La caída de los gigantes (7 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—He ido a ver a la señora Jevons a su cuarto y se sentía con fuerzas suficientes para repasarlo todo conmigo.

—¿Por qué llevas dos lápices?

—Por si se rompe uno —contestó ella, y sonrió.

Las sirvientas no debían sonreír al conde, pero Fitz no pudo evitar devolverle la sonrisa.

—Bien —dijo—, dime qué es lo que has anotado en ese cuaderno.

—Tres cosas —contestó la joven—: huéspedes, personal y provisiones.

—Muy bien.

—Por la carta que envió el señor, tenemos entendido que habrá veinte huéspedes. La mayoría de ellos vendrá acompañada por uno o dos asistentes personales, supongamos un promedio de dos, de modo que eso suma un total de cuarenta personas más en cuanto a alojamiento del servicio. Todos llegarán el sábado y se marcharán el lunes.

—Correcto. —Fitz sentía una mezcla de aprensión y placer muy similar a las emociones que había experimentado antes de pronunciar su primer discurso ante la Cámara de los Lores: estaba entusiasmado por hacer aquello y, al mismo tiempo, preocupado por hacerlo bien.

Williams siguió hablando.

—Obviamente, Sus Majestades se alojarán en las Habitaciones Egipcias.

Fitz asintió. Aquellas eran las dependencias privadas más espaciosas. El papel pintado de las paredes contenía motivos ornamentales de los templos egipcios.

—La señora Jevons ha sugerido qué otras dependencias deberíamos acondicionar y las he anotado
en aquí
.

La expresión «en aquí» era un localismo, una forma de hablar que resultaba redundante, pues significaba exactamente lo mismo que «aquí».

—A ver, enséñame eso —dijo Fitz.

La muchacha rodeó el escritorio y colocó el cuaderno abierto delante del conde. Los sirvientes domésticos estaban obligados a bañarse una vez a la semana, de modo que no olía tan mal como solían hacerlo los miembros de la clase trabajadora. De hecho, su cuerpo cálido desprendía una fragancia floral. Tal vez había robado el jabón aromático de Bea. Leyó la lista que le había enseñado.

—Muy bien —sentenció—. La princesa se encargará de asignar los huéspedes a las distintas habitaciones. Puede que tenga ideas muy concretas al respecto.

Williams pasó la página.

—Esta es una lista del personal adicional que vamos a necesitar: seis muchachas en la cocina, para lavar las verduras y fregar los cacharros; dos hombres con las manos limpias para servir la mesa; tres doncellas más y tres mozos para limpiar las botas y encender las velas.

—¿Y sabes dónde podemos conseguir a toda esa gente?

—Huy, sí, milord, tengo una lista de lugareños que ya han trabajado aquí antes, y si con ellos no basta, les podemos pedir que nos recomienden a otros.

—Nada de socialistas, sobre todo —dijo Fitz con cierta angustia—. Intentarían hablarle al rey de las perversidades del capitalismo. —«Con los galeses, nunca se sabe», pensó.

—Por supuesto, milord.

—¿Qué hay de las provisiones?

La doncella pasó otra página del cuaderno.

—Esto es lo que necesitamos, basándonos en los banquetes previos que se han celebrado en la casa.

Fitz examinó la lista: cien barras de pan, veinte docenas de huevos, cuarenta litros de nata, cuarenta y cinco kilos de tocino, trescientos kilos de patatas… Empezó a aburrirse.

—¿No deberíamos dejar eso hasta que la princesa haya decidido los menús?

—Es que hay que traerlo todo de Cardiff —repuso Williams—. Las tiendas en Aberowen no pueden asumir pedidos tan cuantiosos, y hasta a los proveedores de Cardiff hay que avisarlos con tiempo, para asegurarnos de que tengan cantidades suficientes el día en cuestión.

La muchacha tenía razón. El conde se alegró de que estuviera a cargo de la organización: tenía la capacidad de prever las cosas y verlas venir, adelantándose a los acontecimientos, una cualidad muy poco frecuente, según había descubierto.

—No me vendría mal tener a una muchacha como tú en mi regimiento —dijo.

—No puedo vestir de color caqui, no me sienta bien con esta piel tan clara —contestó ella con descaro.

El mayordomo parecía escandalizado.

—¡Williams, compórtate! No seas desvergonzada.

—Le ruego me perdone, señor Peel.

Fitz se dio cuenta de que había sido culpa suya, por dirigirse a la muchacha con aquella familiaridad. Aunque… lo cierto era que no le desagradaba la desfachatez de la joven. De hecho, le gustaba y todo.

—A la cocinera se le han ocurrido algunas ideas para los menús, milord —dijo Peel, que le entregó a Fitz una hoja de papel un tanto sucia y emborronada con la letra infantil, de trazo cuidadoso, de la cocinera—. Por desgracia, es un poco pronto para el cordero lechal, pero nos pueden enviar una gran variedad de pescado fresco desde Cardiff, en bloques de hielo.

