Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Fitz ocupó su escaño en la Cámara de los Lores, la cámara legislativa superior del Parlamento británico, como par conservador. Hablaba un francés muy correcto y se defendía en ruso, y su sueño era llegar a convertirse algún día en jefe del Foreign Office. Por desgracia, los liberales no dejaban de ganar las elecciones continuamente, de modo que aún no había tenido ocasión de ser ministro del gobierno.
Su carrera militar había sido igual de mediocre. Había asistido a la academia de entrenamiento de oficiales del ejército de Sandhurst, y pasó tres años con el regimiento de los Fusileros Galeses para convertirse en capitán. Tras su matrimonio abandonó la carrera militar, pero pasó a ser coronel honorífico de los Territorials de Gales del Sur. Lamentablemente, los coroneles honoríficos nunca ganaban medallas.
Sin embargo, había algo de lo que sí se sentía orgulloso, pensaba mientras la locomotora de vapor avanzaba por los valles del sur del País de Gales: dos semanas más tarde, el rey en persona iba a pasar unos días en la casa de campo de Fitz. El rey Jorge V y el padre de Fitz habían sido compañeros en la Armada en su juventud. Recientemente, el rey había expresado su deseo de conocer qué era lo que pensaban sus súbditos más jóvenes, y Fitz había organizado una discreta velada en casa para que Su Majestad conociera a algunos de los más brillantes de su generación. En aquellos momentos, Fitz y su esposa, Bea, iban de camino a la mansión para terminar de disponerlo todo para la visita del monarca.
Fitz sentía un gran apego por las tradiciones. No había nada en la historia de la humanidad capaz de rivalizar con la estabilidad que proporcionaba el orden establecido, basado en los cuatro estamentos de la sociedad: monarquía, aristocracia, comerciantes y campesinado. Sin embargo, al mirar por la ventanilla del tren, como en esos precisos momentos, veía que la sombra de una seria amenaza pendía sobre las costumbres tradicionales de la sociedad británica, una amenaza mayor que cualquiera de las que se hubiesen cernido sobre ella en los cuatrocientos años anteriores. Cubriendo por completo las laderas de los montes, otrora tan verdes, extendiéndose como una plaga de manchas grisáceas en las hojas de los rododendros, surgían las casas de los mineros del carbón. En aquellas mugrientas casuchas se hablaba de republicanismo, de ateísmo y de revolución. Solo había pasado un siglo más o menos desde que habían llevado a la nobleza francesa en carretas hasta la guillotina, y lo mismo ocurriría allí si algunos de aquellos mineros musculosos con la cara tiznada lograban salirse con la suya.
Fitz estaría encantado de renunciar a las ganancias que obtenía del carbón, se dijo, con tal de que Gran Bretaña volviese a la sencillez de otros tiempos. La familia real era un poderoso bastión contra la insurrección. Sin embargo, además de hacerle sentirse orgulloso, la visita del monarca también le provocaba cierta inquietud, pues había muchas cosas que podían salir mal. Con la realeza, cualquier descuido podía ser una señal de negligencia y, por tanto, una falta de respeto. Hasta el último detalle del fin de semana sería comentado posteriormente, por los sirvientes de los visitantes a otros sirvientes y, de estos, a los señores de dichos sirvientes, por lo que todas las damas de la alta sociedad londinense acabarían sabiendo si, durante su estancia en Ty Gwyn, al rey le habían dado una almohada demasiado dura, una patata podrida o la botella de champán equivocada.
El Rolls-Royce Silver Ghost de Fitz estaba esperándolos en la estación de ferrocarril de Aberowen. Se sentó junto a Bea y el chófer los condujo a lo largo de un kilómetro y medio hasta Ty Gwyn, su casa de campo. Estaba cayendo una llovizna fina pero pertinaz, como era habitual en Gales.
«Ty Gwyn» significaba «Casa Blanca» en galés, pero el nombre había acabado resultando un tanto irónico porque, como todo lo demás en aquel rincón del mundo, el edificio estaba cubierto por una capa de polvo de carbón, y los bloques de piedra que en otros tiempos habían sido de un blanco inmaculado ofrecían en esos momentos un color gris oscuro que emborronaba las faldas de las señoras que, en un descuido, rozaban las paredes.
Pese a todo, era un edificio magnífico que llenaba a Fitz de orgullo a medida que el vehículo avanzaba por el camino de entrada a la casa. La mansión privada más grande de todo el País de Gales, Ty Gwyn contaba con doscientas habitaciones. Una vez, de pequeño, él y su hermana, Maud, contaron las ventanas hasta sumar un total de 523. Había sido construida por su abuelo, y en el diseño de las tres plantas se apreciaba una agradable armonía. Los ventanales de la planta noble eran altos y dejaban entrar una gran cantidad de luz en los majestuosos salones. En la planta superior había multitud de habitaciones de invitados, mientras que en la buhardilla se hallaban los innumerables dormitorios del servicio que, aun siendo minúsculos, eran evidentes por las largas hileras de lucernarios que poblaban los tejados en pendiente.
