—No, estás mintiendo. —Dafne miró el ancho espacio sin paredes del Onírocon, los soñadores que flotaban en trance bajo la piscina. Todos eran aficionados célebres, y todos habían ido allí con la esperanza de obtener la fama, una aspiración que sólo dos o tres alcanzarían. Miró los ojos de Aureliano y murmuró—: ¿Yo?
—Sí. En tu drama hay cierto optimismo inocente que está conspicuamente ausente en las cínicas formas artísticas de este concurso; esto lo ha vuelto muy popular entre los actores, aunque los críticos lo desdeñen. En el universo de tu rival más cercano, por ejemplo, Tifeno de Clamor, mundos de gran amor se colapsan en singularidades; y la guerra ha estallado en varias galaxias por obra de razas que intentan evitar que su universo se colapse por corrimiento al azul. Según nuestro nuevo método de medición de popularidad, muchos actores abandonaron este final infeliz y se mudaron a tu mundo. Además, tienes la puntuación más alta por relevancia externa.
—¿Relevancia? ¡Estoy dirigiendo un mundo mágico y feérico!
—Quizá los jueces vean algo mágico en el mundo real. Algo que tú les recuerdas. ¡Vuelve a entrar en el juego, Dafne! Todos quieren saber qué encontrará tu protagonista más allá de su última barrera.
Dafne cerró los ojos en una expresión de dolor. Pensó en Faetón. Pensó en sus propias esperanzas.
Sin una palabra más, dio media vuelta y se alejó, dejando todo atrás.
El siguiente grupo de recuerdos registrado en el diario contaba que Dafne había ido a la caja pública más cercana, había entrado en ella y había proyectado una imagen de sí misma al ecoespectáculo de Lago Destino.
Dafne pensaba que encontraría fácilmente a Faetón, pues sabía que él estaba vestido de Arlequín. Y aunque la mascarada había desactivado el circuito localizador, podía programar su sensorio para que le indicara quién estaba en persona y quién estaba telepresente.
Caminó en medio de la muchedumbre durante lo que le pareció una eternidad. Se cruzó con un hombre vestido de Imhotep, y con el almirante Nelson; se cruzó con Arjuna, Fausto y Babbit; vio a Neil Armstrong hablando con Cristóbal Colón, pasó frente a un grupo vestido como la Composición Caritativa, que le pidió que se uniera a ellos. (Una broma: ella estaba vestida de Ao Enwir, que había sido un enconado rival político de los viejos Caritativos durante la Sexta Era.) Incluso se cruzó con alguien vestido de neptuniano, una masa de sustancias paratérmicas traslúcidas y azules, cubierta de neurocircuitos de alta velocidad, agazapada en una hondonada, con sólo unos tallos oculares asomados sobre el borde. Las líneas de potencial que manaban de esos ojos mostraban que el neptuniano miraba a un hombre con un disfraz negro de Demontdelune, quien hablaba con alguien vestido de astrónomo. Pero no había indicios de su esposo. Si es que era su esposo.
Dafne se sentó en una piedra, mirando la hierba, cada vez más sumida en la angustia, y preguntándose si correría el riesgo de usar una rutina de control mental de la Mansión Roja para salir de su depresión. Pero no parecía valer la pena.
A sus espaldas, a lo lejos, los árboles ardían bajo el lago, derrumbándose y muriendo. Dafne sabía cómo se sentían.
Un vehículo de tres patas se le acercó. La máquina no era mucho más alta que ella. Bajo el capó había una mole redonda, mayor que un oso, cuya piel relucía como cuero mojado. Tenía dos ojos luminosos semejantes a discos, y manos cuyos larguísimos dedos ondulaban como tentáculos. Una pequeña boca con forma de V tembló y se entreabrió. Llevaba un sombrero de copa en la cabeza.
La máquina emitió una estentórea ululación mecánica. Dafne se tapó los oídos con las manos y alzó la cara con fastidio.
—Por favor —protestó.
—Lo lamento, ama —dijo una voz familiar—. Sólo pensé que era un disfraz apropiado, teniendo en cuenta lo que sugiere el ecoespectáculo.
—¡Radamanto! ¡Eres tú!
Ese monstruo feo y cabezón inclinó el sombrero de copa.
—Ama, no quería molestarte, pero me diste órdenes de contarte los resultados del concurso onírico en cuanto se grabara el juicio definitivo.
Su angustia se agudizó. Hacía tan sólo una hora había estado tejiendo sueños. Parecía otra vida. Tal vez a la verdadera Dafne le habría importado.
—No importa, no quiero saberlo.
—Como prefieras, ama.
—¿Y quién se supone que eres?
—Una inteligencia inconmensurablemente superior a la del hombre, pero igualmente mortal. Te escruto tal como un hombre con microscopio escrutaría a las criaturas diminutas que bullen y se multiplican en una gota de agua. —Radamanto se inclinó desde su vehículo de tres patas, le acercó su rostro sin nariz, frunciendo el ceño y entornando los ojos con movimientos exagerados de sus antiparras.
