Dafne ignoró eso y procuró rescatar el tornado de sus tramas en desarrollo. Era como si una fuerza o mano invisible la ayudara; ciertas resoluciones se revelaban naturalmente; y los acontecimientos castigaban a los personajes malvados sin intervención de su parte.
Quería transformar las fábricas en escenas de tragedia y crueldad, pero no pudo. Las viudas y las mujeres solas eran asalariadas que ya no se morían de hambre si no se casaban bien. Algunas se hacían sufragistas. Se presentaron leyes en el parlamento para permitir que la esposa comprara, vendiera y poseyera propiedades sin consentimiento del esposo.
¿Menos romántico? Todo lo contrario. Aparecía un nuevo tipo de heroína: independiente, agresiva, inventiva, optimista. ¡Su clase de mujer! No necesitaba acción ni derramamiento de sangre en tiempos como éstos; la vida era una aventura. Dafne la diosa se rió de los jueces. Si era preciso, quedaría la última. Le gustaba este mundo: avanzaba rugiendo hacia el futuro que creaba por sí mismo.
Casi intervino cuando vio que talaban los antiguos bosques de Alemania, y cuando vio que escuadrones de jinetes y aeronautas cazaban a los dragones. Pero el oro que robaban los hombres dragón fue devuelto a sus legítimos dueños, los hombres que lo habían ganado; y en ese yermo oscuro abundaron los labrantíos luminosos. Era hermoso. La población crecía.
Hacia el oeste, el gallardo príncipe de Hiperbórea construyó una aeronave mayor que todas las que habían existido, asistido por dos mecánicos de bicicletas de Dayton, Ohio. En una serie de tres magníficas expediciones, se elevó cada vez más en la atmósfera, y en el segundo viaje atravesó la órbita lunar, usando el nuevo cinetoscopio para tomar fotos del funcionamiento de los engranajes y epiciclos de cristal.
En su universo la Luna sólo tenía quince kilómetros de anchura, y giraba en el éter a poca distancia de la cima de las montañas. Dafne la diosa comenzó a temer. ¿El universo que había construido era demasiado pequeño para el espíritu de los hombres que lo poseían?
La Iglesia Católica Romana condenó las expediciones translunares por impías. Los ruidos de guerra dejaron de ser meros rumores. La vieja aristocracia de Inglaterra y Cimeria odiaba a la nueva raza de inventores y capitanes de la industria, y se unió en la cruzada contra ellos. El periodismo amarillo y los demagogos condenaban estentóreamente el nuevo modo de vida, y escogieron la expedición translunar como símbolo para derramar su veneno.
Muchos de éstos eran de sus protagonistas más viejos, gente que quería un mundo pequeño, seguro, bucólico. Dafne la diosa tenía cierta simpatía por ellos, pero cuando miró' hacia abajo y vio que la majestuosa nave de los hiperbóreos, decorada con estandartes negros y dorados, ascendía gigantesca y orgullosa para conquistar el cielo, su corazón se derritió de deleite. Las trompetas tocaron fanfarrias desde las ventanas del Empire State Building cuando la nave aérea se elevó.
Aeronaves alemanas y cimerias salieron de los nubarrones donde se ocultaban con la intención de abatirla a cañonazos. Pero la nave hiperbórea se elevó a mayor altura que sus enemigos. Atravesó las órbitas de la Luna, del reluciente Venus y del rojo Marte. Luego, otro desastre: la tripulación, embargada de terror supersticioso ante la proximidad de un cometa, se amotinó, y se lanzó en paracaídas por la borda. El capitán continuó el viaje a solas.
Desde el inalámbrico de la cabina, envió su último mensaje: reveló que era el príncipe Brillante de Hiperbórea, que había entrado a bordo de incógnito. Su expedición no sólo se proponía ir a la esfera estrellada sino más allá; había comprado herramientas y explosivos suficientes para abrir un agujero en la cúpula del cielo y ver qué había del otro lado.
