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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (2 page)

BOOK: La conquista del aire
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Entró en uno de esos baruchos que no eran bancos. Pensaba que aquel día había abrazado a Ainhoa movido por el miedo al reproche, el miedo a que Ainhoa dejara de quererle, pero también movido por el temor a que el reproche fuera cierto y su fanatismo le impidiera quererla. Aunque sobre todo le había movido la emoción de oírle decir a Ainhoa la palabra nuestro, «nuestro dinero». Lo recordaba con claridad, pese a que hubieran pasado más de cinco años, porque después de esa conversación decidieron unir sus cuentas corrientes. Y ahora, en cambio, Ainhoa no sabía que, para los bancos, Jard no tenía valor, que le exigían una hipoteca sobre un inmueble propio, pero ellos no tenían la casa en propiedad sino alquilada. Hacía seis meses que Jard facturaba menos de la mitad de sus ingresos habituales. Dos grandes corporaciones habían empezado a fabricar una fuente de alimentación estándar, con multitud de aplicaciones, capaz de sustituir al aparato estrella de Jard, específico para algunos instrumentos de electromedicina. De los tres modelos de fuentes fabricados por Jard, aquél era el que mayores rendimientos les había proporcionado. Cuando los gigantes se mueven, sus pies pueden destrozar varias hormigas. Lo malo, se dijo, es que tanto los gigantes como las hormigas lo saben.

En dos bancos distintos le habían hecho un estudio personal y habían determinado que el préstamo no era viable ni siquiera contando con la nómina de Ainhoa. Su té con limón ya estaba en la barra. Fue a buscarlo y le llegó el olor a maquillaje de una señora que pedía cambio para la máquina tragaperras. Luego la melodía de la máquina se hizo agresiva. Carlos oía los botones, los timbres, el caer de las monedas. Aplastó el limón con la cuchara. Tenía el dinero, ¿para qué seguir amargándose? Sin embargo, aún venían a su cabeza Marta y Santiago y, con ellos, los días en que había dudado, cuando pensó liquidar la empresa. Volvió a preguntarse si no habría sido más prudente diversificar los créditos: haber pedido, por ejemplo, dos millones a cuenta de la nómina de Ainhoa, y otros dos a Santiago y a Marta, que sus padres le hubieran dejado uno, Lucas otro y seguir trampeando. Aunque bastante alarma tenía ya Ainhoa por los problemas con su contrato en el hospital. Y aún se le hacía más duro imaginar la desolación de sus padres, el temor con que verían el futuro de su único hijo. En cuanto a Lucas, nunca había ahorrado más de cien mil pesetas. No, nada de trampear. Además su empresa, como cualquier otra, como cualquier persona, necesitaba que se atrevieran a apostar por ella. Eso había hecho. Carlos rompió la etiqueta de cartón del té. ¿Por ejemplo dos millones a cuenta de la nómina de Ainhoa?, se burló. Si hubiera creído que Ainhoa iba a confiar en él, no le habría dado vergüenza contarle su idea de pedir un préstamo a Santiago y a Marta.

Una vez en Jard, vio la cazadora negra de Lucas en el perchero. Carlos se encogió de hombros: cualquier banco podía despreciar su empresa, un bajo interior de setenta metros cuadrados con un despacho, un baño, un pasillo y el gran cuarto del fondo. Ese cuarto no era una nave industrial, pero llegaba a parecerlo cuando estaban todos trabajando y se veían las fuentes de alimentación apiladas en una pared y, en la otra, varias fuentes en proceso de montaje, el osciloscopio, el voltímetro digital, mesas con los componentes preparados, a Rodrigo midiendo parásitos, a Esteban soldando, a Daniel en el ordenador y a Lucas con los diseños sobre el tablero. No era extraño que un día Lucas, en lugar de decir «Me voy al cuarto del fondo», hubiera dicho: «Me voy al transbordador». Desde entonces, todos llamaban buque al cuarto del fondo, o Zodiac, o acorazado según estuvieran los ánimos. Lucas llevaba dos meses trabajando a toda máquina. Carlos entró en el submarino contento de poder darle la noticia del préstamo. De las cuatro personas que trabajaban en Jard, sólo Lucas estaba al tanto de la «operación amigos».

