de la comida, tal como había dispuesto, Nigel subió al cuarto de Felix. Felix estudió cuidadosamente a su huésped mientras servía el café y le ofrecía cigarrillos. Vio a un joven alto y atlético, de poco más de treinta años, con las ropas y el pelo descuidados y como si acabaran de arrancarle de un sueño inquieto en la sala de espera de una estación. Su cara estaba pálida y un poco demacrada, pero sus facciones algo pueriles contrastaban con la inteligencia de sus ojos azules, que le miraban con perturbadora fijeza y daban la impresión de reservar su juicio sobre todas las cosas de la tierra. Había también algo en los modales de Nigel Strangeways —educados, solícitos, casi protectores— que pareció por un momento a Felix indescriptiblemente siniestro. Pensó que podría haber sido la actitud de un hombre de ciencia hacia el sujeto de un experimento, interesada y solícita, pero inhumanamente objetiva bajo la superficie. Nigel era ese tipo de hombre tan poco común, que no tiene la menor dificultad en admitir que a veces está equivocado.
Felix se asombró un poco cuando se dio cuenta de todo lo que había adivinado ya en su huésped; comprendió que el peligro de su posición actual había aguzado sus facultades. Dijo, con una sonrisa un poco lateral:
—¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte?
—San Pablo, si recuerdo bien. Será mejor que me lo cuente todo.
Entonces Felix le contó lo esencial de la historia, como lo había escrito en su diario: la muerte de Martie, su preocupación creciente y su decisión de vengarse, la combinación de razonamiento y de afortunado azar que le permitió descubrir a George Rattery, su plan de ahogar a George en el
dinghy
y cómo se habían invertido los papeles en el último momento. En este punto, Nigel, que había permanecido tranquilamente sentado, mirándose la punta de los zapatos, le interrumpió:
—¿Por qué él no le dijo antes que lo había descubierto todo?
—Lo ignoro —dijo Felix después de un instante—. Quizá para jugar al gato y al ratón. Era un tipo evidentemente sádico. En parte, tal vez, para cerciorarse de que yo iría hasta el fin. Quiero decir que no le hubiera gustado poner las cartas sobre la mesa, porque eso hubiera hecho posible una acusación de homicidio en la persona de Martie. Sin embargo, no sé: cuando estábamos en el barco trató de chantajearme: dijo que me vendería el diario. Pareció muy desconcertado cuando le expliqué que no le convenía entregarlo a la policía.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Bueno, me vine aquí directamente, al Angler’s Arms. George tenía que mandarme el equipaje. Naturalmente, se había negado a que yo volviera a su casa. (Entre paréntesis, todo esto sucedió ayer.) A eso de las diez y media. Lena me llamó por teléfono para avisarme de que George había muerto. Puede imaginarse la impresión que esto me produjo. Se había encontrado mal después de la comida. Lena me describió los síntomas; me parecieron justamente los de la estricnina. Fui de inmediato a casa de Rattery; estaba el médico; lo confirmó. Me vi perdido. Allí estaba mi diario, en manos de sus abogados, para ser abierto en el momento de su muerte; la policía conocería mi intención de matar a George; y ahí estaba George asesinado: un caso muy sencillo para ellos.
La rígida postura del cuerpo de Felix y la ansiedad de sus ojos contradecían su tono de voz tranquilo y casi indiferente.
—Tuve ganas de tirarme al río —dijo—. Parecía no haber solución. Luego recordé que Michael Evans me había contado que usted le había sacado de un lío semejante; por eso le llamé por teléfono y le pedí que me comunicara con usted. Y aquí estamos.
—¿Todavía no ha contado a la policía lo del diario?
—No. Esperaba hasta que...
—Hay que hacerlo en seguida. Lo haré yo mismo.
—Sí. Por favor, si usted no tiene inconveniente. Yo más bien...
—Y esto debe quedar establecido —Nigel miró los ojos de Felix, seria e impersonalmente—. De lo que me ha contado, deduzco que es bastante improbable que usted haya matado a George Rattery, y haré todo lo que pueda para probar que no fue usted. Pero, por supuesto, si por una casualidad ha sido usted, y mis investigaciones me convencen de ello, no haré nada para ocultarlo.
—Eso parece bastante razonable —dijo Felix, con la tentativa de una sonrisa—. He escrito tanto sobre detectives ficticios, que me interesará mucho ver cómo trabaja uno en la realidad. ¡Oh, Dios mío, es horrible! —prosiguió con una voz muy diferente—. Debo de haber estado loco durante estos seis meses. Martie... Continuamente me pregunto si yo hubiera sido capaz de arrojar a George al río y de dejarle ahogar; si no...
—No se preocupe. No lo ha hecho; eso es lo que interesa. No hay que llorar por cosas del pasado.
La voz fría y seca, pero amistosa, de Nigel era más efectiva a la hora de darle ánimos que cualquier otro tipo de simpatía.
—Tiene razón —dijo—. A pesar de que no me sentiría arrepentido si hubiera matado a George; era, decididamente, un verdadero cerdo.
—De paso —preguntó Nigel—, ¿cómo sabe que no ha sido un suicidio?
Felix pareció desconcertado.
—¿Suicidio? No se me había ocurrido; quiero decir, siempre pensé en George desde el... hum... punto de vista del asesinato, y no me había pasado por la mente la idea de un suicidio. No, no puede ser; era una persona demasiado insensible y satisfecha de sí misma para... Por otra parte, ¿por qué iba a suicidarse?
—¿Quién cree usted que puede haber sido? ¿Hay algún candidato local?
