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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

La Edad De Oro (25 page)

BOOK: La Edad De Oro
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Una docena de cables de emergencia iban de la coronilla hasta los cofres de control de ambos costados. Parecía absurdamente tosco y anticuado. Evidentemente el control mental había fallado, o la estática impedía que las señales se transmitieran desde los circuitos cerebrales hasta los circuitos de los tableros. Revoloteando entre sus manos, encima de las rodillas, estaba la esfera del Sol, entrecruzada de líneas de oro para indicar las estaciones de la Plataforma Solar, jaspeada de manchas oscuras que indicaban las tormentas. Embudos de oscuridad descendían desde las manchas solares hasta el núcleo estelar. La esfera irradiaba luces multicolores, y cada color simbolizaba una diferente combinación de las partículas que brotaban de los centros de tormenta. Algunas pantallas mostraban una actividad frenética, con franjas de cálculos y datos solarológicos. Otras mostraban un lento y vasto desastre; una pantalla magnética tras otra se sobrecargaba y fallaba; sectores de la Plataforma perdían flotación y descendían, desmoronándose y desintegrándose.

Los enlaces de seguridad habían desaparecido de todos los acoples energéticos, nodos y puntos de transferencia; las restricciones sobre velocidad de reacción se habían eliminado de la nanomaquinaria. En consecuencia, la maquinaria interna de la Plataforma se recalentaba, superando los niveles operativos seguros, y ardía con tal de extraer un segundo más de vida funcional de su cadáver autoinmolado.

Helión intentaba enfocar las pantallas o lanzar descargas contra el núcleo para desviar las partículas de la tormenta. Se trataba de volúmenes de materia increíbles; las máquinas de Helión arrojaban masas de controladores cincuenta veces más grandes que Júpiter desde la fotosfera hacia la capa externa como si fueran granos de arena.

El tablero de estado mostraba que la pérdida de energía había lobotomizado a la mente sofotec Solar. Helión luchaba a solas contra la tormenta.

Alzó los ojos cuando ella entró. Helión tenía un aire de esperanza, de júbilo vasto y divino, de ausencia de culpa y temor.

—Ahora lo veo —tronó su voz trémula en los altavoces de la estación—. ¿Qué otra cosa puede ser la cura para el caos del núcleo del sistema? ¡Es tan simple!

Una brecha en su traje burbujeó y dejó entrar aire supercalentado. Helión gritó, incorporándose de un salto, agitando los brazos. La ráfaga de oxígeno puro de un tanque interno que estallaba transformó la llama del interior de su traje en una luz blanca y pura. La luz se enrojeció como sangre, fue horneada contra el interior del visor en una capa semiopaca.

La armadura destinada a protegerlo pegaba las llamas a la piel del moribundo. La figura en el trono se convulsionó, incapaz de gritar con sus pulmones quemados, hasta que los nervios y los músculos tampoco pudieron reaccionar. Los altavoces emitieron un gemido prolongado. Quizá la consciencia de Helión se demorase durante un largo y terrible instante en su interfaz neurocibernético, antes que las fibras cerebrales artificiales y los circuitos se derritieran.

Dafne se retiró. Tuvo que avanzar a través de una hilera medio derretida de organismos mecánicos, vadear adamantio derretido, atravesar borbotones de fuego blanco para llegar a la galería. (El escaso calor que sentía era meramente simbólico, para indicarle lo que se representaba. Parecía estar en la modalidad «auditora», que le permitía ver la escena sin que la afectara. Si hubiera participado de veras, sin protección, sin armadura, su autoimagen se habría incinerado rápidamente.) Salió de la rotonda y regresó a la galería. Descubrió que no sentía la menor curiosidad por la escena de incineración y muerte infernal que acababa de presenciar. No le perturbaba, ni siquiera la asustaba.