—Todo esto se parece mucho a lo que ofrecimos en nuestra cacería en noviembre —dijo Fitz—. Aunque, por otra parte, no queremos hacer experimentos con cosas nuevas en esta ocasión; es mejor ceñirse a platos que ya hayamos probado antes.

—Exacto, milord.

—Y ahora, los vinos. Vayamos a la bodega.

Peel parecía sorprendido; el conde no solía bajar a los sótanos.

En ese momento, a Fitz le asaltó un pensamiento que había permanecido agazapado en algún recoveco de su cerebro, pero prefirió no prestarle atención. Vaciló unos instantes y luego dijo:

—Williams, ven también. Así tomarás notas.

El mayordomo sujetó la puerta y Fitz salió de la biblioteca y bajó por la escalera trasera. La cocina y la sala de los sirvientes estaban en un semisótano. Allí abajo, la etiqueta funcionaba de un modo distinto, y las sirvientas y los mozos se inclinaban o hacían una reverencia cuando pasaba él.

La bodega estaba en un sótano. Peel abrió la puerta.

—Con su permiso, yo iré delante —dijo.

Fitz asintió. Peel prendió una cerilla, encendió una vela colgada de la pared y empezó a bajar los peldaños. Al llegar abajo, encendió otra palmatoria.

Fitz poseía una bodega más bien modesta, compuesta por unas doce mil botellas, la mayor parte de las cuales eran herencia de su padre y de su abuelo. El champán, el oporto y el vino blanco del Rin eran las bebidas predominantes, con cantidades menores de clarete y borgoña blanco. Fitz no era ningún entendido en vinos, pero sentía especial debilidad por la bodega porque le recordaba a su padre. «Una bodega de vino requiere orden, capacidad de previsión y buen gusto —solía decir el anciano—. Esas son las virtudes que conforman la grandeza de Gran Bretaña.»

Fitz quería servirle lo mejor a su soberano, por supuesto, pero para eso había que tener criterio. El champán sería Perrier-Jouët, el más caro, pero ¿de qué cosecha? Un champán maduro, de veinte o treinta años, tenía menos burbujas y más sabor, aunque lo cierto era que las cosechas jóvenes poseían algo especial, algo chispeantemente delicioso. Escogió una botella al azar. Estaba mugrienta, completamente cubierta de polvo y telarañas. Echó mano del pañuelo de hilo del bolsillo delantero de su chaqueta para limpiar la etiqueta. Seguía sin ver la fecha bajo la tenue luz de las velas. Le mostró la botella a Peel, que se había puesto unas lentes.

—1857 —dijo el mayordomo.

—Dios santo, me acuerdo de esa botella… —recordó Fitz—. Fue la primera cosecha que probé en mi vida, y seguramente la mejor. —De pronto, recordó la presencia de la doncella, que había inclinado el cuerpo hacia él y estaba examinando la botella que era mucho, muchísimo más vieja que ella. Para su consternación, la proximidad del cuerpo de la joven lo dejó momentáneamente sin aliento.

—Me temo que la cosecha del cincuenta y siete ya ha dejado atrás su mejor momento —comentó Peel—. ¿Puedo sugerir la del noventa y dos?

Fitz miró otra botella, dudó y tomó una decisión.

—No veo nada con esta luz —anunció—. Tráeme una lupa, Peel, ¿quieres?

Peel subió los peldaños de piedra.

Fitz miró a Williams. Estaba a punto de cometer una locura, pero no podía contenerse.

—Qué guapa eres… —dijo.

—Gracias, milord.

Bajo la cofia de doncella, asomaban unos rizos rebeldes de pelo oscuro. El conde le acarició el pelo. Sabía que algún día se arrepentiría de aquello.

—¿Has oído hablar de lo que los franceses llaman el
droit de seigneur
, el derecho de pernada? —Percibió el tono ronco de su propia voz.

—Soy galesa, no francesa —contestó Ethel, con el mismo movimiento insolente de la barbilla que Fitz ya reconocía como característico en ella.

Desplazó la mano del pelo de la joven hasta la nuca y la miró a los ojos. Ella le sostuvo la mirada con audaz aplomo, pero ¿significaba aquella expresión que quería que él siguiera adelante… o que estaba dispuesta a montarle una escena humillante?

El conde oyó el ruido de unos pasos en las escaleras de la bodega; Peel ya estaba allí. Fitz se apartó de la sirvienta.

Las risas de la joven cogieron al conde por sorpresa.

—¡Debería verse la cara de culpabilidad, señor! —exclamó—. Parece usted un colegial.

Peel asomó entre la penumbra con una bandeja de plata en la que llevaba una lupa con el mango de marfil.

Fitz intentó recobrar el aliento. Cogió la lupa y reanudó la inspección de las botellas de vino, con mucho cuidado de no tropezarse con la mirada de Williams.

«Dios mío —pensó—. Qué muchacha tan extraordinaria…»

II

Ethel Williams se sentía rebosante de energía. Nada la inquietaba, podía enfrentarse a cualquier situación, solucionar cualquier problema. Cuando se miraba al espejo, veía que le brillaba la piel y le centelleaban los ojos. El domingo, después del oficio religioso, su padre había hecho algún comentario al respecto, con su dosis de sarcasmo habitual.