Ella alzó una mano y le empujó la cara para obligarlo a retroceder.
—¡Por favor! ¡No estoy de ánimo para bromas!
—Sólo te pido que no me estornudes encima.
—¿Por qué tienes sentido del humor, de todos modos? Eres una máquina.
—Siempre pensé que el humor se relacionaba con la capacidad para ver las cosas desde más de una perspectiva al mismo tiempo, una cuestión del intelecto. ¿Es una función corporal? Deberías decirme qué glándula u órgano secreta buen humor. A ciertos miembros de tu mansión les vendría bien una inyección.
—Hablando de eso, ¿sabes dónde está Faetón?
—Hay una sección de mí con él, pero la posición de ambos está oculta por el protocolo de la mascarada. Me pregunto si romperé el protocolo al tratar de deducir dónde está mi otro yo, basado en mi conocimiento de cómo suelo vestirme.
Un embudo alto se elevó del capó del vehículo y un haz semejante al foco de una nave de guerra barrió la muchedumbre reunida en la hierba a orillas del lago. Luego se concentró y apuntó.
—¡Aja!
Dafne se incorporó de un salto.
—¿Lo ves?
—No, ama. Pero veo a un hombre gordo vestido de Polonio. ¿Lo ves, junto a la piscina pública? A menos que esté muy errado, ése es el segmento de mí que está con Faetón.
—No parece uno de tus iconos…
—Ah, pero mira bajo su túnica.
—¿Pies palmeados?
—¡Cualquier hombre con pies de pingüino tiene que ser yo! ¡Me reconocería en cualquier parte! ¿Lo pulverizo con mi rayo térmico?
—No.
—¡Tienes razón! El humo negro liquidaría a otras personas de la multitud.
—El hombre que estaba con él, Faetón… ha entrado en la piscina escénica para ingresar en otra escena.
—Está entrando en la Mansión Radamanto en Sueño Profundo. Creo que va a la cámara de memoria.
—¡Entonces es demasiado tarde! —exclamó Dafne.
—Nunca es demasiado tarde para hacer lo correcto.
—Tienes que ayudarme a encontrarlo.
—Por aquí.
El vehículo trípode empezó a desplazarse por la hierba. Dafne lo siguió. Había actividad en su sensorio: nuevos elementos se introdujeron en la escena, árboles, arbustos, flores. Rodeó un alto bosquecillo de árboles inexistentes, y de pronto se vio frente a las torres de la Mansión Radamanto. Un fulgor rojo bañaba las ventanas en el poniente.
Miró hacia atrás y vio que la escena del lago, la muchedumbre festiva, habían desaparecido. Radamanto se inclinó desde su trípode ambulatorio.
—¿Qué le dirás? —preguntó.
Dafne dejó de sentir angustia. Irguió la espalda y cuadró los hombros. No sabía cómo ni cuándo lo había decidido, pero la decisión ardía como una luz brillante en su alma.
—Le diré la verdad, por cierto. Él es mi esposo. O cree que lo es. Así que le contaré todo lo que sé.
—Te abandonará.
—Quizá. Quizá no. Depende de él. Pero la decisión de actuar como una mujer a quien un hombre debería abandonar… eso depende de mí.
La embargó una sensación de dichosa levedad, como si se hubiera quitado un peso de encima en cuanto rechazó la idea del engaño. Entonces supo cuan equivocado estaba Helión. Ninguna mentira, por ínfima que fuera, serviría para retener a Faetón.
Una vez que Faetón lo sepa, lo entenderá, se dijo, y se quedará conmigo, desistirá de recobrar esos recuerdos perdidos, sean lo que fueren. ¡Este lugar es tan bello! Nadie que estuviera en sus cabales haría algo para hacerse expulsar.
Con un paso valiente y jovial, Dafne entró en la sombría mansión.
Subió a la carrera por la escalera de caracol y entró en la cámara de memoria, donde Faetón ya tenía el cofre de recuerdos prohibidos en la mano.
Hubo un destello de oscuridad cuando las memorias del diario terminaron.
(Por un instante, Dafne miró confundida, sin recordar que las manos grandes y musculosas que cogían el diario de color claro eran las de ella. No… las de él, las manos de Faetón.)
Los recuerdos de Dafne se disiparon. Faetón despertó. Tardó un instante en recordar dónde estaba: en una caja privada, un cofre mental, en un hospicio Caritativo de un segmento inferior de la ciudad anular, en órbita ecuatorial, en Sueño Profundo, en espacio mental semipúblico.
Faetón extendió los dedos en un gesto de apertura; los paneles que rodeaban su balcón se esfumaron con un parpadeo. Alrededor de él, en hileras ascendentes, como en una hondonada, había imágenes y ventanas abiertas que describían la mentalidad local.
