—Radamanto, ¿por qué vacilo? ¿Qué estoy pensando? —Hizo la pregunta en voz alta, sin recordar que estaba desconectado del sistema radamantino. (Si hubiera estado conectado, no lo habría olvidado ni siquiera un instante.) Sobre la mesa había un icono que representaba un circuito de autoanálisis noético. Era un modelo tosco y anticuado, que se había desactualizado meses o semanas atrás. Pero Faetón pensó que si podía limpiar manualmente una habitación, podía limpiar manualmente su sistema nervioso, eliminando las inadaptaciones emocionales.
Tocó el icono. Otra ventana más pequeña, semejante a la tabla de una mesa, se abrió en el aire a su izquierda. La nueva ventana estaba iluminada con los colores, puntos y esquemas de la iconografía psicométrica estándar. Vio que sus niveles de tensión eran elevados; la pesadumbre y el resentimiento hervían como fuego en una mina de carbón, justo bajo la superficie de sus pensamientos; y la tentación de ceder a la propuesta Caritativa, de que alguien o algo le resolviera los problemas, era muy intensa.
El índice de asociaciones emocionales inmediatas presentaba una imagen de la consciencia onírica de su hipotálamo. Tocó la superficie de la ventana, la atravesó, abrió el índice y miró la lista de imágenes.
Allí estaba. Asociaba el súbito silencio del balcón cerrado con el encierro en un ataúd, una tapa hermética que caía con estruendosa contundencia. Una segunda asociación conducía a otra imagen onírica: su esposa encerrada en un ataúd, viva pero dormida, moviendo los ojos bajo los párpados. Y, desde otra rama, una tercera imagen conducía afuera: el sonido del exterior no se había extinguido como una puerta que se cierra sino como un enlace de comunicaciones que se apaga. Y eso era. Faetón descubrió que éste era el pensamiento inconsciente que lo turbaba. Lo turbaba porque comprendía que estaba en una especie de féretro, una caja de telepresencia en un hospicio público.
Si no visitaba a su esposa personalmente, una señal iría desde su cerebro hasta un maniquí o remoto, y regresaría. Tendría que comprar el tiempo de la señal con dinero de Helión, y era posible que registraran el contenido de la señal. O la distorsionaran. O la modificaran. Sólo si acudía en persona y la veía con sus propios ojos tendría la seguridad de que las señales que ingresaban en su cerebro no estaban alteradas.
¿Era posible que el olvidado acuerdo de Lakshmi hubiera puesto filtros sensoriales en canales públicos para impedir que Faetón viera ciertos objetos? (Le había sucedido en Lago Destino; casi no había visto al astrónomo Observacionista que le habló de Helión y el desastre solar.)
En el índice abierto, Faetón vio que sus niveles de tensión saltaban de nuevo. Evidentemente los pensamientos sobre Helión eran muy perturbadores en ese momento, pues no sabía si la versión de Helión que aún estaba viva era su Helión.
¿Debía guardar luto por un padre muerto? ¿O debía reír de exasperación porque un error protocolario menor, el capricho de una ley excesivamente meticulosa, intentaba despojar a Helión de toda su fortuna? Sólo faltaba una hora en la memoria del Helión actual: eso no constituía un cambio que justificara considerarlo una persona distinta, al margen de lo que dijera la ley.
En la sección remota del índice, Faetón vio lo que realmente pensaba, en lo más hondo. Quería hablar con Helión sobre sus problemas. Quería consejo y apoyo paternal.
Desde el fondo de la caja de índices, donde enlaces con secciones más profundas del cerebro titilaban como volutas de humo, afloró la imagen de un recuerdo.
Ésta era la imagen: Helión, vestido con una armadura blanca como hielo, la garganta y los hombros ceñidos por una gola oscura, se erguía orgullosamente sobre una escalera de lapislázuli. Detrás de él se elevaban puertas de oro bruñido, altas y relucientes, con paneles de mármol negro. En los paneles había tallas con ocho símbolos que aludían a los derechos y deberes del varón adulto; una espada envainada, un libro abierto, una espiga de grano maduro, un manojo de varas que contenían un hacha, una rueda dentada, un arriate nupcial, una cigüeña, un ojo gnóstico.
Faetón recordaba bien esas puertas. Estos símbolos representaban el derecho y el deber de la autodefensa, la libertad ante la censura y el deber de aprender, la obligación de trabajar y el derecho a conservar los frutos del trabajo, las luchas civiles y los deberes cívicos, y los derechos y deberes asociados con el progreso cibernético, las alianzas sexuales, la reproducción y la automutagénesis.
Los que atravesaban aquellas puertas y aprobaban la integración noética, filosófica y psiquiátrica de sus sendas de memoria y cadenas de pensamiento quedaban registrados como miembros plenos de la estructura mental radamantina, y se les otorgaba comunión y ascendencia. Aunque mucho tiempo atrás la ley y el Parlamento los hubieran considerado adultos con derecho al voto, la escuela señorial no aceptaba que un hijo fuera plenamente adulto hasta que hubiera demostrado que era plenamente cuerdo y honesto. Eso llevaba más tiempo.