—Te veo muy contenta —le dijo—. ¿Es que te has tropezado con un saco de dinero?

A menudo se sorprendía corriendo, y no caminando, por los interminables pasillos de Ty Gwyn, y todos los días llenaba hojas y más hojas de su cuaderno con listas de la compra, calendarios de trabajo del servicio, horarios para recoger las mesas y ponerlas otra vez, y cálculos: números de fundas de almohada, jarrones, servilletas, velas, cucharas…

Aquella era su gran oportunidad. Pese a su juventud, estaba haciendo las veces de ama de llaves en ocasión de una visita real. La señora Jevons no mostraba señales de mejoría ni de que fuese a levantarse de su lecho de convalecencia, así que sobre Ethel recaía toda la responsabilidad de preparar la mansión de Ty Gwyn para dar el recibimiento que merecían el rey y la reina. En el fondo, siempre había estado segura de que era capaz de hacer las cosas mejor que nadie y destacar, siempre y cuando le diesen la posibilidad, pero en la rígida jerarquía del servicio doméstico, había escasas oportunidades de demostrar que era mejor que los demás. De pronto, se le había presentado la ocasión, y estaba decidida a aprovecharla al máximo. Después de aquello, puede que asignasen a la señora Jevons una tarea con menos responsabilidades y que nombrasen a Ethel ama de llaves, con el doble del sueldo que cobraba entonces, con un dormitorio para ella sola y su propia sala de estar en las dependencias del servicio.

Sin embargo, todavía no había llegado ese momento. Era evidente que el conde estaba satisfecho con su labor, porque al final había optado por no llamar al ama de llaves de Londres, lo que Ethel interpretó como un cumplido. Aunque… pensó la joven con verdadera aprensión, todavía había tiempo para cometer ese pequeño desliz, para ese error fatal que podía estropearlo todo: un plato de la cena sucio, un sumidero atascado, un ratón muerto en la bañera… Y entonces el conde sí se pondría furioso.

La mañana del sábado en que estaba prevista la llegada de los reyes, Ethel se encargó personalmente de supervisar todas y cada una de las habitaciones de invitados, para asegurarse de que las chimeneas estaban encendidas y de que los almohadones habían sido ahuecados. En cada cuarto había al menos un jarrón con flores, llevadas esa misma mañana del invernadero; en cada escritorio había papel de cartas con el escudo de Ty Gwyn, y habían provisto toallas, jabón y agua para el aseo personal. Al anterior conde no le gustaba la fontanería moderna, y Fitz aún no había encontrado el momento de ordenar la instalación de agua corriente en todas las habitaciones. Solo había tres retretes en una casa con cien dormitorios, de manera que en la mayoría de las habitaciones seguían haciendo falta orinales. También habían colocado flores secas aromáticas en todas ellas, elaboradas por la señora Jevons según su propia receta, para eliminar los malos olores.

Se esperaba la llegada de la comitiva real para la hora del té. El conde acudiría a recibirlos a la estación de ferrocarril de Aberowen, donde sin duda se habría formado una gran multitud, esperando poder entrever fugazmente a los soberanos, aunque no había prevista allí ninguna aparición pública de los reyes. Fitz los llevaría a la casa en su Rolls-Royce, un automóvil grande y cerrado. El ayuda de cámara del rey, sir Alan Tite, y el resto del séquito que los acompañaba en el viaje irían detrás, con el equipaje, en una serie de vehículos tirados por caballos. Delante de Ty Gwyn, un batallón de los Fusileros Galeses ya estaba formando a uno y otro lado del camino de entrada para actuar como guardia de honor.

La pareja real aparecería públicamente ante sus súbditos el lunes por la mañana. Planeaban realizar un paseo por las aldeas de los alrededores en un coche de caballos descubierto y detenerse en el ayuntamiento de Aberowen para reunirse con el alcalde y los concejales antes de dirigirse a la estación de ferrocarril.

La llegada del resto de los huéspedes estaba prevista a mediodía. Peel se encontraba en el salón, asignando a las doncellas que debían conducirlos a sus habitaciones y a los mozos que debían subir el equipaje. Los primeros en llegar fueron los tíos de Fitz, el duque y la duquesa de Sussex. El duque era primo hermano del rey, y había sido invitado a fin de que este se sintiera más cómodo, en un entorno más familiar. La duquesa era la tía de Fitz y, al igual que la mayor parte de la familia, sentía un profundo y apasionado interés por la política, hasta el extremo de que en su casa de Londres celebraba una tertulia frecuentada por los miembros del gabinete ministerial.

La duquesa informó a Ethel acerca de que el rey Jorge V estaba un poco obsesionado con los relojes, y que no le gustaba nada ver que distintos relojes en una misma casa anunciasen una hora diferente. Ethel maldijo para sus adentros, pues en Ty Gwyn había más de un centenar de relojes. Tomó prestado el reloj de bolsillo de la señora Jevons y se dispuso a recorrer toda la casa para ajustar la hora.

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