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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

La décima sinfonía (3 page)

BOOK: La décima sinfonía
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Tras serenarse un poco, pasó sin llamar al despacho de Durán, cuya puerta estaba abierta de par en par, y le sorprendió hablando por teléfono. Las otras veces que había estado en el despacho le habían llamado poderosamente la atención dos cosas: el hecho de que, independientemente del tiempo que hiciera, Durán nunca se quitaba la chaqueta o el abrigo, con lo que daba siempre la absurda impresión de estar de visita en su propia oficina, y su asombroso parecido con Silvio Berlusconi, antes de que este se hiciera el famoso injerto capilar. Bien es verdad que aunque Durán se hubiera quedado tan alopécico como el político italiano (y no era el caso, pues lucía una frondosa cabellera sin apenas canas), jamás se hubiera sometido a semejante operación estética, aunque solo fuera por no tener que exhibirse en público con aquella patética bandana que se lió a la cabeza el inefable primer ministro, en los días siguientes a su injerto capilar. A diferencia de Berlusconi, Durán tenía sentido del ridículo, aunque no estaba claro si su reconocida honestidad, que le distinguía de su clon, obedecía a convicciones morales o al hecho incontrovertible de que hubiera sido no ya difícil, sino milagroso, desviar fondos para aviesos fines en un Departamento tan poco dotado económicamente como el suyo.

Durán dio por terminada la conversación telefónica con un «que os den por saco, a ti y a todo el Ministerio de Educación», y se levantó para estrechar la mano de su subordinado.

—Buenas tardes, Daniel Paniagua.

Siempre se dirigía a él por el nombre y el apellido. Como cuando las esposas yanquis de los telefilmes regañan a sus estultos maridos diciéndoles «John McBride, quiero que dejes ahora mismo ese vaso de whisky y me escuches con atención».

—Quita esa cara de asustado, hombre, que no pasa nada malo.

—No, si no estoy asustado.

«Mentira podrida». A pesar de que Durán le acababa de sosegar con una sonrisa y un
no pasa nada
, Daniel notaba que su corazón bombeaba a más de ciento cincuenta pulsaciones por minuto.

—Te he llamado para pedirte un favor —le dijo Durán.

Le estaba mirando con severidad, como si estuviera a punto de abrirle un expediente disciplinario. Pero la frase, y sobre todo el tono en que acababa de ser pronunciada, tuvieron sobre él el mismo efecto tranquilizador que si hubiera ingerido un frasco entero de Sumial.

—¿Un favor? Por supuesto, si está en mi mano. ¿De qué se trata?

—Se trata de que acudas a un concierto.

Durán abrió el cajón principal de su mesa y extrajo el programa de un concierto de música que Daniel intentó escrutar con avidez. Pero Duran no quiso entregárselo inmediatamente, sino que lo retuvo en su mano derecha, como para exacerbar aún más la curiosidad que afloraba en el rostro de Daniel.

Este trató de ignorar el papel y adoptó una actitud de despreocupación.

—¿El favor que tengo que hacerte es ir a un concierto? Pues pídeme más de estos.

—A este concierto no vas solo a oír música. Vas, sobre todo y fundamentalmente, a espiar para mí.

—Bien, pero ¿de qué se trata?

—Beethoven. Es tu especialidad, ¿no?

—Sí, claro. Sobre eso estoy escribiendo mi ensayo. Lo empecé hace años, cuando aún vivía mi padre, lo interrumpí durante su enfermedad y cuando falleció, no me sentí con fuerzas para retomarlo. Ahora quiero acabarlo, aunque solo sea para poder dedicárselo y honrar su memoria.

—Eso es muy loable —dijo Durán. Y tras una breve pausa continuó—: La semana pasada leí en alguna parte que Beethoven era de origen español.

—Le llamaban el
Schwarzspanier
, el español negro, porque era muy oscuro de piel, y hay quien dice incluso que tenía ancestros españoles…

—Tú ponlo en tu libro. Siempre hay que barrer para casa.

—Lo cierto es que la familia de Beethoven tenía origen flamenco.

—¿Lo ves? Flamenco. Seguro que era sevillano.

Daniel se quedó dudando de si Durán había pretendido hacer un chiste.

—Flamenco, de Flandes. Los españoles estuvimos en Flandes en el XVI y en el XVII, así que no es improbable que algún arcabucero del Tercio sedujera, o más bien, dada nuestra reputación, violara, a alguna tatarabuela del compositor.

—Pues déjalo bien claro cuando te publiquen
El crepúsculo de un genio
.

—¿Sabes hasta el título? ¡Pero cómo se corre la voz!

—A la voz siempre le ha gustado correrse. Toma, echa un vistazo.

Durán le entregó por fin el programa en mano y Daniel empezó a devorar su contenido con avidez. Al leer el nombre que figuraba junto a Beethoven, pegó un respingo y exclamó:

—¡Ronald Thomas! Sabes quién es, ¿no?

—Algo he oído.