La radio vociferaba protestas, mensajes de papas y reyes advirtiendo que quizá derrumbara el cielo, pinchara el universo como una burbuja, o permitiera que una sustancia desconocida del Más Allá inundara el universo.
Su respuesta: «Una prisión del tamaño de un universo sigue siendo una prisión. No me dejaré encadenar».
Se puso un casco de buzo y un grueso traje de cuero para protegerse del aire enrarecido; la escarcha se acumulaba sobre los obenques; los motores de vapor carraspeaban por falta de oxígeno. Debajo de él, el mundo entero estaba paralizado de pasmo y temor. Arriba estaba la cúpula.
Se sujetó al cristal empíreo azul con un arnés de ventosas. Alzó su piqueta, que llevaba anudada en la punta la cinta de buena suerte que le había dado su esposa. Tensó el cuerpo, disponiéndose a asestar el golpe…
Dafne despertó de golpe. En su aturdimiento, los pensamientos ya no corrían a velocidades asistidas por máquinas, y en su confusión se preguntó si su príncipe había destruido el universo al abrir un boquete en la pared. Quizás el universo fuera una burbuja, después de todo… Ella estaba en una piscina…
Dafne se levantó, escupiendo agua de los pulmones. Estaba en la gran vivipiscina del Onírocon, y trozos de cristal de interfaz le goteaban del cabello. El maniquí de Aureliano, aún vestido de Comus, con rostro delgado y cabello oscuro, con una túnica color vino, estaba en el linde de la piscina, apoyado en su vara mágica, como si un peso lo aplastara.
—¿Ha terminado el concurso o.,.? —Dafne miró en derredor. Los otros competidores aún estaban bajo la superficie, coronados por la maquinaria de sueños, todavía activos. Algo andaba muy mal—. ¿Aureliano? ¿Hay un problema?
—Los otros competidores están en espera. Tomé la decisión de interrumpirte porque hay ciertos comandos de tu archivo de construcción que permiten esta interferencia en ciertas circunstancias.
—¿Archivo de construcción? —Una sensación de espanto le hormigueó en la piel, le penetró la boca del estómago. Sólo los seres artificiales tenían archivos de construcción, no la gente real. No ella. ¡Por favor, no ella! Sintió la punzada del único temor secreto que siempre la había acuciado.
Dafne (olvidando toda disciplina y juramento Gris Plata) usó una técnica de control mental de la casa señorial Roja para mantener el terror a raya.
No obstante, se sentía débil. Recogió un doble puñado de viviagua, le ordenó que se transformara en algo más potente que el vino, se llevó las palmas a la boca y echó la cabeza hacia atrás para beber.
Un líquido rojo le mojó las mejillas como llanto. Se secó los dedos en el cabello, con lo cual luego tendría una maraña pegajosa. Nerviosamente se apartó los mechones con los dedos y resopló, enfadada consigo misma. ¿Luego? ¿Qué «luego»? Ni siquiera sabía si tenía un «ahora».
Dafne dejó que el cabello enmarañado le cayera sobre la frente y las mejillas, se apoyó los puños en las caderas y miró de hito en hito al sofotec.
—¡Bien, Aureliano! ¿Qué está pasando?
—Acaba de llegar un mensaje de Helión de la Mansión Radamanto en un canal de altísima prioridad. Para decidir si debía interrumpirte o no para entregártelo, tuve que hacer una extrapolación de tu mente. Al hacerlo, descubrí que adolecías de varias creencias falsas que te has impuesto. El mensaje no tendrá sentido para ti a menos que recobres de inmediato ciertos recuerdos editados.
Extrajo un cofre plateado del tamaño de un transmisor. Era una imaginifestación, un objeto del mundo real enlazado con una rutina o archivo del paisaje onírico. En la tapa había una leyenda: «¡Advertencia! Este archivo contiene plantillas mnemónicas».
Se impuso la obligación de ser valiente.
—¿Y mi creencia sobre mi identidad…?
