La caída de los gigantes (10 page)

BOOK: La caída de los gigantes
3.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

Le preguntó a Ethel qué le pasaba. El tántalo resultó ser un recipiente de plata con decantadores de brandy y whisky. Era engañoso, porque estaba provisto de un mecanismo de cierre para impedir que los sirvientes pudiesen beber a escondidas, le explicó. Ethel se lo agradeció enormemente, con emoción. Esa sería la primera de las muchas atenciones que Maud tuvo para con ella y, con el tiempo, Ethel llegó a encariñarse tanto con aquella muchacha algo mayor, que lo cierto es que sentía por ella verdadera adoración.

Ethel subió a la habitación de Maud, llamó a la puerta y entró. La Suite Gardenia estaba decorada con papel pintado de flores de intrincado diseño, pero que ya había pasado de moda con el cambio de siglo. Sin embargo, desde el balcón mirador se veía la parte más bonita del jardín de Fitz, el paseo del ala oeste, un largo sendero recto que atravesaba los macizos de flores hasta llegar a un pabellón de verano.

Ethel comprobó contrariada que Maud se estaba calzando las botas.

—Voy a salir a dar un paseo, y tienes que hacerme de carabina —dijo—. Ayúdame con el sombrero y cuéntame todos los chismes, anda.

Ethel no tenía tiempo para aquellas cosas, pero lo cierto es que estaba intrigada, además de molesta. ¿Con quién iba Maud a dar un paseo, dónde estaba tía Herm, su carabina habitual, y por qué se estaba poniendo un sombrero tan elegante solo para dar una vuelta por el jardín? ¿Era posible que todo aquello tuviese algo que ver con algún hombre?

Mientras colocaba los alfileres para sujetar el sombrero en el pelo oscuro de Maud, Ethel dijo:

—Esta mañana se ha armado un verdadero escándalo abajo. —A Maud le encantaba oír chismes del mismo modo que al rey le encantaba coleccionar sellos—. Morrison no se ha ido a dormir hasta las cuatro de la madrugada; es uno de los lacayos… el alto con el bigote rubio.

—Sé quién es Morrison. Y sé con quién ha pasado la noche. —Maud se calló, vacilante.

Ethel aguardó un momento y luego preguntó:

—¿Y no me lo vas a decir?

—Es que te vas a escandalizar.

Ethel sonrió.

—Pues razón de más.

—Pasó la noche con Robert von Ulrich. —Maud miró a Ethel en el reflejo del espejo del tocador—. ¿Te has quedado horrorizada?

Ethel estaba fascinada con aquella revelación.

—¡Caramba! Nunca lo habría… Sabía que Morrison no parecía demasiado interesado en las mujeres, pero no creía que fuese uno de… «esos», no sé si me entiendes…

—Pues verás, Robert sí es uno de «esos», desde luego, y lo pillé lanzándole miraditas a Morrison varias veces durante la cena.

—¡Y delante del rey, además! ¿Cómo sabes lo de Robert?

—Walter me lo dijo.

—¡Pero qué clase de caballero le cuenta una cosa así a una dama! Desde luego, la gente lo cuenta todo… ¿Qué chismes circulan por Londres?

—El señor Lloyd George es la comidilla de todo el mundo.

David Lloyd George era el canciller del Exchequer, y estaba a cargo de las finanzas del país. De origen galés, era un brillante orador de izquierdas. El padre de Ethel decía que Lloyd George debería haberse afiliado al Partido Laborista. Durante la huelga minera de 1912, había llegado a hablar incluso de nacionalizar las minas.

—¿Y qué dicen de él? —preguntó Ethel.

—Que tiene una amante.

—¡No! —Esta vez Ethel estaba verdaderamente escandalizada—. ¡Pero si es baptista!

Maud se echó a reír.

—¿Y sería menos escandaloso si fuera anglicano?

—¡Sí…! —Ethel se contuvo a tiempo para no añadir «por supuesto»—. ¿Y quién es ella?

