La caída de los gigantes (11 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Era verdad. En la mina se estaban haciendo turnos extraordinarios para poder hacer frente a la demanda de carbón pero, por deferencia a la religión, la compañía Celtic Minerals había convertido en optativos los turnos dominicales. Sin embargo, Billy estaba trabajando pese a su devoción al día de descanso religioso.

—Creo que el Señor quiere que tenga una bicicleta —dijo.

Tommy se echó a reír, pero Billy no bromeaba. La Iglesia de Bethesda había abierto un templo hermano en una aldea a dieciséis kilómetros de distancia, y Billy era uno de los miembros de la congregación de Aberowen que se había ofrecido voluntario para atravesar la montaña cada dos domingos para impulsar el nuevo templo. Si tuviese una bicicleta, podría ir también las noches de entre semana y ayudar a organizar clases de Biblia o asambleas de oración. Había discutido aquel plan con los miembros del consejo del templo y todos habían acordado de manera unánime que el Señor aprobaría que Billy trabajase el día de descanso dominical durante unas pocas semanas.

Billy estaba a punto de explicarle aquello a su amigo cuando el suelo empezó a temblar, se oyó un estrépito ensordecedor, como si fuese el fin del mundo, y un viento huracanado le arrancó la botella de té de las manos.

Fue como si se le parara el corazón. Recordó de pronto que estaba a un kilómetro bajo tierra, con millones de toneladas de roca y estratos minerales encima de su cabeza, sostenidas tan solo por unos pocos puntales de madera.

—¿Se puede saber qué cuernos ha sido eso? —preguntó Tommy con voz asustada.

Billy se levantó de un salto, temblando de miedo. Alzó la lámpara y miró a uno y otro lado de la galería. No vio ninguna llama, ni desprendimientos de tierra, ni siquiera más polvo del habitual. Cuando cesaron las reverberaciones, no se oía ningún ruido.

—Ha sido una explosión —dijo con voz trémula.

Era la pesadilla de todo minero, su mayor miedo. Cualquier desprendimiento de una roca podía provocar la súbita emisión de grisú, o incluso un minero que estuviese golpeando con el pico la grieta de un filón. Si nadie percibía las señales de advertencia, o sencillamente, si la concentración se incrementaba con demasiada rapidez, el gas inflamable podía prender fuego con la chispa de la pezuña de un poni, o con el timbre eléctrico de una jaula, o por culpa de algún minero estúpido que, infringiendo el reglamento de seguridad, decidiese encender su pipa.

—Pero ¿dónde? —inquirió Tommy.

—Debe de ser abajo, en el nivel principal… por eso nos hemos librado.

—Que Dios nos asista.

—Lo hará —dijo Billy, y el terror que sentía empezó a ceder—. Sobre todo si nos ayudamos a nosotros mismos. —No había ni rastro de los dos mineros para los que los muchachos habían estado trabajando, quienes se habían ido a disfrutar de su tiempo de descanso a la sección de Goodwood. Ahora les correspondía a Billy y a Tommy tomar sus propias decisiones—. Será mejor que vayamos al pozo.

Se vistieron, se engancharon las lámparas a los cinturones y corrieron al pozo ascendente, llamado Píramo. El embarcador de turno, a cargo del funcionamiento de la jaula, era Dai Chuletas.

—¡La jaula no sube! —exclamó, presa del pánico—. ¡Estoy llamándola y llamándola sin parar!

El miedo de aquel hombre era contagioso, y Billy tuvo que hacer un gran esfuerzo por dominar su propio pánico. Al cabo de un momento, preguntó:

—¿Qué hay del teléfono? —El operario se comunicaba con su compañero en la superficie a través de las señales de un timbre eléctrico, pero hacía poco tiempo que habían instalado aparatos de teléfono en ambos niveles, conectados con el despacho del capataz de la mina, Maldwyn Morgan.

—No contestan —dijo Dai.

—Volveré a intentarlo. —El teléfono estaba acoplado a la pared que había junto a la jaula. Billy lo descolgó y accionó la manivela—. ¡Vamos, vamos!

Respondió una voz temblorosa.

—¿Diga? —Era Arthur Llewellyn, el secretario del capataz.

—¡Manchas, soy Billy Williams! —gritó Billy al aparato—. ¿Dónde está el señor Morgan?

—No está aquí. ¿Qué ha sido ese estruendo?

—¡Una explosión en la mina, idiota! ¿Dónde está el jefe?

—Se ha ido a Merthyr —contestó el Manchas lastimeramente.

—Pero ¿por qué se ha ido…? Bueno, no importa, olvídalo. Te diré lo que tienes que hacer. ¿Me estás escuchando?

—Sí. —Ahora la voz sonaba más fuerte.

—En primer lugar, envía a alguien a la iglesia metodista y dile a Dai el Llorica que reúna a su cuadrilla de rescate.

—De acuerdo.

—Luego telefonea al hospital y diles que envíen una ambulancia a la bocamina.

—¿Hay alguien herido?

—Seguro que sí, con una explosión como esa… Tercero, que todos los hombres vayan al cobertizo de limpieza del carbón para sacar mangueras para el fuego.

