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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

La décima sinfonía (2 page)

BOOK: La décima sinfonía
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El cristal del parabrisas estalló hacia dentro y sus innumerables fragmentos se proyectaron en dirección al habitáculo como si fueran partículas de metralla, causando graves destrozos en el rostro de la mujer, que medio inconsciente por el formidable golpe que había recibido nada más volcar, fue incapaz de protegerse la cara con los brazos. La rueda delantera derecha se soltó de su eje y dando vueltas sobre sí misma, alcanzó una velocidad tan endiablada pendiente abajo que se perdió de vista en cuestión de segundos.

El sólido bastidor del vehículo seguía protegiendo los cuerpos de sus dos ocupantes, aunque con cada sacudida, su estructura bramaba con la ferocidad de una bestia malherida. Cuando por fin fue a detenerse en el lecho del riachuelo en el que moría la pendiente, el conductor, que a diferencia de la mujer no había salido aún disparado del vehículo, comenzó a percibir un fuerte olor a humo, mezclado con el hedor del aceite requemado. La pestilencia era tan intensa que pasó, sin solución de continuidad, del sentido del olfato al del gusto, y su boca pareció invadida de pronto por una sustancia nauseabunda, caliente y viscosa, que le quemaba la garganta y le irritaba los ojos hasta el punto de que estos le empezaron a llorar en el acto. El motor del coche permaneció revolucionado durante unos instantes y luego fue perdiendo fuerza hasta apagarse completamente. En el sobrecogedor silencio que se produjo a continuación, el hombre acertó solo a distinguir, antes de perder el conocimiento, las voces lejanas de dos pastores que habían presenciado el accidente y que acudían presurosos a socorrer a los ocupantes del Mercedes.

2

Viena, primavera de 2007

Un grupo de unos treinta turistas angloparlantes avanzaba a buen paso por las dependencias de la renombrada Escuela Española de Equitación, liderados por un guía invidente. Media hora antes, cuando el guía se presentó ante ellos pertrechado de gafas oscuras y bastón blanco para dar comienzo a la visita, los turistas habían pensado que se trataba de una tomadura de pelo de algún programa de televisión de cámara indiscreta; incluso hubo varios de ellos que prefirieron esperar quince minutos para integrarse en el siguiente grupo. Los que decidieron quedarse con el guía ciego no solo no lo lamentaron, sino que estaban disfrutando enormemente del paseo, pues aquel hombre combinaba amplios conocimientos sobre la institución que les estaba mostrando con un notable sentido del humor.

Lo primero que había hecho al comenzar el periplo había sido levantar bien alto el bastón por encima de su cabeza y decirles, como si ya estuvieran en plena visita:

—Si miran ustedes hacia arriba, podrán contemplar el famoso artilugio inventado en 1921 por James Biggs, un fotógrafo de Bristol que, tras haberse quedado ciego por un accidente, pintó su bastón de paseo de blanco para hacerse más visible a los conductores.

Uno de los dos niños que formaban parte del grupo, al comprobar la soltura con la que se desenvolvía el ciego por los pasillos de la Escuela, le había dicho a su padre:

—Papá, yo creo que ese señor sí que ve y que se está burlando de nosotros.

Durante la visita a los establos, el guía los entretuvo contándoles cómo, al término de la Segunda Guerra Mundial, los caballos lipizanos, que habían caído en manos del ejército soviético, fueron rescatados y llevados otra vez a Viena nada menos que por el general Patton, que había sido jinete olímpico antes de la guerra y era un gran admirador de estos purasangres.

—Si no llega a ser por Patton —les aclaró el guía— lo más seguro es que los lipizanos hubieran acabado en el matadero y hubieran servido de rancho a los hambrientos soldados de Stalin.