—Frances Stevenson. Entró a trabajar como institutriz de su hija, pero es una mujer muy lista, tiene una titulación en lenguas clásicas, y ahora es su secretaria personal.

—Eso es terrible.

—Él la llama «Conejito».

Ethel estuvo a punto de ruborizarse. No sabía qué decir ante aquello. Maud se levantó y Ethel la ayudó a ponerse el abrigo.

—¿Y su mujer, Margaret? —quiso saber la doncella.

—Vive aquí, en Gales, con los cuatro hijos de ambos.

—Tenían cinco, pero uno se les murió. Pobre mujer.

Maud estaba lista. Recorrieron el pasillo y bajaron por la majestuosa escalera central. Walter von Ulrich las aguardaba en el vestíbulo, arropado por un abrigo largo y oscuro. Lucía un bigote corto y tenía unos ojos de un suave tono avellana. Mostraba un aspecto arrebatador con aquella vestimenta abotonada hasta arriba, al más puro estilo alemán; era la clase de hombre capaz de hacer una reverencia, dar un taconazo y luego guiñarte un ojo, pensó Ethel. De modo que era por eso por lo que Maud no quería que lady Hermia fuese su carabina…

—Williams vino a trabajar a la casa cuando yo era una niña, y somos amigas desde entonces.

A Ethel le gustaba Maud, pero decir que eran amigas era ir demasiado lejos. Maud era amable y Ethel sentía por ella una gran admiración, pero seguían siendo ama y criada. En realidad, lo que Maud estaba diciendo es que se podía confiar en Ethel.

Walter se dirigió a la doncella con la educada deferencia que empleaban las personas de su clase al tratar con los estamentos inferiores.

—Encantado de conocerla, Williams. ¿Cómo está usted?

—Gracias señor. Iré por mi abrigo.

Corrió escaleras abajo. Lo cierto es que no tenía ningunas ganas de salir a pasear durante la estancia del rey en la casa, porque habría preferido permanecer cerca para supervisar el trabajo de las criadas, pero no podía negarse.

En la cocina, la doncella de la princesa Bea, Nina, estaba preparando el té a la manera rusa para su señora. Ethel se dirigió a una doncella:

—Herr Walter ya se ha levantado —la informó—. Ya puedes limpiar la Habitación Gris. —En cuanto aparecían los huéspedes, las doncellas tenían que ir a los dormitorios a limpiar, hacer las camas, vaciar los orinales y cambiar el agua de las palanganas para el aseo. Vio a Peel, el mayordomo, contando platos—. ¿Hay movimiento arriba? —le preguntó.

—Diecinueve, veinte —dijo—. El señor Dewar ha llamado para pedir agua caliente para el afeitado y el
signor
Falli ha pedido café.

—Lady Maud quiere que salga con ella.

—Qué contrariedad… —exclamó Peel, disgustado—. Te necesitamos en la casa.

Ethel ya lo sabía.

—¿Y qué quiere que haga, señor Peel? ¿Que le diga que se vaya al cuerno? —repuso con sarcasmo.

—No seas tan caradura, jovencita. Regresa lo antes posible.

Cuando volvió arriba, el perro del conde, Gelert, estaba delante de la puerta principal, jadeando con avidez ante la perspectiva de dar un paseo por el campo. Todos salieron y atravesaron los jardines del ala este en dirección al bosque.

Walter se dirigió a Ethel.

—Supongo que lady Maud ya te habrá instruido convenientemente para que te declares sufragista.

—En realidad, fue al contrario —le explicó Maud—. Williams fue la primera persona que me habló de las ideas liberales.

—Todo me lo enseñó mi padre —dijo Ethel.

La doncella sabía que, en el fondo, no querían hablar con ella. La etiqueta no les permitía estar a solas, pero dentro de su abanico de posibilidades, salir acompañados de la doncella era lo más parecido a estar solos. Ethel llamó a Gelert y se adelantó para ponerse a jugar con el perro y proporcionarles así la intimidad que tanto debían de estar deseando. Cuando se volvió a mirar atrás, vio que se habían cogido de la mano.