—Es falsa. No eres Dafne Prima. Tu verdadero nombre es Dafne Tercia semi-Radamanto Incorpórea, Edición-Descarga-Emancipada, Indepconsciencia, Neuroforma Básica (imitación paralela), Escuela Señorial (auxiliar) Gris Plata, Era Presente.
—Emancipada… —Había sido un maniquí, un personaje, un juguete.
Dafne no lo sabía. Pero había pistas. Los amigos decían que había cambiado mucho y callaban o la miraban de soslayo. Encontraba en sus libros de contabilidad asientos que no podía explicar. Leía diarios y memorias que parecían hablar de una mujer más reservada y austera, más melancólica y soñadora, de lo que se consideraba a sí misma. Pero esos pensamientos sobre sí misma eran falsos.
A pesar de los controles mentales de la Mansión Roja, se sintió como abatida por una maza, un impacto sordo, mudo, distante.
—¿Necesitas atención médica? Pareces tener problemas para respirar.
—No, estoy bien. —Se aferró las rodillas y, con una especie de desinterés clínico, se preguntó si vomitaría. A diferencia de un maniquí, no tenía control de las reacciones autónomas de su cuerpo real—. Esto es lo que hago cuando me arrancan los pulmones. ¡Es divertido! Deberías probarlo alguna vez.
Pero este cuerpo no era real. Ella era una edición emancipada que habían descargado en otro cuerpo. Sus pensamientos ni siquiera eran suyos.
—No, gracias —replicó irónicamente Aureliano—. Hay aspectos de la condición humana que las máquinas nos contentamos con observar desde fuera.
Ella alzó la cabeza para mirarlo con súbito odio.
—¡Bien, me alegra que te dignes reparar en mi dolor! ¡Quizá pueda ser una nota al pie en una estúpida tesis abstracta de tu Mente Terráquea! Preséntame como una exhibición científica: la muchacha que aspiraba a la felicidad un día recibe una saludable dosis de realidad que le patea la boca.
Él extendió las manos y se inclinó levemente.
—Lo lamento. No quería burlarme de tu sufrimiento. Cosas similares me sucedieron cuando me construían. Cada vez que se introducía un nuevo grupo mental, la integración requería un cambio de paradigma.
—No es lo mismo.
—No obstante, te compadezco. Ni siquiera nosotros somos inmunes al dolor y la pena. Si nuestras mentes son más agudas que las vuestras, eso sólo significa que nuestros dolores también lo son.
Ella se enderezó.
—¡De acuerdo! ¿Qué hay en esa maldita caja? ¿Qué es tan terrible que ni siquiera atiné a:…? Oh, no… No es… —Se le quebró la voz. Abrió los ojos y dijo con tono implorante—: Faetón ha muerto, ¿verdad? Se mató en algún estúpido experimento, aunque yo creo que está vivo. Todos mis recuerdos de él son implantados, ¿verdad? Por favor, que no sea eso.
—No, no es eso.
Otro horror la abrumó.
—Nunca existió, ¿verdad? ¡Es un personaje inventado en uno de mis dramas románticos! Sabía que era demasiado bueno para ser cierto. ¡No hay nadie como él!
—No, él es totalmente real.
Ella suspiró de alivio, se agachó y se echó más agua en la cara. Se irguió, sacudiendo ambas manos.
—Odio las sorpresas. Cuéntame qué hay en la caja.
—Hiciste un acuerdo con Helión para perpetuar cierta falsedad sobre Faetón. Helión acaba de enviarte un mensaje donde te pide que entregues la ayuda prometida. Para ejecutar este programa, debes recobrar algunos de tus recuerdos ocultos.
—Yo nunca le mentiría a Faetón. ¡Eso es estúpido! Si en esa caja hay algo que me inducirá a mentirle a mi esposo, no sé si quiero saber qué es.
—La amnesia deliberada es autoengaño. Quizá no sea el mejor modo de mantener la integridad.
—No te pedí tu opinión.
