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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (5 page)

BOOK: La conquista del aire
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Eran las siete. Guillermo estaría a punto de llegar. Marta colgó su abrigo en el armario y se fue al cuarto de invitados. Habían puesto allí el secreter que ella tenía en casa de sus padres. Aunque el antiguo comedor de la casa, con una mesa enorme, les servía de lugar de trabajo o estudio y era más cómodo, de vez en cuando Marta buscaba ese cuarto quizá por su aspecto de celda monástica, conseguido mediante una cama estrecha, la ausencia de cuadros en las paredes y la madera oscura, casi negra, del viejo secreter. Oyó abrirse la puerta de la entrada. Mientras Guillermo la buscaba en el salón, ella abrió el secreter y puso una carpeta encima. Luego salió al encuentro de Guillermo, le dio un beso. Tenía, le dijo, trabajo del ministerio. Mentía para no oírse decir que necesitaba el aislamiento de las cuatro paredes y la puerta, permanecer dentro del cuarto y fuera del recuerdo de los demás.

Echó a andar por el pasillo, pero volvió sobre sus pasos:

—Se me olvidaba —dijo en el umbral de salón—. El jueves tengo una cena.

—Bueno —dijo Guillermo.

Marta se fue a su refugio. Hacía una semana que le habían dado los cheques a Carlos, pensaba frente al secreter. No era grave; Guillermo y ella seguían teniendo más de un millón en el banco y, de momento, no lo iban a utilizar. Sin embargo, ojalá hubiera sido grave. Vio a Santiago el día de la entrega, sacando el sobre del bolsillo con el ademán resuelto de quien ha tomado una determinación. Santiago se había jugado algo con el préstamo, podía sentirse orgulloso. Ella, en cambio, siempre se jugaba menos. Ella tenía unos padres dispuestos a socorrerla y con dinero para hacerlo si se daba el caso; tenía un marido tranquilo; tenía, y Santiago se lo había recordado más de una vez, una excelente educación, con idiomas y másters y
savoir faire
, que fijaba, lo quisiera o no, un límite mínimo por debajo del cual nunca descendería su capital. Aunque Santiago tuviera la seguridad de su plaza de titular y en cambio a ella el contrato de asistencia técnica se le acabara en julio, lo cierto era que mientras Santiago podía considerarse con derecho a sentir preocupación y agobio por el préstamo, ella no.

Pero los sentía, y sólo lograba calificarlos con palabras duras, envidia, codicia, dejando aflorar así su veta de moral cristiana, como le habría dicho Guillermo. Alzó la cara de entre las manos. El cielo tomaba a esa hora un color infantil, un color de jarabe y fiebre y tablero de damas. Marta se tumbó en la cama para mirarlo. Envidia, la palabra cristiana, la palabra más triste, pesar por el bien ajeno, como cuando en el colegio alguien le pedía su caja de lápices o sus patines y entonces ella no tenía miedo de que el chico o la chica se los rompiera, sino tristeza al imaginar a ese chico o a esa chica despertando admiración gracias a sus patines. Pertenecer al grupo de los que tienen, de los que más tienen. Ganar, por el hecho de pertenecer a ese grupo, ventajas y favores; ganar, bien lo sabía, poder. Pero en cambio haber perdido la simple y buena voluntad: no saber qué significaría preocuparse sólo por los patines, si a ella siempre podían comprarle otros; no entender, o entender apenas con el pensamiento, que antes de la envidia estaba el cuidado, que cada tiempo tenía su afán. Cómo sería, soñaba, vivir con el cuidado de que el día se cumpliera y no con las pasiones, los deseos, de quien ya lo tiene cumplido.