Las veinte hectáreas de jardines eran la debilidad de Fitz; él mismo se encargaba de supervisar la labor de los jardineros, tomando decisiones sobre la selección de variedades que debían plantarse, sobre la poda y el emplazamiento de cada una de ellas.
—Una casa digna de la visita de un monarca —comentó cuando el vehículo se detuvo en el majestuoso pórtico.
Bea no dijo nada; los viajes la ponían de mal humor.
Al bajarse del coche, Gelert, su perro de montaña de los Pirineos, acudió a su encuentro, un animal del tamaño de un oso que le lamió la mano y luego empezó a correr alegremente alrededor del patio para celebrar la llegada de su amo.
Una vez en el vestidor, Fitz se despojó de su ropa de viaje y se puso un traje de tweed marrón claro. A continuación, atravesó la puerta que comunicaba con los aposentos de Bea.
La sirvienta rusa, Nina, estaba quitando los alfileres del elaborado sombrero que su señora se había puesto para el viaje. Fitz vio el rostro de Bea reflejado en el espejo del tocador y se le aceleró el corazón. Retrocedió cuatro años en el tiempo, hasta el salón de baile de San Petersburgo donde había visto por primera vez aquel rostro de belleza deslumbrante, rodeado por una cascada de tirabuzones rubios imposibles de domeñar. En aquel lejano día, al igual que en esos momentos, su cara mostraba un mohín enfurruñado que a él le resultaba extrañamente atractivo. No le costó más que un instante decidir que era ella, de entre todas las mujeres, a la que quería convertir en su esposa.
Nina era una mujer de mediana edad y, en esos instantes, le temblaba el pulso. Bea ponía nerviosas a sus doncellas a menudo. Mientras Fitz la miraba, uno de los alfileres se clavó en el cuero cabelludo de su mujer, quien soltó un chillido. Nina palideció.
—¡Lo siento muchísimo, su alteza! —se disculpó en ruso.
Bea cogió un alfiler de la superficie del tocador.
—¡A ver si te gusta! —exclamó y pinchó a la sirvienta en el brazo.
Nina rompió a llorar y salió corriendo de la habitación.
—Deja que te ayude —le dijo Fitz a su esposa en tono apaciguador. Sin embargo, ella no pensaba calmarse.
—Lo haré yo sola.
Fitz se aproximó a la ventana. Abajo, había un ejército de jardineros podando los setos, cortando el césped y rastrillando la gravilla. Había varios arbustos en flor: viburnos de invierno, jazmines amarillos, hamamelis y fragante madreselva. Al otro lado del jardín se divisaba la suave ondulación verde de la ladera de la montaña.
Tenía que ser paciente con Bea y no olvidar que era extranjera, que estaba aislada en un país extraño, lejos de su familia y de todo aquello que le proporcionaba seguridad. Había sido fácil en los primeros meses de su matrimonio, cuando él aún estaba embriagado por su belleza física, por su olor y por el tacto de su piel suave. Ahora le costaba cierto esfuerzo.
—¿Por qué no descansas? —sugirió—. Yo iré a hablar con Peel y la señora Jevons y veré cómo marchan los preparativos. —Peel era el mayordomo y la señora Jevons el ama de llaves. En teoría, era Bea la encargada de organizar al personal, pero Fitz estaba lo suficientemente nervioso con la visita del rey como para no desperdiciar la ocasión de participar más activamente en los planes—. Ya te informaré más tarde, cuando estés descansada. —Extrajo su cigarrera.
—No fumes aquí dentro —lo reconvino ella.
Él lo interpretó como un consentimiento y se dirigió a la puerta. Deteniéndose de camino, dijo:
—Escucha, ¿no irás a comportarte así delante del rey y la reina, verdad? Me refiero a lo de maltratar al servicio.
—Yo no la he maltratado, le he clavado una aguja para que aprenda.
Los rusos hacían esa clase de cosas. Cuando el padre de Fitz se quejó de la desidia de los sirvientes de la embajada británica en San Petersburgo, sus amigos rusos le contestaron que era porque no les azotaba lo suficiente.
—Sería un poco embarazoso para el rey tener que presenciar algo semejante —le dijo Fitz a Bea—. Como ya te he dicho en anteriores ocasiones, eso no se hace en Inglaterra.
—Cuando era niña, me obligaron a presenciar cómo ahorcaban a tres campesinos —respondió ella—. A mi madre no le gustaba la idea, pero mi abuelo insistió. Me dijo: «Así aprenderás a castigar a tus sirvientes. Si no les azotas o les pegas por pequeñas faltas como haber cometido algún descuido sin importancia o por ser perezosos, al final acabarán cometiendo fechorías mucho más graves y terminarán en el patíbulo». Él me enseñó que la indulgencia con las clases inferiores, a la postre, es mucho más cruel.
