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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

La décima sinfonía (4 page)

BOOK: La décima sinfonía
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—Pero ¿envenenado por quién? —preguntó una anciana. ¿De quién sospecha?

—Del gobernador de la isla, naturalmente. Que era un varón, por si lo quiere saber. Lo aclaro porque son ustedes, las mujeres, las que tienen fama de envenenadoras.

Hubo algunas risas entre los asistentes.

—Aunque la aclaración es superflua —prosiguió el príncipe— porque, si incluso hoy es difícil imaginárselo, en aquella época era literalmente impensable una mujer al frente de una guarnición militar.

—¡Envenenado por los ingleses! ¿Tiene alguna prueba? —preguntó un señor de grandes orejas que no podía disimular su acento británico.

—No. Pero cuando el emperador llegó a esa isla de mala muerte en la que le encerraron los ingleses tenía cuarenta y siete años y una salud excelente. A los pocos meses se le empezaron a hinchar las piernas y comenzaron los achaques: dolores de cabeza, diarreas, insomnio. Su repentina mala salud se prolongó a lo largo de seis años, y durante las semanas previas a su fallecimiento, estuvo vomitando varias veces al día. Él mismo llegó incluso a insinuar que estaban envenenándole, que no me parece una idea descabellada, si tenemos en cuenta que uno de sus camaradas y dos de sus sirvientes habían muerto en la isla antes que él.

—¿Nos podría contar algo más de su presunto envenenador? —preguntó el moderador—. ¿Y qué razones tenía para envenenar a su tío?

—El asesino fue, casi con certeza, el gobernador de la isla, sir Hudson Lowe. Era un tipo rígido e inflexible que se dedicó a aplicar las directrices sobre seguridad que le había dado su ministro de manera implacable. No estaba dispuesto a correr el riesgo de que mi antepasado le dejara en ridículo fugándose —ya lo había hecho de Elba en 1815— una segunda vez. Humillaba al general con prohibiciones absurdas, por ejemplo, no le dejaba montar a caballo sin que le siguiera un escolta. Santa Elena no tenía ni siquiera puerto, así que los barcos tenían que fondear en la bahía. Los acantilados eran de 300 metros. ¿Adónde podría haber ido mi pobre antepasado? ¡Era absurdo! Napoleón tampoco consiguió que el gobernador le llamara majestad, como era su deseo. Tuvo que resignarse al tratamiento de general Bonaparte.

—Una auténtica desgracia —dijo irónicamente el espectador inglés—. Yo no hubiera podido sobrevivir a semejante humillación. Pero de lo que usted cuenta a la acusación de asesinato hay un buen trecho. Perdóneme, pero he leído en algún lugar que últimamente se da más crédito a la posibilidad de que Napoleón muriese de un cáncer de estómago o de algún trastorno hepático.

Tras fulminar con la mirada al inglés, el príncipe Bonaparte dijo sin poder disimular su irritación:

—¡Paparruchas! Como saben, Napoleón fue enterrado en Santa Elena, pero como he dicho en la conferencia, en 1840 se exhumaron sus restos, que estaban muy bien conservados, y se llevaron a París. Un siglo después, a comienzos de los sesenta, un equipo de investigación, del que formaban parte un dentista y un experto en toxicología, analizó los síntomas de los que se quejaba Napoleón y vieron que encajaban con los de un envenenamiento progresivo con arsénico. El equipo pudo conseguir algunos cabellos del emperador, que al parecer le fueron cortados al día siguiente de su fallecimiento.

El príncipe debió de darse cuenta de que se estaba acalorando en exceso y se detuvo un momento para dar un trago al vaso de agua que no había tocado durante la charla. Luego continuó:

—Estas muestras de pelo fueron analizadas con procedimientos altamente sofisticados y se llegó a la conclusión de que había en ellas una presencia de arsénico muy superior a la normal. Créanme, mi antepasado fue asesinado, y la única persona con un móvil plausible era su archienemigo en la isla, el gobernador Lowe, que tras su muerte pudo vivir sin la angustia de ser puesto en evidencia por el prisionero más famoso de la historia.

Una mujer rubia que había llegado con algo de retraso a la conferencia y no había podido ya encontrar sitio en el patio de butacas dijo de pie, desde el fondo de la sala:

—¿Y qué pasa con Beethoven?

La pregunta fue formulada en un tono de voz tan impertinente que pareció más bien una blasfemia. Decenas de asistentes volvieron la cabeza para tratar de identificar a la mujer, que se ocultaba tras un gorro de tela marrón y unas gafas oscuras. Durante varios segundos el revuelo en la sala fue comparable al que se hubiera armado en una boda de haber aparecido un segundo pretendiente en plena ceremonia. El moderador y el príncipe intercambiaron en la mesa algunas frases al oído, que tenían por objeto establecer si la pregunta debía ser o no soslayada, y cuando se hizo evidente en la sala que el conferenciante no pensaba esquivarla, el público calló rápidamente para no perderse ni un solo detalle de su reacción.

—¿Beethoven? —dijo el príncipe—. Perdone, pero no sé adónde quiere ir a parar.