Oyó acercarse a Guillermo, luego sonó el grifo de la cocina. En menos de diez minutos la habitación había quedado a oscuras. Marta encendió la lámpara de la mesilla de noche, pero el blanco de la colcha resaltaba demasiado bajo sus medias negras; prefirió la oscuridad. Ahora los pasos de Guillermo se oían en el pasillo otra vez. Por un momento deseó que entrara a verla y se acercara a la cama como quien se acerca a una convaleciente. Que en voz baja le dijera no eres mala del todo, tus peleas con tus sentimientos sirven para algo, no importa si te da miedo prestar dinero o tu caja de lápices, lo importante es que los prestas. Pero Guillermo no entró, intimidado por ella, se dijo Marta, no queriendo resultar inoportuno.

Tres postes de madera cercaban ahora cada árbol de la calle Lebrel para protegerlo del golpear de coches y camiones. Al atardecer las sombras de aquellas espadas de palo tajaban el suelo con dignidad marcial. Atada a una farola, frente al portal cerrado, estaba la vespa de Carlos.

Eran las siete del miércoles 26 de octubre. En el bajo interior, al pie del tablero, Carlos recorría las páginas de los catálogos de convertidores mientras daba vueltas a la cita que tenía con Santiago a las ocho y media. El lunes le había cogido por sorpresa recibir una llamada de Santiago en Jard, porque Santiago nunca le llamaba ahí. Carlos no tenía ganas de quedar con él, la idea más bien le producía inquietud, pero había aceptado la fecha, la hora y el sitio, considerando que era su deber presentarse para oír lo que Santiago fuese a contarle. Sin embargo, ya faltaba poco para el encuentro y Carlos empezaba a representárselo con más gusto. Sobre todo le complacía pensar en el local donde se habían citado, un bar nocturno, mitad café y mitad pub, del barrio donde vivía Santiago. Quería un poco de oscuridad. Había demasiada luz en Jard y, en su casa, Diego y Ainhoa eran, aun sin ellos quererlo, dos focos de comisaría.

En busca de oscuridad, o de penumbra cuando menos, justo la tarde anterior había salido con Lucas al bar de la esquina. Pero habían discutido, y mal, pensó Carlos, habían discutido mal. Tirando a dar al otro, apenas por el afán de comprobar que el otro tampoco aguanta y ver cómo ceden sus soldaduras, cómo se van rompiendo; apenas por el hambre de masticar la propia debilidad en el otro. Los ocho millones que hubieran debido darles un respiro, un balón de tranquilidad para los próximos meses, se habían convertido en un nuevo instrumento del miedo: «No sólo los sueldos y Jard, no sólo la posibilidad de una empresa razonable, no sólo tres años de intentos, no sólo todo eso podría venirse abajo, sino también la amistad». Algo así le había casi gritado ayer a Lucas después de que volviera a fallar el circuito regulador. Lucas, se dijo, tenía la respuesta perfecta: la idea, la posibilidad de una empresa razonable se está yendo al carajo en este momento, eres tú quien está haciendo que se vaya. Pero Lucas estaba tanto o más trastornado que él, el circuito regulador errado era obra suya, y Lucas respondió al daño con el daño, así el animal herido que, pudiendo huir, sólo ataca y se revuelve. «A eso —dijo— le llamas amistad. Si tus amigos van a tenerte tan presionado como un banco, mejor que no te hubieran prestado nada.» Carlos había respondido: «Por lo menos me prestan, no como los tuyos. Además, no son ellos los que me presionan. Soy yo quien se preocupa». Entonces Lucas rió sin ganas. «Mis amigos no me prestan porque no tienen, porque llevan otra vida. Y eso de que no te presionan no me lo creo, Carlos. Algo te habrán dicho o se habrán callado. Antes no estabas así.» Luego se acabó su segunda cerveza, y pidió otra, y otro gin-tonic para Carlos; él le dio las gracias como si ambos se hubieran recuperado, pero sabía que no era verdad. Lucas se volvería más inseguro en su trabajo y él dudaría de haber sido capaz de construir una relación limpia con Santiago y con Marta.