Pero antes que Dafne pudiera escapar, las sirenas callaron, y la rotonda dejó de relucir y arder. Sonaron pasos. Apareció Helión, de nuevo vivo, el rostro entero y sin quemaduras, la armadura intacta y blanca como nieve.

Se le acercó. El visor del casco estaba echado hacia atrás. La expresión era extraña, una mirada clara pero ojerosa, cargada de inefable pena interior.

Dafne detuvo su retirada y Helión entró en la galería.

—¿Por qué me llamaste? ¿Qué significa todo esto? —preguntó ella con voz suave, medio hipnotizada por el aire de aflicción de los ojos de Helión, su triste media sonrisa.

Helión se apartó de ella. Aferró la baranda y miró la superficie del Sol. El mar incandescente estaba calmo; sólo unas manchas lejanas mostraban la tormenta en ciernes. Evidentemente la escena estaba sintonizada nuevamente en el principio.

—Es irónico que yo, entre todas las personas, deba violar el protocolo Gris Plata —dijo con voz mesurada y digna, casi afable—. Concedo que una catástrofe solar en el ala oeste de una mansión victoriana no es un buen ejemplo de continuidad visual. Pero siempre nos hemos dedicado a las imágenes y simulaciones realistas, siempre dijimos que la peste de ilusión que consume a nuestra sociedad sólo se puede combatir mediante una adhesión estricta al realismo. Y esta escena es real. ¡Ojalá no lo fuera!

—¿Moriste? —susurró Dafne con horror.

—Durante una hora estuve fuera de contacto con la Mentalidad Numénica. ¿Qué sucedió en esa hora? ¿Qué pensaba yo? Se salvaron algunos registros parciales, algunos de mis pensamientos, la mayoría grabaciones de voz y vídeo. Hay lecturas de las cajas negras de las unidades de buceo nuclear. El Tribunal de Sucesiones, por razones obvias, no me permite examinar el pensamiento que ellos consideran crucial. No obstante, había registros suficientes para construir esta escena. Mi cámara de torturas privada…

Dafne se preguntó si era una simulación plena. En tal caso, Helión acababa de sufrir todos los dolores y angustias reales de un hombre que moría calcinado.

Su puño enguantado pegó contra la baranda, haciéndola vibrar.

—¡No sé qué buscan! Puedo ver la expresión de mi rostro. Sé lo que dije. ¿Qué estaba pensando? ¿Un pensamiento haría tanta diferencia? ¡Una epifanía, un pensamiento tan audaz y grandioso que habría cambiado mi vida para siempre, si hubiera vivido!

—¿Helión Primo ha muerto? ¿Eres Helión Segundo? —Dafne le apoyó una mano en el hombro, un toque de compasión.

Él giró para mirarla.

—Sería más fácil si fuera tan claro. Mi identidad está en duda. Tendré que luchar para probar quién soy.

—No entiendo. Radamanto debe aceptar que eres Helión; de lo contrario no te considerarían aún el arconte señorial. ¿O sí? ¿Lo saben los demás miembros de la escuela?

Algo en la mirada de Helión hizo que Dafne aflojara la mano y se apartase. Esa mirada no la intimidaba por su expresión de pesadumbre sino por su expresión de piedad: piedad por ella.

—Prepárate, Dafne —dijo—. Debo decirte algo terrible. Estuve despierto muchos días antes de que me dijeran que era un fantasma. Tú has estado despierta medio año.

—¿Soy una grabación?

—No, peor. Eres una construcción. Escúchame.

Y unas pocas palabras bastaron para destruirle la vida.

Un proyecto de Faetón amenazaba con una catástrofe a la Ecumene Dorada, explicó Helión; pero el peligro no era inmediato, así que la Curia y los alguaciles tuvieron que permitirle continuar. Los Exhortadores, sin embargo, encabezados por Gannis de Júpiter, lograron que el proyecto se condenara por inmoral y socialmente inaceptable. Faetón fue amenazado con el ostracismo y la expulsión.