Santiago terminó su primera clase a las once. En el pasillo encontró a tres profesores de su departamento. Iban al bar, pero él no les acompañó. Hizo en cambio lo que no solía hacer nunca, salir al campus, andar. Tenía puestos sus vaqueros de siempre, la camisa, algo vieja, comprada con Carlos y Marta en un viaje a Roma, y una chaqueta nueva de lana con bolsillos. Se sentía cómodo en esa ropa, y en un trabajo que le permitía vestir esa ropa y sentarse ahora en la hierba para fumar uno de sus diez cigarrillos diarios. La vida no le pesaba. Y se dijo que estaba consiguiéndolo. Aunque no supiera explicar bien cómo, ni tal vez repetirlo en parecidas circunstancias, sin duda lo estaba consiguiendo. La voz de su madre viuda, el silencio de su padre muerto de improviso, la angustia económica, el bar de la gasolinera y su hermana, y el marido de su hermana, no se habían evaporado. Seguían allí. Murcia seguía allí, pero estaba a cinco horas en tren, que era como él solía ir a su pueblo: cinco horas le parecía una distancia suficiente. La obligación de ir a Alguazas el día de Todos los Santos y también en Navidad ya no le pesaba. Podía permitirse el lujo de ser generoso, ponerse el pantalón de franela heredado de su padre, soportar la raya y la camisa de tergal y la corbata oscura. Ni siquiera le costaba mucho acudir al antiguo bar de su padre y dejar que su cuñado le abrazara golpeándole la espalda, ni tampoco oír contar a su hermana cómo iban los amoríos del pueblo o, a su madre, la última pelea familiar.

Ese mundo no era el suyo, él sólo lo visitaba. El pantalón de franela no era un horizonte sino un disfraz. Y aunque Santiago todavía recordaba con horror los meses que siguieron a la muerte de su padre, cuando el bar se había perfilado como el destino más probable no obstante todas sus becas, todas sus matrículas, sin embargo, al final, el dado le había favorecido, su hermana se había casado a tiempo con el hombre idóneo y ahora el bar era sólo un negocio de la familia. Ese mundo ya no le amenazaba, había quedado tan atrás como su adolescencia, y con el tiempo Santiago hasta le había cogido cariño al pueblo, y no le molestaba que estuvieran orgullosos de su puesto en la universidad, ni que le pidieran recomendaciones para asuntos ilógicos, que en nada tenían que ver con él. Ni siquiera en su época más rencorosa y romántica se había avergonzado de sus orígenes, se dijo, y evocó las arrugas de la risa en la cara de su abuela. Le avergonzaba el porvenir. Pero se había librado del porvenir.

Apagó el cigarrillo en la hierba, metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Estaba bien. De momento, su vida estaba bien: ser profesor de historia moderna y contemporánea, vivir en el barrio de Chueca, en un piso viejo, casi de estudiante, donde pagaba un alquiler bastante por debajo de sus posibilidades, ¿para qué necesitaba más? Al fin y al cabo, también su carrera estaba por debajo de sus posibilidades; aún no había podido marcharse del pelotón, pero se mantenía a la cabeza, guardando las distancias. De momento le gustaba esa impresión de provisionalidad, que su casa no fuera muy distinta de las casas que compartían sus amigos cuando él estaba en el colegio mayor, que su novia no viviera con él, ni él con su novia. En ese sentido, también le gustaba que Carlos le hubiera pedido el dinero. Porque significaba que él era un igual, que era, como Marta, alguien nacido de pie, alguien que aunque perdiera cuatro millones seguiría viviendo del mismo modo pues ya había consolidado su posición, había salido, como decía su madre, adelante. Al pedirle todo su dinero ahorrado, Carlos estaba sancionando su victoria. Pensó también que, en realidad, él no había ahorrado ese dinero para fortificarse o combatir. Ni siquiera el verbo ahorrar le parecía apropiado. El dinero se había ido acumulando porque no le hacía falta, porque no quería una casa mejor ni hacer viajes extravagantes. Estaban ahí los cuatro millones, pero del mismo modo podrían no haber estado. ¿Miedo? No era exactamente miedo a perder el dinero lo que sentía; era una especie de molestia anterior, como si alguien hubiera entrado en su casa cuando él aún no había terminado de vestirse, como si Carlos le hubiera pedido los cuatro millones antes de que él cayera en la cuenta de que los tenía. Un alumno venía hacia él. Se puso de pie sin apoyar las manos. Sus piernas largas y fuertes le dieron seguridad. El alumno le entregó unos folios grapados.