Carlos se fijó en una gama de tiristores coreanos. Encontró uno que podía servirles, se lo enseñó a Lucas y Lucas lo aprobó. En la mesa de Esteban había un bote de resina abierto. La luz halógena del techo lo envolvía haciendo brillar las gotas prendidas en el borde. Carlos pensó que le vendría bien hacer algo con las manos. Puso a calentar la resina y empezó a preparar los moldes para embeber materiales. Lucas tenía razón, pensaba, antes del préstamo nunca había caído tan bajo. El préstamo había sido idea suya, nadie le había obligado a pedirlo y él no podía obligar a nadie a cargar con su incomodidad. En el camino de vuelta, había prometido a Lucas que se calmaría. Ahora, mientras ataba con hilos los circuitos impresos, se dio de plazo hasta el domingo para resolver su situación. Si no podía hacer frente a la desconfianza de Ainhoa o si, como decía Lucas, la deuda contraída con Santiago y con Marta le pesaba más de lo que era capaz de asumir, entonces tendría que hacer algún movimiento: debería situarse en un lugar distinto que le permitiera no quebrarse, no empujar a los otros. Luego, cuando pasara todo, habría tiempo para juzgar. Antes no. A Lucas no iban a servirle sus juicios ni que le pidiera perdón. Tampoco a su hijo le serviría si una tarde descargaba su tensión contra él. Hasta el domingo, se repitió. Y volvió a representarse el café-pub de Chueca pero ya no veía la oscuridad, sino a Santiago en la oscuridad. Estaba volcando la resina en los moldes cuando Lucas, sin levantar la mirada del tablero, dijo:

—Carlos, ¿te importaría recordarme que hoy he quedado para ver el partido y que siempre me han parecido repugnantes los tipos que llegan tarde porque están «desbordados» de trabajo?

—Oído cocina —dijo Carlos—. Vámonos.

Atravesaba la noche con la visera del casco levantada y, al llorarle los ojos, se le despertaba todo el cuerpo. Cuando entró en el café vio a Santiago buscándole. Eligieron una mesa no muy distante de la barra. Carlos pensó que, años atrás, los dos habrían preferido sentarse en un rincón, pero ahora coincidían en el deseo de mezclarse con las demás chaquetas, las demás caras, las otras voces. Los dos pidieron gin-tonic. La luz ultravioleta aparcó en el hielo blanco. Aún no se habían mirado.

Con ojos evasivos hablaron del puente de Todos los Santos, de la sequía, de Ainhoa y de Sol. Hacían comentarios convencionales, se contaban cosas que ya sabían aunque, pensó Carlos, al menos entre tema y tema ninguno necesitaba beber más deprisa, buscar un conocido entre las mesas o decir cualquier estupidez. Y cuando notaba que la conversación no respiraba bien, Carlos se acordaba de Lucas; cómo aceptar, se dijo, el poder que Santiago tenía para aludir o no al dinero prestado.

Miró la hora a las diez menos cuarto. Años atrás esa cita le habría parecido una derrota. Una victoria de la muerte pequeña, de la muerte que toma una relación entre dos personas y la cubre de asuntos espinosos, de zonas no visitables y, poco a poco, la arruina. Años atrás, pero ahora quizá se estaba haciendo adulto y eso se traducía en el tamaño de los enemigos, en que ya no luchaba, o no siempre, contra la escasez de conversaciones interesantes, serenas, claras, sino contra la posibilidad de que se hundiera una empresa razonable. Y bien, estaba dispuesto a admitir que ese pensamiento era ya, en sí mismo, una derrota. El enemigo le había obligado a replegarse, le había hecho renunciar al objetivo de una conversación limpia. Sin embargo, pensó, en su renuncia, a diferencia de lo ocurrido durante la discusión con Lucas, no había contradicción entre medios y fines. Esta vez Carlos no había traicionado ningún medio; había sido vencido, simplemente. Le había humillado que Santiago callase sobre el dinero y no había conseguido restar importancia al hecho. Pero, se dijo, tal vez hacerse adulto significara entender que a pesar de las películas, a pesar de las canciones, lo importante no era perder una batalla sino ganar la guerra.