—Beethoven odiaba a Napoleón. Hasta el punto de que le retiró la dedicatoria de su
Sinfonía Heroica
cuando se enteró de que había traicionado los ideales de la Revolución francesa autoproclamándose emperador.

El príncipe prorrumpió en una carcajada de estupefacción.

—¡Y luego me acusan a mí de creer en conspiraciones! ¿Insinúa de verdad que Beethoven pudo tener algo que ver con el envenenamiento de Napoleón?

—Beethoven, señor mío, estuvo íntimamente ligado a la más perversa de las sociedades secretas de aquel tiempo, los
Illuminati
. No sé si sabe que la
Cantata por la muerte del emperador José II
que compuso Beethoven fue financiada directamente por esta secta.

—Los
Illuminati
simpatizaban con el emperador austríaco —respondió Bonaparte algo nervioso—. Muy bien. ¿Y qué?

—Que Austria, mi querido príncipe, era enemiga mortal de Napoleón.

5

El día del concierto, Daniel estuvo muy inquieto y distraído.

A primera hora de la mañana llamó a Humberto para preguntarle si podía encargarse él de ir a recoger a Alicia al aeropuerto y de llevarla hasta su piso, del que además le tenía que entregar un juego de llaves.

La voz de su amigo sonó fría y distante al otro lado del teléfono.

—¿Te ocurre algo? —preguntó Daniel, que ya había olvidado la sesión de hipnosis musical del día anterior.

—La música que me hiciste oír. Ha tenido efectos devastadores.

Daniel empezó a sentirse culpable en el acto.

—¿Estás hablando en serio? ¿Has decidido no casarte?

—No exactamente, Daniel. Pero por la noche se me ocurrió comentar con Cristina que tal vez podríamos considerar un aplazamiento y no sabes la que se ha montado.

—¿Pero tú eres idiota? ¿Cómo se te ocurre plantear un aplazamiento a poco más de un mes de la boda?

—En mala hora me trajiste esa música infernal.

—No intentes responsabilizarme a mí ahora de tus conflictos de pareja. En todo caso, échale toda la culpa a Beethoven.

—No sé qué hacer, ni siquiera estoy triste, es como si no pudiese creerme yo mismo lo que me está pasando.

Daniel permaneció en silencio unos segundos, tratando de buscar la mejor manera de echarle un cable a su amigo. Por fin añadió:

—¿Quieres que llame yo a Cristina?

—¿Y qué le vas a decir? ¿Que la culpa es de un disco?

—Llámala tú entonces y pídele perdón. Dile que anoche estabas borracho, yo qué sé, cualquier disculpa, pero tienes que pelear por ella.

—Díselo tú mismo, porque está aquí a mi lado, pringao, que eres un pringao.

—¡Hijo de puta! ¿Era una trola? ¡Te voy a matar!

—No —dijo Cristina, que ya se había hecho con el control de auricular—, la que te voy a matar soy yo, por tratar de comerle el coco a mi novio tan cerca de la boda.

La voz sonaba divertida y zumbona, y Daniel se percató en el acto de que la pareja se había estado divirtiendo a su costa.

—Sois unos cabrones. Casi me da un infarto.

—Bueno —dijo Cristina—, además de para tratar de fastidiarnos el día más feliz de nuestra vida ¿para qué llamas?

—Necesito que vayáis a recoger a Alicia al aeropuerto esta tarde, que la traigáis hasta mi apartamento y que le deis las llaves. Si no, se queda en la calle.

—¿No os veis desde hace semanas y pasas de ir a buscarla? Tío, el que no se casa seguro eres tú.

—Tengo un concierto esta tarde al que no puedo dejar de ir.

—¿Un concierto? Búscate otra excusa más convincente, porque te digo yo que con esa la cagas seguro.

—Es un concierto muy especial, no tengo tiempo de explicároslo ahora.

Hubo una pausa en la que Daniel oyó conversar a la pareja en segundo plano sobre la complicada agenda que tenían ambos ese día. Después fue Humberto el que se puso al teléfono:

—Te llamo a media mañana y te digo seguro si podemos ir a buscar a Alicia uno de los dos.

• • •

Tras impartir las clases que le tocaban ese día, Daniel corrigió un par de exámenes en su despacho y regresó a su casa para mudarse, aunque como hacía un calor inusual para ser el final del verano, no se vistió inmediatamente. Prefirió quedarse un rato en calzoncillos, servirse una Coca-Cola con mucho hielo, poner el ventilador a tope y conectarse a internet para averiguar si en la página web de Thomas había alguna mención a su viaje a España o alguna noticia de última hora relacionada con la originalísima pieza que estaba a punto de escuchar en la residencia de Jesús Marañón: el primer movimiento reconstruido de la Décima Sinfonía de Beethoven.