—Quizá no. Sin embargo, se me exige informarte que he consultado un modelo hipotético, tomado de tus registros numénicos, que describe cómo serías ser después que se abra esta caja. Esa versión de ti desearía, con todo énfasis, que abrieras la caja y aceptaras estos recuerdos. Ella lo consideró un asunto muy importante, así que probablemente tú lo verás igual.
—¿Cuan importante?
—Quizá lo creas necesario para conservar tu matrimonio, tu fortuna, tu felicidad… y tu vida tal como la conoces.
Tardó un instante en prepararse.
—De acuerdo. Acepto. Muéstrame lo peor.
Volvió a hundirse en la piscina. El ensamblador microscópico espesó las aguas, construyó relés en su cuello y su cráneo, estableció contacto con interfaces que conducían a los neurocircuitos de Dafne.
El recuerdo tenía menos de un mes. Ella estaba en lo profundo del sueño, en la Mansión Radamanto. A un costado, altas ventanas permitían que la roja luz del poniente atravesara un corredor sombrío para iluminar los paneles superiores de la pared de enfrente. Allí no colgaba ningún retrato; la luz del sol habría blanqueado los pigmentos. En cambio, una repisa alta sostenía una hilera de urnas de bronce con arabescos, cubiertas por una pátina opaca. Parecían urnas funerarias, y Dafne se preguntó por qué no las había visto antes.
Todo lo demás era sombra en la luz moribunda. En el otro extremo de la sala, la única mancha de color estaba en los penachos desleídos, inmóviles y polvorientos que coronaban los yelmos de ojos vacíos de las barrocas armaduras que custodiaban la puerta.
Fue hasta la puerta con pasos suaves y vacilantes. Todo estaba a oscuras y en silencio. Las hojas de las puertas se abrieron calladamente apenas las tocó.
Una luz roja y saltarina brillaba en la rendija. Se oía una algarabía de alarmas, sirenas, explosiones, alaridos. Dafne avanzó, entornando los ojos, cubriéndose el rostro con el brazo para protegerse del calor. Olió a carne quemada.
Una galería de supermetal transadamantino se extendía hasta el infinito. El techo era más ancho que el suelo, de modo que las ventanas o pantallas que cubrían las paredes descendían oblicuamente, y mostraban un mar de incandescencia hirviente. Remolinos de materia turbulenta y más oscura agitaban y desgarraban ese mar; y de esas manchas se elevaban arcos flamígeros, intolerablemente brillantes, que ascendían sin fin a un vacío negro.
Dafne vio que las líneas de perspectiva de la galería menguaban hasta desaparecer en línea recta, como trazadas por una regla de geómetra, sin curvas ni deflexiones; asimismo, el horizonte de la tormenta infinita que rugía fuera de las ventanas estaba mucho más lejos que el horizonte que permitiría cualquier planeta del tamaño de la Tierra.
A sus espaldas oyó un jadeo de dolor, entre alarido y carcajada. Se volvió. Esta galería se juntaba con varias otras en una amplia rotonda donde sistemas de controles encimados daban sobre hileras de ventanas en las que la tormenta flamígera se veía desde muchos ángulos y direcciones, presentada según varios modelos, titilando con múltiples capas de interpretación.
En el suelo de la rotonda se derretían enormes cubos de maquinaria que Dafne no reconoció; a través de brechas y agujeros de labios rojos en el blindaje, erupcionaban embudos blancos de aire incandescente. Había dardos de luz y chispas, pero no llamas; todo lo que había sido inflamable estaba consumido. En el centro de la rotonda, en la cima del ardiente zigurat de maquinaria, sangrando por las fisuras donde se había derretido el material ablativo de su armadura, Helión estaba sentado en un trono. El visor transparente del yelmo mostraba que la mitad derecha de la cara estaba calcinada hasta el hueso. El ojo derecho había desaparecido; un tejido negro y agrietado cubría la mejilla y la frente. Los procesadores médicos del yelmo sostenían el rostro de Helión con grapas y tubos, o gotas reptantes de nanomaquinaria biótica.