La fortaleza (2 page)

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Authors: F. Paul Wilson

Tags: #Terror

BOOK: La fortaleza
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Pido reubicación inmediata.

Algo está asesinando a mis hombres.

Era un mensaje perturbador. Conoció a Woermann durante la Gran Guerra y siempre lo catalogó como uno de los hombres más recios que existían. Y ahora, en una nueva guerra, como oficial de la Reichswehr, Woermann se había negado en repetidas ocasiones a unirse al Partido, a pesar de la implacable presión. No era un hombre que abandonara una posición, ya fuera estratégica o de otro tipo, una vez asumida. Algo debía estar muy mal como para que pidiera la reubicación.

Lo que molestaba aún más a Kaempffer era la elección de palabras. Woermann era inteligente y preciso. Sabía que su mensaje pasaría por muchas manos a lo largo de su ruta de transcripción y de codificación e intentó hacerle llegar algo al Alto Comando, sin entrar en detalles.

Pero ¿qué? La palabra «asesinando» implicaba a un agente humano con un propósito determinado. ¿Por qué, entonces, lo había precedido con la palabra «algo»? Una cosa —un animal, una toxina, un desastre natural— podían matar, pero no asesinar.

—Estoy seguro de que no tengo que decirte que, debido a que Rumania es un Estado aliado más que un territorio ocupado, se requerirá una cierta dosis de sutileza.

—Estoy bastante consciente de eso.

También se necesitaría una determinante sutileza al manejar a Woermann. Kaempffer tenía una vieja cuenta que arreglar con él.

Hossbach trató de sonreír, pero a Kaempffer el intento le pareció más un gesto lujurioso.

—Todos nosotros en la RSHA, incluso hasta el general Heydrich, estaremos muy interesados en ver cómo te va con esto… antes de que te desplaces hacia la tarea más grande en Ploiesti.

El énfasis en la palabra «antes», y la breve pausa que la precedió, no se le escaparon a Kaempffer. Hossbach iba a convertir este pequeño viaje a los Alpes en una prueba de fuego. Se suponía que Kaempffer debía estar en Ploiesti en una semana; si no podía manejar el problema de Woermann con la suficiente prontitud, entonces tal vez se supondría que no era el hombre adecuado para dirigir el campo de reubicación de Ploiesti. No habría escasez de candidatos para ocupar su lugar.

Espoleado por una repentina sensación de urgencia, se levantó y se puso el abrigo y la gorra.

—No preveo ningún problema. Partiré de inmediato con dos escuadrones de einsatzkommandos. Si se puede arreglar el transporte aéreo y las adecuadas conexiones por tren, podremos estar allí esta tarde.

—¡Excelente! —exclamó Hossbach devolviéndole, el saludo.

—Dos escuadrones deben ser suficientes para encargarse de unos cuantos guerrilleros. —Se volvió y caminó hacia la puerta.

—Será más que suficiente, estoy seguro.

El SS-Sturmbannführer Kaempffer no oyó la frase de despedida de su superior. Otras palabras llenaban su mente:
«Algo está asesinando a mis hombres».

Paso Dinu, Rumania

28 de abril, 1941.

13:22 horas

El capitán Klaus Woermann caminó hasta la ventana sur de su cuarto en la torre de la fortaleza y escupió un líquido blanco en el aire.

Leche de cabra,
¡gah!
Estaba bien para hacer queso, pero no para bebería.

Mientras miraba disiparse el líquido en una nube de gotas blancas que caían como plomo por los treinta metros hasta las rocas situadas abajo, Woermann deseaba un rebosante tarro de buena cerveza alemana. Lo único que anhelaba más que la cerveza, era salir de esta antesala del infierno.

Pero eso no iba a suceder. Todavía no. Enderezó los hombros en un gesto típicamente prusiano. Era más alto que el promedio y tenia una robusta constitución que alguna vez sostuvo más músculo, pero que ahora tendía a ser fláccida. Su oscuro cabello café se le estaba cayendo; tenía los ojos separados, igualmente café, y una boca capaz de mostrar una gran sonrisa cuando era apropiado. Su camisola gris la llevaba abierta hasta la cintura, permitiendo que su pequeña barriga sobresaliera. Le dio unos golpecitos. Demasiadas salchichas. Cuando se sentía frustrado o insatisfecho, tendía a comer bocadillos entre comidas, generalmente en una salchichonería. Entre más frustrado e insatisfecho se encontraba, más comía. Se estaba poniendo gordo.

La mirada de Woermann se posó en la pequeña aldea rumana situada al otro lado de la cañada, calentándose en la tarde, iluminada por el sol, pacífica, a un mundo de distancia. Alejándose de la ventana, se volvió y caminó a través del cuarto revestido con bloques de piedra, muchos de ellos incrustados con unas peculiares cruces de latón y níquel. Para ser exacto, existían cuarenta y nueve cruces en este cuarto. Las había contado numerosas veces en los últimos tres o cuatro días. Caminó más allá de un caballete que sostenía una pintura recién terminada, y más allá de un desordenado escritorio provisional, hasta la ventana opuesta, la que daba hacia el pequeño patio de la fortaleza.