—El trabajo sobre la compañía de ferrocarriles andaluces —dijo—. Hoy no puedo quedarme.

Santiago cogió los folios. Intercambiaron frases cortas. Santiago notaba la indecisión del alumno. En otro momento habría echado a andar a su lado, pero esta vez siguió quieto. Luego miró el reloj. El alumno pareció entenderlo y se fue. Santiago volvió solo a la facultad.

Por la noche, Marta y Guillermo cenaban la carne guisada que les había dejado hecha la asistenta. Luego Guillermo fue a buscar yogures a la cocina y Marta puso un disco de música celta a un volumen muy bajo. Aunque al día siguiente era 12 de octubre, fiesta, no pensaban salir. La luz de una lámpara de tela blanca caía sobre el azul marino del mantel; al fondo, el sofá bajo y los sillones estaban a oscuras; más al fondo, procedente de un espacio que los altavoces sólo repetían, el viento y la madera. Marta buceaba en el mantel mientras Guillermo, removiendo el yogur, le hablaba de un artículo sobre la desconexión en un sistema mundial policéntrico.

El pelo corto de Marta brillaba. Guillermo dirigía allí sus palabras; pronto le pediría que levantara la cabeza. Estaba dispuesto a afrontar su cara de chico rota en dos labios que eran una gran uva oscura y no besarla, y guardar silencio. Pero ella alzó la vista del mantel.

—Ha pasado —dijo— una cosa.

Carlos salió de la empresa. Su vespa era un único faro entre los otros, la bolsa de lona no se distinguía en la noche.

Ainhoa pasaba deprisa las páginas del periódico. Carlos la había llamado al hospital para que fuera ella a recoger al niño. Ainhoa llegó a casa a las seis y media, con Diego de la mano. Estuvo media hora con él, luego lo llevó al segundo piso con los hijos de una pareja amiga, y siguió preparando la presentación de un caso clínico que debía hacer el viernes ante otros médicos. Había empezado a estudiar en el hospital, sin concentrarse demasiado. Desde que le anunciaron la posible supresión de la plaza que ella ocupaba en comisión de servicios y supo que no había nada previsto para solucionar su caso, le costaba estudiar allí dentro. Con los enfermos era distinto, los enfermos no sabían nada. Pero cuando estudiaba y oía detrás de la puerta las voces de otros médicos, le parecía que todos desconfiaban de su capacidad. A las nueve Carlos llamó de nuevo, salía ya para casa. Entonces ella había recogido sus papeles y se había puesto a hojear el periódico. Estaba alterada. Tenía ganas de hacer algo y, aunque no sabía qué, sí sabía que no era esperar a Carlos, acostar a Diego, oír hablar de la empresa con medias palabras y hacer ella lo mismo con el hospital, irse a la cama. Vio que ponían
El padrino
en la televisión.

A las diez y veinte Santiago bajó al andén. Reconoció a Sol por sus andares. Se acercó a cogerle la maleta. Ella le dijo que no hacía falta, que tenía ruedas y, soltando el asa, le besó. Santiago metió las manos dentro del abrigo de Sol para abrazarla. Llevaban cinco días sin verse, pero era como si llevaran quince o más, porque a él le había sucedido algo, porque había tomado una decisión sin contársela a Sol y ni siquiera estaba seguro de querer hacerlo todavía. Ella no iba a entender su preocupación. Ella no tenía ese dinero, no llevaba camino de tenerlo nunca.