—Este hombre está ahora mismo en el mismísimo ojo del huracán de toda la musicología moderna, por no hablar del campo específico de las investigaciones sobre Beethoven, en el que es directamente el pope de los popes. Todo el mundo reconoce, o reconocemos, que se trata de un investigador fascinante, aunque he de aclararte que también es extraordinariamente polémico. Hay quien le adora y le aplaude hasta el menor de sus escritos y hay quien le detesta y desearía verle fuera de la circulación esta misma tarde.

—¿Fuera de la circulación quiere decir… muerto?

—No, hombre. Quiere decir desautorizado, desprestigiado, musicalmente desahuciado.

—¿Y tú en qué bando estás?

—Yo soy pro Thomas a tope. Sigo sus trabajos desde hace años y me extraña no haberme enterado de que está en España.

—Creo que prefiere mantener el secreto, ya que, como puedes ver, ha venido a ofrecer un concierto muy, muy especial.

Daniel continuó leyendo el programa de mano y volvió a sacudir la cabeza con asombro.

—¡La Décima Sinfonía de Beethoven! ¡Es increíble!

—Acabas de pronunciar la palabra clave: increíble. Porque ¿existe realmente la Décima Sinfonía?

—¿Quién puede saberlo? Thomas no ha dicho en ningún momento que la haya descubierto. Lo que ha hecho, y de ese modo ha terminado de sacar de quicio a la musicología más pazguata y conservadora, ha sido reconstruirla, a partir de una serie de esbozos y fragmentos que dejó Beethoven, repartidos por media Europa; son aproximadamente doscientos cincuenta compases del primer movimiento, de los cuatro que suele tener una sinfonía. Esto es, según el programa que me acabas de dar, lo que se va a interpretar mañana por la noche.

—Habrás observado —dijo Durán, que estaba disfrutando enormemente con la excitación que había logrado despertar en Daniel— que el concierto es casi clandestino. No se ha anunciado en ninguna parte y no se va a ofrecer en ningún auditorio oficial, sino en la residencia privada de Jesús Marañón, ante un grupo de invitados escogidos con lupa.

—No importa que acudan pocos, porque algunos de ellos son muy beligerantes, y en el concierto de mañana se puede armar.

—¿Armar? ¿A qué te refieres?

—Abucheos, pateos, silbidos. Hay pocas dudas de que Beethoven tuvo intención de componer otra sinfonía, después de la Novena, pero no está probado en modo alguno que los fragmentos que Thomas ha ensamblado estuvieran destinados todos al mismo movimiento.

—O sea, que podríamos estar ante un monstruo musical. El monstruo de
Beethovenstein
.

—Todo depende de cómo haya «cosido» Thomas los pocos fragmentos que compuso Beethoven. En principio, mañana, con lo que espero encontrarme es con un andante en mi bemol que da paso a un allegro en do menor. Eso es lo que ha trascendido en la prensa especializada. Pero a saber cómo ha instrumentado Thomas la cosa, porque no solo tenemos muy pocas notas, es que no sabemos ni qué instrumentos tenían que tocarlas.

—¿Eso no se puede deducir partiendo de los usos de la época?

—Sí y no. Beethoven también rompió moldes como instrumentador. Para que te hagas una idea fue el primero en utilizar la flauta
piccolo
y los trombones en una sinfonía. Igual Thomas le ha confiado a las trompas una frase que Beethoven hubiera querido confiar a los clarinetes. O viceversa. ¿Tú no piensas acompañarme?

—No puedo. Dejaron de invitarme a casa de Jesús Marañón desde que desatendí su petición de que una de sus hijas cantara un aria de Bach en el concierto que dio Bob van Asperen aquí, en el auditorio.

—Un gran clavecinista. Pero yo estaba postrado en cama con hepatitis y no pude acudir. ¿De verdad Marañón te pidió eso?

—No me lo pidió, me lo exigió. Y eso que ahora su hija ha hecho notables progresos, porque hace dos años, que es cuando vino Van Asperen, la pobrecita aullaba como la niña de
El Exorcista
.

—Hiciste muy bien en decir que no. ¿Qué se habrá creído?

—Pues se ha creído lo que es: Dios Todopoderoso. Ríete tú de ¿cómo le llaman? Jesús del Gran Poder. Marañón ha conseguido, por ejemplo, gracias a sus tejemanejes, que me congelen el presupuesto del Departamento durante los dos próximos años. Y se dedica a desacreditarme en público siempre que puede.

—Pero entonces esta invitación ¿cómo ha llegado a tus manos?

—Uno, que tiene sus recursos.

—Es mañana a las ocho en punto. Estaré allí sin falta. ¡No, espera!

—¿Qué ocurre? ¡No me digas que tienes algún compromiso ineludible y no puedes acudir!

—El concierto es mañana por la tarde. Le había prometido a Alicia que iría a buscarla al aeropuerto.

—Olvídalo entonces. No quiero provocar una crisis de pareja.

—De ningún modo, seguro que puedo arreglarlo. Le enviaré un taxi o le pediré a algún amigo que vaya a buscarla. Ni siquiera una bomba nuclear podría impedir que dejara de asistir a ese concierto.