Al cumplir los setenta y cinco años, Faetón había alcanzado la mayoría de edad. En esa época él y Helión estaban en el satélite Europa, negociando los últimos detalles del Proyecto Lunar Circunjoviano. La ceremonia había sido un poco tosca e improvisada, pero no por ello menos conmovedora. Los lugartenientes de Helión y los altos vavasores de Radamanto habían irradiado copias actualizadas de sí mismos para estar presentes por todo el sistema solar; las copias luego podían reintegrarse con los recuerdos primarios, para crear la ilusión de que los amigos, empleados y aliados de Helión habían asistido. El palacio que usaban se había generado de la noche a la mañana a partir de un cristal inteligente poco adaptado a la leve gravedad europea, de modo que los chapiteles y las torres poseían formas feéricas y alargadas, vaporosas y antojadizas; las irregularidades estaban disimuladas con ilusiones morféticas o pseudomateria. No había árbol navideño, así que los regalos se registraron en discos y ornamentos que colgaban en un rechoncho arbusto de desintoxicación que los remotos de Faetón encontraron en la lanzadera. Y no hubo tiempo suficiente para dar al coro pseudopersonalidades bien elaboradas para las representaciones cómicas de la juventud de Faetón que tradicionalmente precedían la ceremonia de submergencia noética, así que Helión había poblado los escenarios de la obra con personajes de novelas populares, la historia joviana y la mitología antigua, y otros que pudo encontrar a bajo coste en los canales locales. Las representaciones, normalmente austeras y taciturnas, se convirtieron en una bufonería extravagante y anacrónica. No obstante, Faetón amó cada minuto.
En su memoria, vio de nuevo el aspecto que tenía Helión al plantarse ante las puertas doradas de la cámara de inmersión. Los Semi Heliones, sus parciales, se habían apartado con una reverencia, y el Helión original se irguió en la escalera, reluciente en su armadura blanca. (Esta armadura, en ese punto, era una extrapolación; aún faltaban quinientos años para concluir el proyecto de la Plataforma Solar. Nadie sabía qué arquitectura de interfaz tendría la armadura, ni cómo sería el entorno de la estación solar.)
Helión apoyó una mano en el hombro de Faetón y con la otra mano detuvo la cuenta oficial del tiempo. Los parciales y las personas generadas por ordenador se petrificaron en derredor.
—Hijo —dijo Helión, inclinándose hacia él—, una vez que entres allí, los plenos poderes y estructuras de mando del sofotec Radamanto estarán a tu disposición. Serás investido con poderes divinos: pero aún tendrás las pasiones y destemplanzas de un espíritu meramente humano. Hay dos tentaciones que te amenazarán. Primero, sentirás la tentación de eliminar tus flaquezas humanas mediante una abrupta cirugía mental. Así hacen los Invariantes, y en menor grado los Señoriales Blancos, abandonando la humanidad para escapar del dolor. Segundo, sentirás la tentación de complacerte en tu debilidad humana. Así hacen los cacófllos, y en menor grado los Señoriales Negros. Nuestra sociedad alimenta gustosamente cada vicio, pecado e impulso que tengas, y luego mira con impotencia mientras te destruyes; porque la primera ley de la Ecumene Dorada es que no se prohíba ninguna actividad pacífica. Los hombres libres tienen la libertad para hacerse daño, siempre que sólo se dañen a sí mismos.
Faetón sabía lo que insinuaba su progenitor, pero contuvo su irritación. Ese día alcanzaba su mayoría de edad, su emancipación; ese día estaba dispuesto a perdonar incluso los incesantes y turbadores temores de Helión.
Por lo demás, sabía que la mayoría de los radamantinos no tenían autorización para enfrentarse a las pruebas noéticas hasta que fueran octogenarios; la mayoría no aprobaba en el primer intento, ni siquiera en el segundo. Muchos no adquirían los poderes plenos de un adulto hasta que llegaban a los cien años. Helión, a pesar de las críticas de otras ramas de la Escuela Gris Plata, permitía que Faetón se enfrentara a las pruebas con cinco años de antelación. Faetón estaba más que complacido de haber ganado la validación y el respaldo de su progenitor, aunque parecía que Helión se preguntaba si sus críticos no habían tenido razón.
—¿Estás sugiriendo, padre, que firme un contrato de hombre lobo?
Un contrato de hombre lobo otorgaba a alguien la autoridad discrecional para usar la fuerza, si era necesario, para que la parte suscriptora se mantuviera alejada de adicciones, nanomáquinas perjudiciales, sueños perjudiciales u otras alteraciones mentales voluntarias. (El nombre legal de este documento era «juicio confeso de incompetencia mental condicional y designación de tutor».)
—De ninguna manera —dijo Helión—, pero ya que lo mencionas… ¿has pensado en ello? Quizá deberías hacerlo. Muchas personas eminentes, respetadas en sus comunidades, han firmado esos contratos. No es preciso que otros lo sepan. —Pero bajó la vista, incapaz de enfrentarse a la mirada de Faetón.