A las once menos cuarto, en un intermedio de
El padrino
, Ainhoa se enteró del préstamo. No dijo nada. Tampoco Carlos le dio demasiados detalles: «Marta y Santiago van a dejarme dinero para la empresa». Segundos antes había quitado el sonido de los anuncios. Ahora los dos oían el silencio. Cada uno el suyo. Carlos oía que no había dicho cuánto dinero ni en qué situación estaba Jard. Ainhoa se oía no contestar, se oía no moverse, no poner la mano sobre el brazo de Carlos, no decir: «Cuando acabe la película hablamos un rato». Un detergente verde. El 8,5 % de T.A.E. Un coche en el desierto. Carlos pensaba que el silencio entre los dos debía ser otra cosa, más fácil, más carnal. Pensaba que tenía que subsistir aún una diferencia entre morder la boca de Ainhoa y morderse los propios labios. Quiso contarlo todo, la cuantía, los bancos y sus dudas, y preguntarle a Ainhoa por esos cambios en el servicio de medicina interna que podían dejarla sin trabajo. Quiso, pero cómo empezar. Ainhoa no miraba la televisión ni tampoco a él. Debía de estar imaginando otra vida. Sólo hay una, deseó decir. Los espías sólo tienen una vida. Los adúlteros sólo tienen una vida, Ainhoa, te lo juro. Continuaba la película. Ainhoa subió el volumen y se echó hacia atrás.

Santiago no dejó que Sol deshiciera el equipaje. Dentro de la cama, desnudo y más impaciente que otros días, esperó a que saliera de la ducha. Ansiaba sujetar con las manos la tensa delgadez de Sol. Al verle, ella dejó caer la toalla y entró en la cama riendo. A menudo se reían mientras se tocaban. Sol buscaba la risa. Santiago decía que se había enamorado de ella la primera noche después de comprobar que, en el orgasmo, Sol no gemía, no gritaba, no lloraba sino que reía al principio en voz baja y después más fuerte. Ahora, pensando en cómo podía contarle con cierto humor lo del préstamo, se imaginó con Carlos y con Marta dentro de siete años, rejuvenecidos los tres por la pobreza; pues si los ocho millones se perdían acaso los tres volviesen a fumar negro, y decidieran juntarse a comer en ese sitio donde un arroz a la cubana costaba ciento cincuenta pesetas, y cogieran el búho por la noche, y de nuevo grabaran cintas y se compraran ropa en el Rastro. Entretanto, había empezado a besar a Sol. La acarició imaginando cómo sería hacer un viaje en InterRail a los cuarenta. Notaba sus piernas sobre las piernas de Sol, notaba la piel y la carne, las manos de Sol; entonces Santiago dejó de imaginar, volvió a querer la tensa desnudez de Sol, apretarla, coger a Sol por las caderas, entrar en Sol como quien pasa un dedo por el envés de la tela del tambor sin haber roto el tambor. Y supo que esa noche necesitaba el envés de la piel del tambor, algo tirante y clandestino, un lugar casi violento donde no entraba la risa.

Guillermo y Marta recogieron los platos. Luego se sirvieron una copa, y Marta se sentó de nuevo a la mesa. Fumaba excitada, hablando mucho. Guillermo la oía, la miraba, y sólo cuando la miraba se daba cuenta de que ese momento estaba siendo importante para ella. En cambio, cuando apartaba la vista de la cara de Marta para dejarse llevar por el significado de sus palabras, sentía un ligero temor, ligero pero punzante porque era, sin duda, temor, era la conciencia de un peligro cercano. Guillermo sabía que Marta ya había tomado una decisión. No le estaba consultando si podía prestar cuatro millones a Carlos: sólo estaba teniendo la gentileza de contárselo en forma interrogativa.

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