Fitz empezaba a perder la paciencia con su esposa. Bea rememoraba una infancia rodeada de lujos y riquezas inmensas, con una legión de sirvientes fieles y obedientes y hordas de campesinos felices. Si su abuelo, un hombre implacable y extremadamente competente, no hubiese muerto, puede que esa vida hubiese seguido siendo así; sin embargo, entre el padre de Bea, un borracho empedernido, y el hermano estúpido de esta, quien se dedicaba a vender la madera sin antes replantar el bosque, habían conseguido dilapidar la totalidad de la fortuna familiar.
—Los tiempos han cambiado —le explicó Fitz—. Te estoy pidiendo… mejor dicho, te ordeno, que no me dejes en mal lugar delante de mi rey. Espero haberme expresado con suficiente claridad. —Y dicho esto, salió y cerró la puerta.
Echó a andar por el amplio pasillo, irritado y un poco triste. Poco después de casarse, aquella clase de rifirrafes lo dejaban desconcertado y abatido, pero últimamente se estaba acostumbrando. ¿Ocurría lo mismo en todos los matrimonios? No lo sabía.
Un lacayo de gran estatura que estaba bruñendo el pomo de una puerta se incorporó, se colocó con la espalda hacia la pared y bajó la mirada, tal como los miembros del personal del servicio de Ty Gwyn tenían instrucciones de hacer cada vez que el conde desfilaba ante ellos. En algunas mansiones, el servicio tenía que colocarse de cara a la pared, pero eso a Fitz le parecía demasiado feudal. El conde reconoció al hombre, pues lo había visto jugando un partido de críquet entre el personal de Ty Gwyn y los mineros de Aberowen. Era un buen bateador.
—Morrison —dijo Fitz, que recordó su nombre—. Avisa a Peel y a la señora Jevons para que acudan a la biblioteca.
—Enseguida, milord.
Fitz bajó la majestuosa escalera. Se había casado con Bea porque esta lo había encandilado, pero también por una razón más poderosa: soñaba con la idea de fundar una insigne dinastía anglorrusa cuyo dominio se extendiese hasta los últimos confines de la Tierra, tal como los Habsburgo habían gobernado diversas partes de Europa durante siglos.
Sin embargo, para eso necesitaba un heredero, y el mal humor de Bea significaba que aquella noche no iba a dejarlo entrar en su dormitorio. Podía insistir, pero eso nunca resultaba demasiado satisfactorio. Habían pasado ya un par de semanas desde la última vez. No quería una esposa que estuviese siempre dispuesta a hacer aquellas cosas, sería una vulgaridad, pero, por otra parte, dos semanas era mucho tiempo.
Su hermana, Maud, seguía soltera a sus veintitrés años, y para colmo, sería capaz de educar a cualquier hijo suyo para que acabara siendo un socialista rabioso que no vacilaría en malgastar toda la fortuna familiar imprimiendo panfletos revolucionarios.
Él llevaba casado tres años y empezaba a preocuparse. Bea solo se había quedado encinta una vez, el año anterior, pero perdió el niño a los tres meses. Ocurrió justo después de una disputa entre ambos. Fitz había cancelado un viaje que tenían planeado a San Petersburgo y Bea se alteró muchísimo, comenzó a llorar y a gritar que quería irse a su casa. Fitz se mantuvo en sus trece y se negó rotundamente —al fin y al cabo, un hombre no podía dejar que su mujer le diese órdenes— pero entonces, cuando ella sufrió el aborto, la culpabilidad que sintió lo convenció de que había sido culpa suya. Si ella se quedaba embarazada de nuevo, se juró a sí mismo que no haría absolutamente nada que pudiese turbarla hasta el nacimiento de su hijo.
Tras posponer mentalmente esa preocupación para más tarde, el conde entró en la biblioteca y se sentó al escritorio con incrustaciones de cuero para confeccionar una lista. Al cabo de uno o dos minutos, Peel apareció acompañado de una doncella. El mayordomo era el hijo menor de un granjero, y su rostro plagado de pecas y el pelo entrecano evocaban cierto aire a campo y a labores al aire libre, pero llevaba toda su vida trabajando como sirviente en Ty Gwyn.
—La señora Jevons está mala, milord —dijo. Hacía tiempo que Fitz había renunciado a tratar de mejorar el habla y el léxico de sus sirvientes galeses—. La barriga —añadió Peel con tono lúgubre.
—Ahórrame los detalles. —Fitz miró a la doncella, una joven hermosa de unos veinte años. Su cara le resultaba vagamente familiar—. ¿Y esta quién es?
La propia muchacha contestó.
—Ethel Williams, milord. Soy la ayudante de la señora Jevons. —Hablaba con el acento cantarín de los valles de Gales del Sur.
—Bueno, Williams, lo cierto es que pareces muy joven para asumir las tareas de un ama de llaves.
—Permítame, señor, pero la señora Jevons dijo que seguramente mandaría llamar al ama de llaves de Mayfair, aunque espera que, entretanto, tal vez yo consiga satisfacer sus necesidades.
¿Acaso vio un brillo pícaro en sus ojos cuando habló de satisfacer sus necesidades? A pesar de que hablaba con la debida deferencia, tenía aspecto de descarada.
—Muy bien —dijo Fitz.
Williams llevaba un grueso cuaderno en una mano y dos lápices en la otra.