—¿Estás pensando en firmar ese contrato, padre? —preguntó Faetón con una sonrisa irónica.
Helión se enderezó y miró a Faetón con ojos brillantes. No dijo nada, pero en su rostro había tal expresión de augusta majestad, de altivo orgullo, que no era preciso decir nada.
Faetón sonrió aún más y extendió las manos, enarcando significativamente una ceja.
—Es una paradoja, padre —dijo Faetón—. No puedo ser, al mismo tiempo y en el mismo sentido, niño y adulto. Si soy adulto, no puedo gozar de la libertad de alcanzar mis propios éxitos sin la libertad de cometer mis propios errores.
—«Error» es una palabra simplista —respondió Helión desdeñosamente—. Un adulto que sufre un momento de necedad o de furia, un momento de precipitación, tiene tiempo suficiente para borrar o destruir su libre albedrío, su memoria o su juicio. Nadie está obligado a imponerle una cura. Nadie puede restaurar su cordura contra su voluntad. Y así todos guardamos silencio, con las manos entrelazadas y una mirada fría, y observamos resignadamente cómo hombres capaces se aniquilan a sí mismos. Es pintoresco designar un desastre tan espantoso como «error».
—Si los necios desean abusar de su libertad, que lo hagan —dijo Faetón—. Mientras sólo se dañen a sí mismos, ¿a quién le importa?
—Hablas con altanería. Pero, ¿qué humano es totalmente inmune a la necedad?
Faetón ansiaba continuar la ceremonia y trasponer esas puertas doradas. Se encogió de hombros.
—¡Los sofotecs son inimaginablemente sabios! —exclamó—. Podemos confiar en que sus consejos nos protegerán.
—¿De veras? —replicó Helión con disgusto—. ¿Alguna vez te conté lo que le sucedió a Jacinto Subhelión Séptimo Gris? Antaño él y yo éramos amigos. Más que amigos. Ingresamos en un intercambio comunal.
Contra su voluntad, Faetón sintió interés.
—Pero tenía entendido que erais rivales políticos. Enemigos.
—Estás pensando en Jacinto Sexto. Ésa era otra versión, aunque muy similar. Lo que en hoy en día se llama un hermano primero y paralelo de orden próximo, un no parcial emancipado… aunque entonces no usábamos esa terminología.
—¿Cómo llamabais entonces a los hermanos?
—Clones de tiempo real.
—Vaya —resopló Faetón—. ¡Nadie puede acusar a la gente del Segundo Período de Inmortalidad de ser exageradamente romántica!
—En efecto —convino Helión con una sonrisa irónica—. Por eso fundé el movimiento romántico entre las escuelas señoriales. Entonces no se denominaba Estética Consensuada, porque no había consenso ni formas estándar. Pero Orfeo Primo Averno, que se consideraba un poeta, como deducirás por su nombre, apoyaba enfáticamente el retorno a los temas e imágenes clásicos. Entonces él no era un Par, porque sólo existía uno como él, y no tenía iguales.
Faetón sabía que Helión había tomado su nombre de una tradición mítica clásica que el movimiento órfico había resucitado.
—¿No tenía iguales? —preguntó'—. Ya existía la Composición Caritativa.
—Pero la opinión pública la desdeñaba. Quizá no lo recuerdes, pues las vidas registradas de esa época no se suelen proyectar en la red de aprendizaje ni en los canales educativos, pero la Composición Caritativa de esa época se oponía fervientemente a la tecnología numénica. Y con buenas razones. La suscripción a las composiciones se redujo casi a cero cuando Orfeo abrió su primer banco. Las personas preferían ser inmortales (realmente inmortales, como individuos) que ser un registro en una mente colectiva. Las composiciones pueden llamarlo inmortalidad, o «Primera Inmortalidad», pero sin la matemática numénica, sin la capacidad para capturar la parte del alma que tiene consciencia de sí misma y se define a sí misma, todo registro en una composición consiste, en realidad, en otras personas que fingen ser tú, o que representan tus viejos pensamientos cuando mueres. Como un actor leyendo un diario.
—¿Y qué hay de Vafhir? Sin duda él era un igual.
—Vafnir vivía, pero no era humano. Se había incorporado a la central de energía de la Equilateral de Mercurio. Toda la estación era su cuerpo. Era rico, pero todos lo consideraban un lunático. —Helión sonrió al evocar ese recuerdo—. Era una época desbordante, una época de osadía desenfrenada y elevados deleites, de sinfonías y tormentas de luz. Todos creíamos que no podíamos morir, y la exaltación del descubrimiento de Orfeo cantaba en nuestras almas como vino estival… Pero no recuerdo qué te decía…
Faetón comprendió que Helión debía de haber desactivado su versión local y alquilada de Radamanto, pues de lo contrario no habría sufrido ese olvido. Los sofotecs del sistema joviano no seguían un protocolo de información propietaria tan estricto como los terráqueos, y la desconexión era el único modo de tener la certeza de que una conversación no era grabada. Helión debía considerar que sus palabras eran importantes, o al menos dignas de intimidad.