Bajo sus pies, luces móviles indicaban tráfico, una geometría de puertas que se abrían y cerraban mientras escenas provisionales, dramas telefónicos y salas de teleconferencia aparecían y desaparecían con un pestañeo. Arriba, escenas de paisajes oníricos permanentes centelleaban en ventanas más altas; la fría luz de la sinoética temblaba en las hileras más altas; y en la cima, fila tras fila, estaban los sofotecs más elevados, la Enéada, y la Mente Terráquea. Los canales de la Mente Terráquea estaban llenos (siempre estaban llenos, pues todos querían hablar con ella) y esto se representaba como un enjambre de líneas relucientes y arcos de color que ocultaban la cima de los balcones en una nube rutilante.
Como Faetón no estaba conectado a Radamanto, el servicio local no comprendía que era un Gris Plata, y la escena circundante no empleaba un protocolo Gris Plata estricto. Por ejemplo, tenía al lado la superficie de una mesa, pero sin mesa. En cambio, una superficie chata bidimensional colgaba en el aire sin soporte. Faetón «se sentó», pero el estar sentado ahí sólo lo aliviaba de las sensaciones de peso y presión en los pies, y hacía desaparecer la mitad inferior del cuerpo de su autoimagen. La «mesa» tenía iconos flotantes del Sueño Medio, de modo que una ojeada le indicó el contenido total de los posibles servicios que el área local tenía en archivo. Un menú desplegó la variedad de comidas y bebidas ilusorias que la mesa podía brindar. Al no estar en territorio Gris Plata, su autoimagen no sería redibujada como fofa ni obesa, por mucho que «comiera».
Otros menús prometían otros servicios. Había iconos de libros para insertar archivos enteros en su cerebro, ya directamente o como experiencia lineal. Había alucinaciones pornográficas; había una biblioteca de simulaciones completas, incluidos dramas de pseudomnesia que parecerían reales para un cerebro humano. Había sinoetismos e interfaces para realzar su mente y su memoria, vinculando sus pensamientos a los superpensamientos de sofotecs distantes. Había canales para aplacar el dolor de la individualidad, invitaciones para sumarse a mentes compartidas, tanto en formato jerárquico como de célula radial, o abrazar plenamente las mentes colectivas composicionales, lo cual anularía su condición de individuo aparte.
Los iconos de las composiciones flotaban tentadoramente en la superficie de mesa. Estaba la Composición Porfirógena, nombre digno de respeto, o la antigua Composición Caritativa, que ya no reinaba en la Tierra pero era un Par, una voz que aun los Exhortadores escuchaban. Estaba el signo de la austera Composición de la Reforma, que era fiel a la disciplina y las estrictas reglas de caridad por las cuales las mentes colectivas habían sido famosas tiempo atrás. Las jóvenes y fervientes composiciones Ubicua y Armónica se habían formado más recientemente, en parte por nostalgia y en parte como regreso a los fundamentos, en un intento de restaurar la simplicidad y la paz de mediados de la Cuarta Era, cuando toda la Tierra se había purgado de guerra y odio y también de individualidad personal.
Faetón se alejó de la mesa. ¿Por qué miraba los iconos de invitación de las mentes colectivas? Sólo tenía que sintonizar un canal, abrir sus archivos cerebrales y participar… Faetón comprendió que estaba pensando en el suicidio. Disipó los iconos con un gesto cortante.
Ingresar en una mente colectiva sería indoloro y satisfaría sus requerimientos y necesidades, rodeándolo de eterna e infinita hermandad, paz y amor, pero no obstante era un suicidio, una abolición del yo demasiado espantosa para imaginarla.
Los otros iconos de la mesa prometían placeres, ilusiones y recuerdos falsos. Los vinos, licores y toscos alucinógenos que sus antepasados usaban antaño como adicción no eran nada en comparación con lo que podía lograr la neurotecnología moderna. Era sencillo inundar los centros de placer del cerebro con estímulos directos, pero era sutil unir el placer con una filosofía que además justificaba esa sensación, eliminando pensamientos y recuerdos que pudieran perturbar el nirvana. Por ejemplo, un icono conducía al virus mental hedonista zen, que prometía reestructurar el cerebro para que aceptara una filosofía coherente de pasividad total, placer total, renuncia total. Cualquier esfuerzo o intento de evadirse del sistema de pensamiento hedonista zen sería frustrado por la pérdida del ego, la cual constituía el núcleo de las doctrinas.
Otro sofisticado virus mental que se ofrecía en venta era la rutina de satisfacción autorreferencial, publicada por la Escuela Subjetivista. Esta rutina prometía que el usuario, asistido por programas artificiales, disfrutaría de todas las sensaciones y experiencias de la creación artística a nivel de genio. Las pautas de evaluación del usuario, y su capacidad para autocriticarse, se disiparían en un caudal de endorfinas, recuerdos falsos y autojustificaciones sofísticas. Todo lo que hiciera el usuario sería para él un trabajo de magnificencia suprema.
Más sofisticado era el software estoico de la escuela Invariante. Esta rutina mental prometía alterar la sensibilidad del usuario ante el dolor y la congoja, dándole capacidad para resistir cualquier tormento sin una sombra de emoción. El usuario podía encarar todo, desde la muerte de un ser amado hasta el descubrimiento de que su vida entera era una mentira, con distanciamiento olímpico, como si fuera una máquina o un dios remoto y desalmado.