El grupo iba ahora camino del gran picadero cubierto de la Escuela, que estaba situado en una de las alas del palacio imperial de Hofburg. Allí no solamente se llevaban a cabo todas las tardes las fantásticas exhibiciones ecuestres con música de los lipizanos sino también sus imprescindibles —pero más aburridos— entrenamientos matutinos.

Uno de los turistas levantó la mano, con objeto de llamar la atención del guía, pues su desenvoltura era tal que el hombre les había hecho olvidar a todos que era, en realidad, un discapacitado. Al darse cuenta de su distracción, el turista, un tipo de unos sesenta años y pelo canoso sonrió para sus adentros y luego dijo, con un fuerte acento australiano:

—Perdone ¿adónde conduce esa puerta de ahí?

—Esa puerta verde no conduce a ningún sitio —respondió el guía, girando su cabeza en dirección a la puerta en cuestión, como si pudiera verla—. Quiero decir que no conduce a ningún sitio
interesante
. Es la residencia del veterinario jefe de la Escuela. Vive aquí para poder resolver inmediatamente cualquier percance de salud que puedan tener los lipizanos. Estos caballos son muy delicados y deben estar en perfecta forma para poder llevar a cabo a diario los complicados ejercicios que sus jinetes les exigen. Y ahora, por favor, si no hay más preguntas, subiremos estas escaleras para ver el Gran Picadero desde el punto más alto de la Escuela.

El grupo de turistas siguió como un solo hombre al guía invidente en la dirección que este les marcaba. El hombre de pelo blanco fingió que se le había desatado un zapato y después de agacharse, se quedó voluntariamente rezagado del grupo, permitiendo que el rebaño humano se alejara. Cuando estuvo seguro de que ya nadie podía verle, se puso de pie y abrió con sigilo la puerta de color verde por la que había preguntado.

3

Madrid, septiembre de 2007

El Departamento de Musicología de la Universidad Carlos IV está situado en un antiguo y restaurado edificio de la época de los Austrias, que, lamentablemente, sus profesores se ven obligados a compartir con Dramaturgia y Teatro Universitario. La sede se encuentra a muy pocos minutos, paseando, de la plaza de la Cebada, así llamada porque antiguamente se separaba en este lugar la cebada destinada a los caballos del rey de la de los regimientos de caballería. También el grano lo llevaban a vender a esta plaza los labradores de las cercanías de Madrid. En el siglo XVII fue el lugar donde se instalaron las ferias de Madrid y en el siglo XIX pasaron a celebrarse allí las ejecuciones: al general Riego lo ahorcaron en esa plaza en 1824 y trece años más tarde, después de que María Cristina de Borbón le denegara una clemencia que sin duda merecía por no haber cometido delitos de sangre, le fue administrado garrote vil al legendario bandolero Luis Candelas.

Daniel Paniagua, treinta y cinco años, complexión atlética, profesor de musicología histórica en el mencionado Departamento, solía hacer jogging casi a diario a la hora de comer (saltándose su propio almuerzo) en un gran parque situado no demasiado lejos de la zona; pero como ese día le había convocado con urgencia Jacobo Durán, el jefe del Departamento, para tratar aún-no-se-sabía-qué misterioso asunto que no podía esperar hasta el día siguiente, prefirió renunciar a su galopada para no presentarse completamente rojo y transpirado a la reunión, que presentía iba a ser importante.

En lugar de eso, y para hacer tiempo hasta la hora de la cita, decidió acercarse hasta el domicilio de su mejor amigo, Humberto, que hacía semanas le había pedido que le grabase un cedé de músicas de boda, pues pensaba contraer matrimonio en breve con su novia de toda la vida. Daniel, para el que suponía un verdadero honor ocuparse de seleccionar la banda sonora de la boda de su mejor amigo, había olvidado sin embargo el encargo a las pocas horas, y como solía ocurrirle con frecuencia, sobre todo desde que había retomado la redacción de un ambicioso ensayo sobre Beethoven que había interrumpido dos años antes y que le tenía totalmente absorbido, no había vuelto a pensar ni un minuto más en el asunto. Hasta que el día anterior, Humberto le había telefoneado para decirle:

—Pedazo de cabrón, sabrás que me caso dentro de algo más de un mes.