—Si Thomas resulta ser un farsante lo vamos a machacar, ¿me oyes? Ve mañana al concierto y sé mis oídos, mis ojos y todos mis sentidos. Que no se te escape ni un detalle. No me importa lo que el tipo haya hecho hasta ahora: si ha creado un engendro con Beethoven, le hundiremos a él y a su mecenas, Jesús Marañón.

Daniel se quedó pensativo durante unos instantes, con la mirada perdida tras los amplios ventanales situados a espalda de Durán.

—¿En qué piensas?

—En nada. Tan solo he recordado que hay eruditos que afirman que en algún lugar de Europa yace oculto, a la espera de ser descubierto, el manuscrito completo de la Décima Sinfonía de Beethoven.

Durán no apostilló nada, se limitó a devolverle esa sonrisa adulterada y tramposa que solo los políticos muy hábiles o muy corruptos son capaces de desplegar cuando tienen algo muy evidente que ocultar.

4

Esa misma tarde, un avión de Air France procedente del aeropuerto Paris-Orly depositaba en el aeropuerto de Madrid-Barajas al príncipe Louis-Pierre-Toussaint-Baptiste Bonaparte, heredero al trono de Francia y descendiente de Napoleón Bonaparte. El príncipe, un hombre de cincuenta y cinco años, pequeño y nervioso como su ilustre antecesor, era en realidad architataranieto del hermano pequeño de Napoleón, Jérôme, que había llegado a ser, entre 1807 y 1813, rey de Westfalia, un estado títere en el noroeste de Alemania creado por el emperador. Louis-Pierre viajaba en compañía de su esposa y había sido invitado por la Fundación de Amigos de Napoleón, ubicada no lejos del consulado francés, para ofrecer, esa noche, una conferencia sobre su ilustre antepasado titulada «El pequeño cabo», uno de los apodos que había recibido en vida el general. Dado que la posibilidad de recuperar algún día el trono de Francia no era más que una quimera —su país era quizá la República más célebre del mundo y además había otros aspirantes al trono, como los orleanistas y los borbones— el príncipe había atemperado sus ansias de grandeza y se había concentrado en la política local. En Ajaccio, la capital de Córcega, cuna de los Bonaparte, Louis-Pierre era toda una celebridad y podía llegar a convertirse, en las próximas elecciones, en el alcalde más votado de la turbulenta historia de la isla.

En la actualidad, su principal fuente de ingresos eran las actividades en torno a su ilustre antecesor, que seguía desatando pasiones en el mundo entero: seminarios, conferencias —por las que nunca facturaba menos de seis mil euros— y por supuesto, libros sobre Napoleón, uno de los cuales,
Infierno en Santa Elena
, llevaba semanas en la lista de los libros más vendidos de
Le Figaro Littéraire
.

Y aunque ni el príncipe ni su esposa eran demasiado melómanos, ambos tenían pensado aprovechar su estancia en España para aceptar la invitación que su íntima amiga Sophie Luciani, hija del primer matrimonio de Ronald Thomas, les había hecho llegar para asistir al singular concierto que su padre iba a dirigir al día siguiente, en casa de Jesús Marañón, para un puñado de privilegiados.

Tras pasar el control de policía y recoger el equipaje, Louis-Pierre y su esposa advirtieron que la Fundación había enviado a recogerles a una persona que portaba en las manos un rótulo con la inscripción
MR. BONAPARTE
. Los príncipes le hicieron una seña para identificarse y el tipo se acercó solícito para ayudarles con las maletas.

—¿Han tenido un buen vuelo?

—Bueno, excepto por el retraso —dijo el príncipe—. ¿Vamos al hotel?

—Me temo que debido a la demora del avión —respondió el asistente mientras empezaba a empujar el carrito de equipajes en dirección al aparcamiento—, nos vemos obligados a ir directamente a la Fundación.


Merde!
—dijo la princesa—. Yo necesito darme por lo menos una ducha antes de la conferencia de mi marido. Además quiero ver a Sophie.

—Hagamos una cosa —propuso el príncipe—. Deje a mi esposa en el hotel y lléveme luego a mí directamente al salón de actos. Total, mi mujer ya se sabe la conferencia de memoria.

• • •

Tres horas más tarde, la conferencia del príncipe Bonaparte había llegado a su fin y el moderador había abierto un turno de preguntas en el que los asistentes, a diferencia de lo que suele ocurrir con frecuencia en este tipo de actos, estaban participando activamente. Un joven preguntó:

—Ha dicho usted hace un rato que tiene la certeza de que el emperador fue envenenado en Santa Elena. ¿Tiene alguna prueba?

—Si se refiere a alguna prueba forense, desde luego que no —respondió el conferenciante—. Tengan en cuenta que mi tío murió en 1821, y hasta 1836 no se descubrió el test de Marsh, que permite detectar en un cadáver hasta el más pequeño rastro de arsénico, incluso muchos años después de que se haya producido el fallecimiento.

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