Al salir, Carlos señaló la moto y dijo:

—Te acerco.

Aunque la casa de Santiago estaba sólo a cinco minutos andando, los dos convinieron en el hecho físico de la vespa. Santiago iba detrás recordando el año que vivieron juntos y cómo entonces había valorado su propia fuerza física y su altura cada vez que había que arreglar algo, o cuando Carlos enfermó, o cuando, en la moto, su cabeza sobresalía por encima del casco de Carlos aunque Carlos fuera nueve meses mayor. No hablaron.

Una vez hubo dejado a Santiago, Carlos intentó reconciliarse con la tarde y la noche. A la vespa asociaba sus momentos de mayor soledad, las quince o veinte ocasiones en que todo se había apagado a lo lejos, todo, la cara de animal perseguido de Ainhoa, ojos grandes y detrás la melena, la obligación de llevar dinero a casa, la risa de Diego, su voluntad política, su orgullo, todo se había apagado y él se había quedado delante de un semáforo, quieto y como sabiendo que respirar no era un acto reflejo sino el efecto de una resolución, que la vespa no iba a ponerse en marcha si él no hacía dos movimientos de muñeca. Y había sentido que esos movimientos le exigían una potencia imposible, el impacto de un choque múltiple, la demolición de una montaña. Luego, cuando el semáforo se había puesto en verde, la vespa había arrancado; sí, al final arrancaba, pero esa noche, frente al semáforo, había visto las rodillas de tela vaquera de Santiago y sus dos manos suplentes.

El jueves Marta cenaba con Manuel Soto. El sitio lo había elegido él, sorprendiéndola con un restaurante nuevo y alejado del centro. A Marta le agradaba, en especial por la disposición de las mesas y por la iluminación. Suspendidas del techo, lámparas niqueladas con forma de sombreros chinos unían sus resplandores en un mosquitero de luz que parecía flotar sobre los comensales. También la estaban divirtiendo las observaciones de Manuel acerca del ambiente en su empresa, sobre todo debido al escepticismo que su relativa falta de ambición profesional le permitía poner en práctica. Ahora Manuel hablaba de las retribuciones encubiertas a través de cursillos de liderazgo para mandos intermedios que halagaban el ego y camuflaban las escasas posibilidades de promoción. Marta se llevó el vino a los labios. Al final del solomillo a la pimienta, mediada la tercera copa, había alcanzado un estado de suave exaltación, como si algo o alguien estuviera tocando música dentro de su cuerpo. Sabía que ese estado pasaría en cuanto dejara de beber, pero también en cuanto bebiera un poco más. No tomaron postre. Café solo y Marta hablándole a Manuel de sus peleas en el ministerio. Muy pocos apoyaban el método de asignación de costes globales al transporte automovilístico en el que trabajaban su jefe y ella a partir de un informe independiente.

Pidieron la copa allí mismo. Marta mecía el coñac como quien se hipnotiza un poco. Trató de contar su reciente aventura monetaria en el tono desprendido que había utilizado Manuel, pero lo consiguió sólo a medias.

—Qué suerte tiene la gente de izquierdas —fue el comentario de Manuel cuando ella terminó.

—¿Lo dices por mí?

—Lo decía por Carlos, pero también por ti. Es una suerte sentirse obligado a hacer buenas obras. Los demás tenemos obligaciones mucho más prosaicas, como aceptar un empleo en una televisión privada y convertirnos en ejecutivos horteras. Queda bastante peor.

—Te agradezco lo de gente de izquierdas. Creía que ya todos los que vivíamos bien éramos conservadores. —La cara cómicamente atenta de Manuel exigía una continuación—. Quiero decir que ahora es como si sólo pudieran ser de izquierdas los que llevan años en paro o trabajando con contratos inmundos. Los demás, como mucho, formulamos a veces una crítica elegante, pero sin pasarse. Y si te pasas, a nadie se le ocurre colocarte en un gran movimiento de izquierdas inexistente. Se limitan a decir que eres un bicho raro.

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