Maud no era de las que perdían el tiempo, pensó Ethel. Por lo que había dicho el día anterior, no había visto a Walter desde hacía diez años, y ni siquiera entonces había habido entre ellos ningún idilio, solo una atracción inconfesable. Algo debía de haber sucedido la noche anterior. Tal vez se habían quedado charlando hasta altas horas de la madrugada. Maud coqueteaba con todos los hombres —así era como les sonsacaba la información—, pero saltaba a la vista que aquello era algo más serio.

Al cabo de un momento, Ethel oyó a Walter entonar el comienzo de una canción. Maud lo imitó y luego ambos se callaron y se echaron a reír. A Maud le encantaba la música, y sabía tocar muy bien el piano, a diferencia de Fitz, que no tenía oído musical. Al parecer, Walter tenía la misma afición y facilidad para la música que ella. Poseía una agradable voz de barítono que haría las delicias de toda la congregación de la Iglesia de Bethesda, se dijo Ethel.

Se puso a pensar en su trabajo. No había visto ningún par de zapatos ya lustrados en la puerta de los dormitorios de la mansión; tendría que echar el guante a esos granujas de los limpiabotas y decirles que se apresurasen.

Se preguntó, nerviosa, qué hora sería. Si aquel paseo se prolongaba mucho más, puede que tuviese que insistir para que regresasen a la casa.

Miró atrás, pero esta vez no vio a Walter ni a Maud por ninguna parte. ¿Se habrían detenido? ¿Y si habían seguido otro camino? Permaneció inmóvil uno o dos minutos, pero no podía quedarse allí a esperar de brazos cruzados toda la mañana, de modo que volvió sobre sus pasos a través del bosque.

Los vio al cabo de un momento. Estaban abrazados, besándose apasionadamente. Walter tenía las manos en el trasero de Maud, y la estaba apretando contra sí. Ambos se besaban con la boca abierta, y Ethel oyó que Maud lanzaba un gemido.

Los estuvo observando, preguntándose si algún día un hombre la besaría a ella de aquella manera. Llewellyn el Manchas la había besado en la playa durante una excursión de la iglesia, pero no había sido con la boca abierta ni se habían apretado el uno contra el otro, y desde luego el beso no le había arrancado a Ethel ningún gemido. El pequeño Dai Chuletas, el hijo del carnicero, le había metido la mano por debajo de la falda en el cine Palace de Cardiff, pero ella se la apartó de un manotazo al cabo de unos segundos. Le había gustado mucho Llewellyn Davies, hijo de un maestro, quien le había hablado del gobierno liberal y le había dicho que sus pechos eran como pajarillos recién nacidos en el nido, muy cálidos y suaves, pero se marchó a estudiar a la universidad y nunca le había escrito. Con ellos había sentido curiosidad, y el deseo de explorar e ir más allá, pero no había llegado a sentir pasión de verdad. Tenía envidia de Maud.

En ese momento, Maud abrió los ojos, vio a Ethel y se separó bruscamente de Walter.

De pronto, Gelert empezó a aullar y se puso a caminar en círculos con el rabo entre las patas. ¿Qué le pasaba al animal?

Al cabo de unos segundos, Ethel sintió una especie de temblor en el suelo, como si estuviera pasando un tren expreso, a pesar de que la línea del ferrocarril terminaba a un kilómetro y medio de allí.

Maud arrugó la frente y abrió la boca para decir algo, pero entonces se oyó un restallido como de un trueno.

—¿Se puede saber qué ha sido eso? —preguntó Maud.

Ethel lo sabía.

Lanzó un grito y echó a correr.

V

Billy Williams y Tommy Griffiths habían parado para descansar.