—Por supuesto —mintió Daniel—. Ya tengo listo tu cedé. Mañana sin falta te lo acerco.

De modo que se había pasado toda la noche y buena parte de la mañana del día siguiente elaborando el disco para su amigo, con el que no había querido complicarse mucho la vida: el
Ave María
de Schubert, el de Gounod, el Aria en sol de Bach, las dos marchas nupciales más conocidas, la de Mendelsohn y la de Wagner, así como una decena más de piezas típicas en este tipo de ceremonias, con las que era muy difícil meter la pata.

—No te has devanado los sesos en exceso ¿eh? —exclamó su amigo al examinar el cedé. Lo que te había pedido no es lo de siempre, sino una selección más personal. Para eso eres el tío que más sabe de música de este país.

—Créeme, Humberto, la última vez que le grabé un disco de boda con mis gustos personales a un amigo fue a Óscar, le conoces, su mujer casi me mata. Con esto vamos a triunfar con Cristina, que es la que manda y para la que se hace la boda.

—¿Crees que a mí no me hace ilusión casarme? —dijo Humberto.

—No lo sé, pero te he grabado otro disco que quiero que escuches noche y día hasta la víspera de la ceremonia.

Daniel le entregó a su amigo un misterioso cedé metido en un sobre rojo en el que solo podía leerse:
El efecto B
.

—¿Quién es B? —preguntó su amigo, que ya empezaba a ponerse nervioso con tanto misterio—. ¿Y por qué tengo que escuchar esto noche y día?

—B es Beethoven, naturalmente. ¿Has oído hablar del
efecto Mozart?

—No, ¿qué es?

—En 1997, un musicólogo estadounidense llamado Campbell, como la sopa, publicó un controvertido libro llamado
El efecto Mozart
, en el que popularizaba la teoría de que escuchar a Mozart, y en especial los conciertos para piano, aumentaba temporalmente el cociente intelectual. Como Beethoven es Mozart elevado al cubo, yo sostengo que escuchar música de Beethoven es el triple de efectivo.

—¿Efectivo para qué?

—Para tomar decisiones fundamentales en la vida de uno, como casarse.

—¿Estás insinuando que si escucho a Beethoven durante unos días me volveré más listo y eso me llevará a anular la boda?

—No lo sé. Pero soy tu amigo —Daniel puso una mano en el hombro a Humberto, como para que sus palabras sonaran más sinceras y cercanas— y quiero intentarlo todo antes de que te cases, para que luego no me puedas decir: «Canalla, ¿por qué no acudiste en mi auxilio?».

Humberto abrió la carcasa del cedé y se quedó mirando el disco con desconfianza, como si fuera el brebaje de un alquimista.

—¿Qué me va a hacer esta… cosa cuando la ponga en mi equipo?

—Va a tener el mismo efecto sobre ti que algunos medicamentos que ya se usan en la actualidad para combatir el Alzheimer, y que tienen la propiedad de estimular los neurotransmisores cerebrales. Comprobarás que la música empezará a alterar tu estado anímico y a aumentar lo que los psicólogos llaman tu «percepción espacio-temporal», es decir, la habilidad para pensar con imágenes: un talento que resulta esencial a la hora de generar y conceptualizar soluciones a problemas complejos, como los que se presentan en las matemáticas, el arte o en los juegos de estrategia como el ajedrez.

—Entiendo —dijo Humberto, que poco a poco empezaba a abandonar la actitud recelosa hacia el disco para adoptar otra de genuina curiosidad.

—Ponlo ya, si quieres —le dijo Daniel—. Para que veas que no se trata de ningún lavado cerebral y que no te he metido mensajes subliminales con el fin de sabotear tu boda. Solo es música… de Beethoven.