Entonces Helión, Helión Primo, pereció en el desastre solar. La pena de Faetón ante la muerte de su progenitor fue inmensa, pero rehusó abandonar su peligroso proyecto. La Dafne original se enfrentaba el dilema de unirse a Faetón en el exilio o sumarse a sus enemigos para excluirlo; lo cual significaba traicionarlo, no hablarle nunca más, no verle nunca más.

En cambio, escogió un tipo de suicidio. Dafne se «ahogó», entrando en un mundo onírico, borrando sus recuerdos de la realidad y destruyendo las claves de encriptación que le habrían permitido regresar a la vida y la cordura. Se perdió para siempre en un mundo ficticio imaginado por ella. Quizá fuera un mundo que albergaba a un Faetón que nunca la abandonaría.

—Su último acto —murmuró Helión con voz terrible— fue emancipar un duplicado parcial de sí misma, equipado con recuerdos falsos, y con el tipo de personalidad que a su entender Faetón quería o merecía. Tú eras su embajadora, su maniquí. Ella te usó como representante fuera de la Tierra, porque temía abandonar la Tierra, temía morir sin copia de seguridad si quedaba fuera del alcance del sistema de la Mentalidad Numénica. Que es exactamente lo que me pasó a mí. Creo que su mórbido temor al espacio exterior fue exacerbado por la noticia de mi muerte.

Dafne se sentía agotada. Había caído de rodillas y apoyaba la cabeza en el gélido montante de la baranda de la galería.

—Pero yo lo conocí en el espacio —murmuró—. En Titania. Un domo de diamante generado con cristal de carbono se elevaba sobre patas de araña encima de un glaciar de metano… Lo recuerdo con exactitud. Él estaba de píe en la cima de la torre, mirando un Urano creciente, y el ancho cielo nocturno, sonriendo como si todo le perteneciera. Me invitó a nadar, pero no había intoxicantes en la piscina, sólo nutrientes, que fue lo primero que me gustó de él. Mientras absorbíamos alimentos, hablamos por medio de emisiones de sonar delfinoide. Era gracioso porque él entrelazaba mal sus pulsaciones verbales. Simplemente hablamos, erigiendo floridos tapices de ideogramas, sin preocuparnos por el espacio o la estructura final, sólo aquello que nos daba la gana. ¡Los delfinoides auténticos se habrían horrorizado! Hablamos de los silentes…

—La mayoría de esos recuerdos son ciertos; se eliminaron las referencias que podían indicarte que eras un maniquí parcial.

Dafne quiso invocar un viejo programa de la Mansión Roja para cancelar sus reacciones de ira y pesadumbre, pero no se atrevió frente a Helión, líder Gris Plata, quien la miraba tristemente.

—¿Por qué me han hecho esta cosa horrible? Mi mente está llena de falsedades. Mi matrimonio es una ilusión; mi vida es una mentira. ¿Qué hice para merecer esto?

La sonrisa de Helión perdió parte de su tristeza. Su rostro irradió calidez.

—Mi querida Dafne, fue tu coraje lo que te causó esto, la ambición de tu propósito. Aquéllos que intentan grandes cosas padecen grandes sufrimientos. Querías asumir la vida desechada por Dafne Prima; sabías que podrías fracasar, o sufrir angustia. Pero dejaste de lado tus temores y tu vieja vida, y audazmente aprovechaste el momento cuando llegó.

—¿Qué momento?

Una imagen apareció en el guantelete de Helión.

—Aquí, en la meseta de Lakshmi, Gannis de Júpiter, Vafnir de Mercurio, Nabucodonosor Sofotec y el Colegio de Exhortadores se reunieron con Faetón y conmigo en presencia del procurador venusino. —Señaló, y la visión descendió a través de las nubes, sobrevoló los continentes recién nacidos de ese mundo joven y llegó a un vasto complejo de palacios, manufactorías, escuelas y catedralicios alojamientos para sofotecs, sobre una alta meseta verde—. Esto fue hace siete meses. ¿El lugar te resulta conocido?