—Mi querido Strangeways —dijo Felix, intranquilo—; no puede usted pedir al acusado principal que empiece a echar barro sobre todos o cualquiera de los demás.
—Aquí no valen las reglas de Queensberry. No puede ser excesivamente caballeresco: éste es un juego demasiado serio.
—En ese caso, le diré que cualquiera que tuviera algo que ver con George era en potencia su asesino. Trataba indescriptiblemente mal a su mujer y a su hijo Phil; le gustaban las mujeres. La única persona a quien no trataba mal y a quien no podía corromper era a su madre, y es una arpía verdaderamente horrorosa. ¿Quiere que le cuente todo lo relativo a esas personas?
—No. Todavía no, por lo menos. Quiero recibir yo mismo la primera impresión, personalmente. Bueno, creo que por esta noche ya basta. Salgamos; vamos a hablar un poco con mi mujer.
—¡Ah!, fíjese, hay una cosa. Ese niño, Phil: es un niño muy simpático, de doce años apenas; hay que sacarlo de la casa, si es posible. Es sumamente nervioso, y este asunto podría ser demasiado para él. No quiero pedírselo yo mismo a Violeta, teniendo en cuenta lo que dentro de poco ha de saber acerca de mí. Yo pensé que tal vez su mujer...
—Tal vez podamos arreglar algo de eso. Hablaré mañana con la señora Rattery.
A la mañana siguiente, cuando Nigel llegó a casa de los Rattery, encontró un policía apoyado contra el portal y mirando flemáticamente, a través de la calle, hacia un acalorado automovilista que estaba tratando de desenredar su coche y sacarlo de la casi desierta zona de aparcamiento que había frente a la casa.
—Buenos días —saludó Nigel—. ¿Es ésta...?
—Es patético. Verdaderamente patético, ¿no es cierto, señor? —dijo inesperadamente el policía.
Nigel tardó unos segundos en comprender que el hombre no se refería a lo que había ocurrido en la casa, sino a las confusas maniobras del automovilista. Severnbridge confirmaba ya su antigua reputación de honesta y firme estolidez. El gendarme indicó la zona de aparcamiento con el pulgar.
—Hace cinco minutos que está así —dijo—; me parece patético.
Nigel admitió que la situación presentaba algunos elementos patéticos. Luego preguntó si podía entrar, ya que tenía que hablar con la señora Rattery
—¿La señora Rattery?
—Sí. Ésta es su casa, ¿no?
—Es cierto. ¡Qué terrible tragedia!, ¿verdad, señor? Era uno de nuestros hombres más representativos. ¡Pensar que el jueves pasado me dio los buenos días, y ahora...!
—Sí, una tragedia terrible, como usted dice. Por eso quiero ver a la señora Rattery.
—¿Amigo de familia? —preguntó el agente, apoyado todavía pesadamente sobre el portón.
—Bueno, no justamente; pero...
—Uno de esos periodistas. Lo había adivinado. Tendrá que esperar un poco todavía, hijo mío —dijo el gendarme, con un abrupto cambio de tono—. Órdenes del inspector Blount. Por eso estoy aquí.
—¿El inspector Blount? ¡Ah, es un viejo amigo mío!
—Todos dicen lo mismo —La voz del gendarme era lúgubre, aunque tolerante.
—Dígale que se trata de Nigel Strangeways; no, déle esta tarjeta. Le apuesto siete contra uno que me recibe en seguida.
—No hago apuestas. No me parece bien. Es un juego de tontos, y no me importa decirlo. Claro que no me pierdo el Derby; pero siempre digo...
Después de otros cinco minutos de resistencia pasiva, el gendarme accedió a llevar al inspector Blount la tarjeta de Nigel. «¡Qué rápido han recurrido a Scotland Yard —pensó Nigel—, qué casualidad toparme con Blount!» Recordó con encontrados sentimientos su última entrevista con aquel escocés de rostro blando y de corazón de granito; Nigel había sido el Perseo de la Andrómeda de Georgia, y Blount estuvo muy cerca de representar el papel de monstruo marino; fue también en Chatcombe donde aquel legendario aviador, Fergus O’Brien, ofreció a Nigel el problema más complicado de su carrera.
Cuando Nigel fue introducido en la casa por un gendarme algo menos conversador, vio a Blount —como mejor lo recordaba Nigel— sentado detrás de un escritorio, como una imitación perfecta de un gerente de banco a punto de recibir a un cliente que ha girado un cheque sin fondos. La cabeza calva, gafas de montura de oro, el rostro terso, el discreto traje oscuro, respiraban dinero, tacto, respetabilidad. No se parecía en nada al implacable cazador de criminales que Nigel tan bien conocía. Por suerte, tenía cierto sentido del humor, de un tipo más bien seco.
—Es un placer inesperado, señor Strangeways —dijo, levantándose y extendiendo su mano pontifical—. Y su señora esposa, ¿está bien?
—Sí, gracias. Ha venido conmigo. Toda la familia reunida. ¿Diré, más bien, todos los cuervos reunidos?
El inspector Blount se permitió parpadear, pero de una manera seca y helada.
—¿Cuervos? ¿Supongo, señor Strangeways, que no pensará mezclarse otra vez en un crimen?
—Me parece que sí.
—Bueno, bueno, ¡vaya una casualidad! Y estará a punto de proporcionarme alguna inesperada sorpresa. Lo veo escrito en su cara.
Nigel no se impacientó. Nunca desdeñaba un poco de ostentación; pero cuando se sabía poseedor de un golpe de efecto, le gustaba prepararlo.
—¿Así que éste es un crimen? —dijo—. Asesinato, quiero decir, no uno de esos suicidios baratos.