Si Daniel se hubiera acordado de vaciar su buzón de voz en ese momento, habría escuchado los dos mensajes que le habían dejado grabados ese día: uno, del director de su sucursal bancaria, para decirle que tenía que aportar unos quinientos euros a su cuenta corriente si no quería quedarse en números rojos en cuanto vinieran los próximos recibos; el otro, de Humberto, para advertirle de que, a causa de los intensos preparativos de boda, ni él ni Cristina iban a poder encargarse de recoger a Alicia en el aeropuerto.

Pero Daniel tenía la cabeza tan ocupada en el extraordinario experimento musical de Ronald Thomas que no solo no se ocupó de escuchar los mensajes sino que dio por hecho que su amigo le iba a solucionar su pequeño problema logístico con Alicia.

En la web de Thomas no había la más mínima mención al concierto ni a su viaje a España, lo que vino a confirmar el secretismo con el que se estaba llevando a cabo toda la operación. Daniel dejó de lado un artículo, que no le aportaba nada nuevo, en el que se decía que un amigo de Beethoven llamado Karl Holz se jactaba, en cartas de la época, de haber escuchado tocar al piano al propio compositor el primer movimiento de la Décima. Por lo tanto, no parecían tener mucho fundamento los rumores, quizá alimentados por el más intrigante de los amigos del músico, Anton Schindler, de que Beethoven jamás llegó a aventurarse en una décima sinfonía. En otra página se hacía alusión a la otra habladuría que él acababa de compartir con Durán: la existencia de un supuesto manuscrito íntegro de la obra, que todavía no había sido descubier… ¡Pof!

La pantalla del ordenador se fue a negro. Toda la luz del barrio empezó a brillar por su ausencia, debido a una sobrecarga en la red. El consumo masivo de aire acondicionado en toda la ciudad estaba pasando factura.

Daniel se puso la ropa que iba a llevar al concierto —unos vaqueros limpios, una camisa azul de manga corta y unos mocasines náuticos— y, como no tenía otra cosa que hacer, bajó a zamparse un perrito caliente en el bar de la esquina. Sabía que en cuanto llegara Alicia no iba a poder, no ya comer, sino ni siquiera mencionar la comida basura que tanto le gustaba, así que tenía que aprovechar estas últimas horas de soltería.

Maldición. La máquina de calentar el pan que había en el bar no funcionaba, debido al apagón, así que cogió la Buell Streetfighter de 1200 cc. con la que se desplazaba a todas partes, para comérselo en el parque donde hacía jogging. Los perritos de ese puesto, pionero en la ciudad, e instalado a imitación de los que Daniel había visto tantas veces en las películas americanas, le encantaban. La casa de Marañón no estaba lejos de allí y podría dejar primero la moto en el garaje del Departamento —con su aspecto de luchador musculoso, la Buell era una pieza muy codiciada por los rateros y Daniel no se atrevía nunca a dejarla en la calle— e ir luego dando un paseo tranquilamente.

• • •

El hombre del puesto de perritos se sonrió al verle llegar.

—¡Ya le echaba yo de menos hoy!

—Pues aquí me tiene. Pero esta vez no pinche tanto el pan, que la mostaza y el ketchup chorrean luego por el otro lado.

Le pareció notar un fugaz destello de odio en los ojos del vendedor, como si con ese comentario hubiera puesto en duda su profesionalidad.

—Usted es músico, ¿no?

—Soy musicólogo. ¿Por qué?

—Es que le veo entrar y salir muchas veces del edificio ese. Aquí tiene su perrito.

El vendedor se aburría y trató de embarcar a Daniel en una charla de cierto calado, como les pasa a los taxistas que llevan tiempo sin hacer una carrera.

—O sea, que usted tocar, poco.

—Toco algo el piano, pero no para tirar cohetes. Los musicólogos nos dedicamos a investigar. Sobre partituras y esas cosas. Casi le diría que la diferencia entre un músico y un musicólogo es tan grande como la que pueda haber entre un tocón y un tocólogo.

—Ja, ja, muy bueno. Pues mi hijo es un tocón, toca la guitarra que da gloria verle. Aunque yo no le animo mucho, porque los músicos pasan más hambre que el perro de un ciego.

—Hombre, si uno toca muy bien, no. Desde luego, como no se vive bien es de musicólogo, se lo puedo asegurar.

—A muchos, como no nos toque la bonoloto…

—Yo no juego. Para dejar de estar a la cuarta pregunta tendría que atracar un banco. O tener un golpe de suerte y llegar a descubrir una partitura muy valiosa. Sí, con un manuscrito inédito me pondría en órbita.

El de los perritos le miró con una expresión divertida, casi cómplice, y desde luego, no exenta de codicia.

—¿De cuánto dinero estaríamos hablando?

—De muchísimo. Por una partitura íntegra de la Novena Sinfonía de Beethoven, ¿sabe cuál le digo?

El otro se puso a tararear, afinando bastante, por cierto.

—Taaa, tata, tata, tata, no lo voy a saber, el Himno a la Alegría.

—Eso es. Pero el Himno a la Alegría es solo una parte. Por la sinfonía entera, en un manuscrito de más de quinientas páginas, se llegaron a pagar, hace un par de años en una subasta en Londres, 2.133.000 libras esterlinas, más de tres millones de euros.

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