—Venus. Allí renací bajo mi nuevo nombre, en la ciudad fundacional de la Mansión Roja llamada Estrella Vespertina. Las reinas Rojas se apiadaron de una ex Taumaturga. Me aceptaron.

—Me temo que ese recuerdo es falso. Dafne Prima renació allí y fue aceptada. A ti te hicieron en otra parte, pero renaciste con su personalidad en ese mismo lugar. Irónico, ¿verdad? Faetón aceptó los términos de los Exhortadores. Después del suicidio de su esposa, la vida le resultaba intolerable. Su magnífico sueño quedó sepultado allí; su vida, como la tuya, se fue.

«Pero tú aún soñabas con ser feliz con él, aunque él te había desdeñado como un fantasma. Al parecer tu creadora no comprendía a mi vástago tanto como suponía. Francamente, nunca creí que Dafne Prima comprendiera a Faetón. La personalidad que ella te dio no ganó su amor ni admiración; él quería el original, aun con sus melancolías y defectos. Te atormentaba el temor de ser una caricatura, con rasgos exagerados para burlarse del pobre Faetón, creada por Dafne antes de ahogarse como una especie de venganza contra él. En todo caso, tú y él convinisteis en aceptar la alucinación mutua de que estabais casados y os amabais.»

—¡Pero él me ama! Es así. Es real.

—Entonces, ¿por qué no pasa sus días contigo? No, querida mía. Su amor es una ilusión implantada.

—Pero yo lo amo. ¡Es un hombre libre de temores! Mi amor es real, aunque yo no lo sea. ¡Y no me importa quién soy! No me importa quién fui. Existe un vínculo entre ambos; lo veo en sus ojos. Él y yo nos iremos juntos a alguna parte, a Deméter o al sistema joviano, en una larga luna de miel. ¡Él y yo podemos aprender quiénes somos en verdad, aprender a amarnos!

—Ah —suspiró Helión con tristeza—. Ésa es otra parte de la tragedia. Tu riqueza, prestigio y posición, y también las de él, son sólo una alucinación. No podéis ir a ninguna parte. No podéis pagar ni siquiera un viaje en carruaje a vuestros establos. Los establos de ella, en realidad. La Dafne verdadera puso todo lo que tenía en un fondo de fideicomiso para mantener su mundo onírico privado. Si la mente financiera de Estrella Vespertina Sofotec invierte el dinero sabiamente, la pequeña caja de sueños de Dafne continuará recibiendo energía y soporte informático durante largo tiempo. El dinero del que Faetón y tú habéis vivido recientemente es mío. La otra parte de la razón por la cual Faetón suscribió al acuerdo de Lakshmi es que estaba en bancarrota.

—¿En bancarrota?

—Sin un céntimo. Ninguno de los lujos que tienes te pertenecen.

—¿Has escogido este día para arruinarme la vida? Algo querrás de mí.

—Te habría evitado esto si hubiera podido. Los Exhortadores que supervisan el cumplimiento del acuerdo de Lakshmi han perdido el rastro de Faetón más de una vez, desde que se inició la mascarada que forma parte de las celebraciones. El sofotec Aureliano que ejecuta la celebración no ha cooperado, y se niega a seguir el rastro de los movimientos de Faetón: cree que la integridad de su pequeña mascarada es más importante que la voluntad de la conciencia social. No importa. Tememos que Faetón se cruce con alguien que no respete los mandatos de los Exhortadores; cacófilos, necios o excéntricos. Si eso sucede, puede cobrar consciencia de las lagunas de su memoria, y sentir curiosidad por ellas. Tu misión es impedir que satisfaga esa curiosidad.

—¿Cómo?

—Él confía en ti. Cree que eres la mujer que ama. Sólo tienes que desviarlo.

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