Humberto colocó el cedé en su equipo de alta fidelidad y nada más escuchar las primeras notas, afloró una sonrisa a su rostro.

—Me gusta —dijo, poniéndose cómodo en el sofá—. ¿Qué pieza es?

—La Sonata Opus 2 número 1, en fa menor, una de las tarjetas de presentación de Beethoven, cuando llegó a Viena. Es un claro homenaje a Mozart, hasta el punto de que cualquier aficionado de la época hubiera adivinado al instante que estaba inspirada en la Sinfonía en sol menor KV 183, de Amadeus. Aunque se trata de una pieza de juventud —Beethoven tenía veinticuatro años cuando la compuso— y de que su insultante talento no estuviera aún del todo desarrollado, me encanta esta sonata porque es muy característica de su personalidad arrogante y al mismo tiempo cautivadora. Beethoven se presenta en la residencia del príncipe Lobkowicz, su gran mecenas, con una música que le estaba diciendo al auditorio: «Sé componer como Mozart, pero voy a ir más allá, porque soy Ludwig van Beethoven».

—No sabía que Beethoven fuera tan bravucón —dijo Humberto, asombrado, como de costumbre, de los profundos conocimientos musicales que exhibía su amigo.

—Pues lo era. Presentarse con esta sonata en Viena fue tan… —Daniel trataba de buscar un símil como los que empleaba en clase con sus alumnos para resultar más pedagógico. Tras unos instantes de vacilación, encontró por fin una imagen que le satisfizo— …es como si un humorista profesional hubiera tenido el cuajo de contar chistes sobre la guerra ante un público acostumbrado a escuchar a Gila. Beethoven se crecía en esta especie de duelos simbólicos con Mozart y Haydn, y sabía salir airoso de las comparaciones. Brahms en cambio, cuya Primera Sinfonía estaba tan ligada al estilo de Beethoven que a menudo se alude a ella como «la Décima», tardó catorce años en terminarla porque el terror a ser comparado con el sordo paralizaba una y otra vez su energía creativa. ¿Me estás escuchando?

Era evidente que no. Humberto había caído en una especie de trance musical del que hubiera resultado, no peligroso, pero sí inoportuno sacarle, por lo que Daniel decidió abandonar la casa de puntillas, como se hace con las personas cuyo sueño no se desea perturbar. Antes de cerrar la puerta, y en frase pronunciada más para sus adentros que para ser escuchada por Humberto, dijo:

—Que conste que a mí Cristina siempre me ha parecido una chica estupenda.

• • •

La oficina de Durán, situada, como la de todos los jefes que pueden elegir, en la parte más alta del edificio, desde donde se dominaba el parque adyacente, no tenía un acceso directo, sino que había que pasar inevitablemente por la secretaría contigua. Pero como era la hora de comer, el personal administrativo brillaba por su ausencia y las puertas estaban abiertas de par en par. ¿Quién iba a querer robar en el Departamento con menos presupuesto de toda la Universidad?

Antes de pasar al despacho de su jefe, Daniel decidió visitar un aseo cercano para refrescarse un poco la cara. La cita, y sobre todo el hecho de que Durán hubiera evitado deliberadamente decirle por teléfono el motivo de la misma, le había provocado los dos síntomas de la ansiedad que él más detestaba: sudoración y taquicardia. Últimamente había estado trabajando en su ensayo sobre Beethoven, incluso en horario lectivo y abusando de todos los recursos del Departamento excepto del estrictamente monetario. Su impresión era que la reunión con Durán iba a ser para leerle la cartilla o incluso para comunicarle una suspensión de empleo y sueldo en toda regla. Y por supuesto no cabía descartar la eventualidad más grave de todas: que Durán le fuera a comunicar que, a causa de un recorte presupuestario, se procedía a desmantelar aquel raquítico Departamento.

BOOK: La décima sinfonía
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