—¿Fuego?

—El polvo estará en llamas. Cuarto, llama a la comisaría de policía y dile a Geraint que ha habido una explosión. Él telefoneará a Cardiff. —A Billy no se le ocurría nada más—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, Billy.

Billy colgó el aparato. No estaba seguro de lo eficaces que serían sus instrucciones, pero hablar con Llewellyn le había servido para serenarse y poder pensar con claridad.

—Habrá heridos en el nivel principal —le dijo a Dai Chuletas—. Tenemos que bajar ahí.

—No podemos —repuso Dai—. La jaula no está aquí.

—Hay una escalera en la pared del pozo, ¿no?

—¡Pero si son doscientos metros!

—Bueno, es que si fuese un cobardica no me habría hecho minero, ¿no crees? —Hablaba con valentía, aunque en el fondo estaba asustado.

La escalera del pozo no se usaba casi nunca, por lo que podía estar en muy malas condiciones. Un resbalón o un travesaño roto podía hacer que cayese al vacío y se matase.

Dai abrió la verja con un ruido metálico. El pozo estaba revestido de ladrillo y olía a moho y humedad. Un saliente estrecho recorría horizontalmente el perímetro del revestimiento, al otro lado de la estructura donde se encajaba la jaula de madera. Había una escalera de hierro sujeta por abrazaderas que se adherían al ladrillo por medio de cemento. Las frágiles barandillas laterales y los estrechos peldaños no inspiraban demasiada confianza. Billy vaciló un momento, arrepintiéndose de su impulsivo y temerario arranque. Sin embargo, echarse atrás ahora sería demasiado humillante, de modo que inspiró hondo, rezó una oración en silencio y a continuación, se encaramó al saliente.

Lo recorrió hasta alcanzar el pie de la escalera. Se limpió las manos en los pantalones, se agarró a las barandillas laterales y puso los pies en los peldaños.

Comenzó el descenso. El hierro tenía un tacto áspero y rugoso, y el óxido se desprendía y se le quedaba adherido a las manos. En algunos puntos, las abrazaderas estaban sueltas, y la escalera se tambaleaba de forma inquietante bajo sus pies. La lámpara que le colgaba del cinturón emitía luz suficiente para iluminar los peldaños que tenía inmediatamente debajo, pero no el fondo del pozo, aunque no sabía si lamentarlo o agradecerlo.

Por desgracia, el descenso le dio tiempo para pensar. Repasó todas las formas posibles en que podía morir un minero; la muerte a consecuencia de la propia explosión era un final misericordiosamente rápido para los más afortunados. El metano, al arder, producía un dióxido de carbono asfixiante al que los mineros llamaban «mofeta». Muchos de ellos quedaban atrapados en los desprendimientos de roca, e incluso llegaban a perecer desangrados antes de que acudiesen los equipos de rescate. Algunos morían de sed, cuando sus compañeros se hallaban apenas a unos pocos metros de ellos, tratando desesperadamente de abrir un túnel entre los escombros.

De pronto, sintió la necesidad imperiosa de regresar, de volver a subir los peldaños en lugar de adentrarse en aquella cueva de destrucción y de caos… pero no podía hacerlo, sabiendo que Tommy bajaba justo encima de él, siguiéndolo hacia el abismo.

—¿Estás ahí, Tommy? —gritó.

Oyó la voz de su amigo sobre él.

—¡Sí!

Aquello logró refortalecerle el ánimo. Empezó a bajar más rápido, recuperando la confianza y la seguridad en sí mismo. No tardó en ver una luz y, al poco, oyó también unas voces. A medida que se iba aproximando al nivel principal, empezó a percibir el olor a humo.

A continuación oyó unos ruidos espeluznantes, unos chillidos y unos golpes, y trató por todos los medios de descifrar su significado. Aquello estuvo a punto de minar toda su confianza, pero decidió serenarse y hacer acopio de todo su valor: tenía que haber alguna explicación racional. Segundos más tarde se dio cuenta de que estaba oyendo los relinchos aterrorizados de los ponis y el sonido que hacían al golpear los costados de madera de los cajones donde estaban encerrados, desesperados por escapar de allí. El hecho de saber de dónde procedía no hacía que aquel ruido resultara más tranquilizador, sino que se sentía exactamente igual que los animales.

Llegó al nivel principal, avanzó a gatas por el saliente de ladrillo, abrió la verja desde dentro y aterrizó de un salto en el suelo enfangado. La escasa luz subterránea era aún menos nítida por el efecto del humo, pero veía los túneles principales.

El embarcador de la parte inferior del pozo era Patrick O’Connor, un hombre de mediana edad que había perdido una mano en un derrumbe. De profundas convicciones católicas, todos lo conocían por el inevitable apodo de Pat el Papa. Lo miró sin dar crédito a lo que veían sus ojos.

—¡Billy de Jesús! —exclamó—. ¿De dónde carajo sales tú?

—Del filón de los cuatro pies —respondió Billy—. Hemos oído la explosión.