Estaban trabajando en un yacimiento llamado del «carbón de cuatro pies», por su espesor, que solo estaba a seiscientos metros de profundidad, no tan abajo como el nivel principal. El filón estaba dividido en cinco secciones, cada una de ellas bautizadas con el nombre de los distintos hipódromos británicos y, concretamente, los muchachos se encontraban en Ascot, la más cercana al tiro ascendente. Ambos trabajaban como mozos, como ayudantes de los mineros más experimentados. El minero empleaba su mandril, un pico de hoja recta, para extraer el carbón de la capa externa de la veta y su ayudante lo introducía, con ayuda de una pala, en una vagoneta con ruedas. Habían empezado a trabajar a las seis de la mañana, como siempre, y en esos momentos, después de un par de horas, estaban haciendo una pausa para descansar, sentados en el suelo húmedo con la espalda apoyada en la pared del túnel, dejando que el soplo suave del sistema de ventilación les refrescase la piel, mientras iban dando sorbos del té tibio y dulzón que contenían sus botellas.

Ambos habían nacido el mismo día de 1898, y les faltaban seis meses para cumplir los dieciséis años. La diferencia en su desarrollo físico, tan embarazosa para Billy cuando este tenía trece años, había desaparecido por completo; ahora los dos eran unos muchachos de espalda ancha y brazos musculosos, que se afeitaban una vez a la semana a pesar de que en realidad no lo necesitaban. Iban vestidos únicamente con pantalones cortos y con botas, y tenían el cuerpo tiznado de negro con una mezcla de sudor y carbonilla. Bajo la tenue luz de la lámpara, ambos brillaban como si fueran sendas estatuas de ébano de un dios pagano. Tan solo las gorras estropeaban el efecto.

El trabajo era duro, pero ya estaban acostumbrados. No se quejaban del dolor de espalda y las articulaciones, como hacían los mineros más viejos. Transpiraban energía por los cuatro costados, y en sus días libres también se dedicaban a actividades igual de agotadoras, como jugar a rugby, cavar parterres o incluso boxear a puño limpio en el granero que había detrás del pub Two Crowns.

Billy no había olvidado su iniciación tres años antes y, de hecho, aún bullía de indignación cada vez que recordaba aquel día. Había jurado entonces que jamás maltrataría a los chicos nuevos. Ese mismo día, sin ir más lejos, le había advertido al pequeño Bert Morgan: «No te extrañe si los hombres te gastan alguna jugarreta. Puede que te dejen a oscuras durante una hora o alguna tontería parecida. A las mentes obtusas solo se les ocurren mezquindades». Los mineros mayores de la jaula lo fulminaron con la mirada, pero él se la sostuvo: sabía que tenía razón, y ellos también.

En aquella ocasión, tras la novatada sufrida por Billy, su madre se había puesto aún más furiosa que él.

—Dime —le dijo al padre del chico, de pie en medio de la sala de estar con los brazos en jarras y los ojos negros enfebrecidos ante la injusticia—, ¿cómo se sirve a la voluntad de Dios torturando a unos chiquillos?

—Tú no lo entiendes. Eres una mujer —le había contestado, una respuesta nada propia de él.

Billy pensaba que el mundo en general, y la mina de Aberowen en particular, serían mejores lugares si todos los hombres llevasen una vida temerosa de Dios. Tommy, cuyo padre era ateo y discípulo de Karl Marx, creía que el sistema capitalista no tardaría en destruirse a sí mismo, con algo de ayuda de una clase obrera revolucionaria. Los dos chicos siempre acababan discutiendo acaloradamente, pero seguían siendo muy amigos.

—No es propio de ti trabajar un domingo —dijo Tommy.

Other books

Nashville by Heart: A Novel by Tina Ann Forkner
The Lady in the Tower by Jean Plaidy
Moriarty by Gardner, John
The Spider Sapphire Mystery by Carolyn G. Keene
The Dragon in the Driveway by Kate Klimo, John Shroades
Expert Witness by Rebecca Forster