Tommy apareció en ese momento detrás de Billy y dijo:

—¿Qué ha pasado, Pat?

—Creo que la explosión debe de haber sido en el otro extremo de este nivel, en Tisbe —dijo Pat—. El ayudante del capataz y los demás han ido a ver qué ha pasado. —Hablaba en tono tranquilo, pero había un brillo de desesperación en su mirada.

Billy se aproximó al teléfono y accionó la manivela. Al cabo de un momento, oyó la voz de su padre.

—Williams al aparato, ¿quién es?

Billy no se paró a preguntarse por qué un representante sindical estaba respondiendo al teléfono del capataz de la mina; en una emergencia, podía pasar cualquier cosa.

—Papá, soy yo, Billy.

—Gracias a Dios Todopoderoso… ¡estás bien! —exclamó su padre, con la voz quebrada. Acto seguido, volvió a recobrar su entereza habitual—. Cuéntame lo que sabes, muchacho.

—Tommy y yo estábamos en el filón de los cuatro pies. Hemos bajado por Píramo hasta el nivel principal. Creemos que la explosión ha sido por la zona de Tisbe, y hay algo de humo, no mucho, pero la jaula no funciona.

—El mecanismo del cabrestante ha quedado dañado por la onda expansiva ascendente —dijo el padre con voz serena—, pero estamos tratando de repararlo y estará arreglado dentro de unos minutos. Procura reunir al máximo número de hombres en el fondo del pozo para que podamos empezar a subirlos en cuanto la jaula vuelva a funcionar.

—De acuerdo.

—El pozo Tisbe ha quedado completamente inutilizado, así que asegúrate de que nadie intenta escapar por ahí, porque podrían quedar atrapados por el fuego.

—Es verdad.

—Hay aparatos respiradores de oxígeno en la puerta de la oficina de los ayudantes.

Billy ya lo sabía, pues se trataba de una innovación reciente, reclamada por el sindicato y obligatoria tras la aprobación de la Ley de Minas de Carbón de 1911.

—El aire no está contaminado ahora mismo —dijo.

—Puede que no donde te encuentras tú, pero más adentro puede estar peor.

—Tienes razón. —Billy colgó el aparato.

Repitió a Tommy y a Pat lo que había dicho su padre. Pat señaló una hilera de armarios nuevos.

—La llave debería estar en la oficina.

Billy corrió a la oficina de los ayudantes del capataz, pero no vio ninguna llave. Supuso que alguien debía de llevarlas colgadas del cinturón. Miró de nuevo la hilera de armarios, cada uno de ellos con una etiqueta donde se leía: APARATO RESPIRADOR. Estaban hechos de hojalata.

—¿Hay alguna palanqueta, Pat? —dijo.

El operario tenía una caja de herramientas para reparaciones de poca envergadura, y le dio un destornillador de aspecto resistente. Billy abrió rápidamente el primer armario.

Estaba vacío.

Billy se quedó boquiabierto, incrédulo.

—¡Nos han engañado! —exclamó Pat.

—Cerdos capitalistas… —murmuró Tommy.

Billy abrió otro armario, que también resultó estar vacío. Abrió los demás con brutalidad furiosa, ansioso por denunciar la falta de escrúpulos de Celtic Minerals y Perceval Jones.

—Ya nos las arreglaremos sin ellos —dijo Tommy, que estaba impaciente por ponerse en marcha.

Sin embargo, Billy trataba de decidir cuáles eran las mejores opciones. Dirigió la vista hacia la vagoneta de incendios, el penoso sucedáneo que la dirección de la mina había encontrado para paliar la falta de un camión de bomberos en condiciones: una vagoneta llena de agua equipada con una bomba manual. No era inútil del todo, porque Billy la había visto en funcionamiento después de lo que los mineros llamaban un «destello», cuando una pequeña cantidad de grisú entraba en combustión, brevemente, y se arrojaban todos al suelo. El destello a veces incendiaba el polvo de carbón de las paredes de la galería, que entonces debían ser rociadas con agua.

—Nos llevaremos la vagoneta de incendios —le propuso a Tommy.

Ya estaba en los raíles, y los dos lograron empujarla para hacerla avanzar. A Billy se le pasó por la cabeza engancharle un poni delante, pero luego decidió que eso les haría perder tiempo, sobre todo teniendo en cuenta que los animales estaban aterrorizados.

Pat el Papa dijo:

—Mi hijo, Micky, está trabajando en la sección de Marigold, pero no puedo ir a buscarlo, tengo que quedarme aquí. —Su cara era el vivo reflejo de la desesperación, pero en caso de emergencia, el embarcador debía permanecer junto al pozo, era una regla inquebrantable.

—Haré todo lo que pueda por encontrarlo —le prometió Billy.

—Gracias, chico.

Los dos muchachos empujaron la vagoneta por la vía principal. Las vagonetas no iban equipadas con frenos, sino que los conductores las detenían colocando una pesada cuña de madera en los radios de las ruedas. Las vagonetas sueltas, que circulaban sin control, habían causado muchas muertes e innumerables heridas entre los mineros.

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