Abajo, los hombres de su comando que no estaban en servicio formaban grupos pequeños, algunos hablaban en voz baja, la mayoría permanecían silenciosos y hoscos y todos evitaban las sombras que se extendían. Se aproximaba otra noche. Otro de ellos moriría.

Un hombre, sentado solo en una esquina, tallaba febrilmente. Woermann miró el pedazo de madera que adquiría forma en las manos del escultor: era una burda cruz. ¡Como si no hubiera suficientes cruces alrededor!

Los hombres estaban asustados. Y él también. Se suscitó un gran giro en menos de una semana. Recordaba su marcha a través de las puertas de la fortaleza, como orgullosos soldados de la Wehrmacht, de un ejército que alguna vez conquistó Polonia, Dinamarca, Noruega, Holanda y Bélgica; y luego, después de barrer los restos de la Armada británica hacia el mar en Dunquerque, continuó hasta Francia en treinta y nueve días. Y apenas este mes, Yugoslavia había sido tomada en doce días y Grecia en sólo veintiuno, contando desde ayer. Nada podía enfrentarse a ellos. Habían nacido vencedores.

Pero eso fue la semana pasada. Era sorprendente lo que seis muertes horribles podían hacerle a los conquistadores del mundo. Lo preocupaba. Durante la semana anterior, el mundo se había estrechado hasta que ya no existía nada para él y sus hombres que estuviera más allá de este castillo subdesarrollado, de esta tumba de piedra. Se enfrentaban a algo que desafiaba todos sus esfuerzos por detenerlo, que mataba y desaparecía, sólo para regresar a asesinar de nuevo. Estaban descorazonados…

Ellos
… Woermann se dio cuenta de que no se incluyó entre ellos durante algún tiempo. La pelea se le había salido del corazón allá en Polonia, cerca del pueblo de Posnan… después de que la SS había llegado y él vio el destino de esos «indeseables» que quedaban en el velorio de la Wehrmacht victoriosa. Había protestado. Como resultado no presenció ningún combate posterior desde entonces. Daba lo mismo. Había perdido todo el orgullo ese día al pensar en sí mismo como uno de los conquistadores del mundo.

Se alejó de la ventana y regresó al escritorio. Se detuvo junto a él, absorto en las fotografías enmarcadas de su esposa y sus dos hijos, y contempló el mensaje descifrado que estaba allí.

SS-Sturmbannführer Kaempffer llega hoy con destacamento de eisatzkommandos. Mantenga actual posición.

¿Por qué un mayor de la SS? Esta era una posición regular del ejército. Hasta donde él sabía, la SS no tenía nada que ver con él, con la fortaleza o con Rumania. Pero había tantas cosas que no podía entender sobre esta guerra… ¡Y Kaempffer, de todas las personas! Un soldado corrupto, pero sin duda un hombre ejemplar de la SS. ¿Por qué aquí? ¿Y por qué con einsatzkommandos? Eran escuadrones de exterminio. Soldados sin cerebro. Músculos de los campos de concentración. Especialistas en matar civiles desarmados. Había sido testigo de su trabajo fuera de Posnan. ¿Por qué venían aquí?

Civiles desarmados… las palabras persistían y, mientras lo hacían, una sonrisa se deslizó lentamente por las comisuras de su boca, dejando sus ojos intactos.

Bueno, que venga la SS. Woermann se hallaba ahora convencido de que había una especie de civil desarmado en la raíz de todas las muerte en la fortaleza. Pero no el tipo desvalido y asustado al que estaba acostumbrada la SS. Que vengan. Que prueben el miedo que tanto les gusta esparcir. Déjenlos creer en lo increíble.

Woermann creía. Una semana antes se hubiera reído ante la idea. Pero ahora, cuanto más se acercaba el sol al horizonte, más firmemente creía… y temía.

Todo en una semana. Hubo preguntas sin respuesta cuando llegaron por primera vez a la fortaleza, pero no hubo miedo. Una semana. ¿Eso era todo? Parecía que habían transcurrido eras desde cuando puso los ojos en la fortaleza…

1

E
N
R
ESUMEN
: El complejo de refinación de Ploiesti tiene una protección natural relativamente buena al norte. El paso Dinu a través de los Alpes transilvanos ofrece sólo una amenaza por tierra, aunque de pequeñas proporciones. Como se detalla en otra parte del informe, la población esparcida y las condiciones climáticas de primavera en el paso, hacen que teóricamente sea posible que una considerable fuerza armada penetre sin ser detectada desde las estepas rusas del sudoeste, por las colinas al pie de los Cárpatos y a través del paso Dinu, para emerger de las montañas a escasos cuarenta kilómetros al noroeste de Ploiesti con sólo las planicies entre ella y los campos petroleros.

Debido a la naturaleza crucial del petróleo suministrado por Ploiesti, se recomienda que hasta que la operación Barbarrosa sea completamente operativa, una pequeña fuerza de vigilancia se sitúe en el paso Dinu. Como se menciona en la parte central del informe, hay una vieja fortificación a mitad del paso, que podría servir adecuadamente como base centinela.

ANÁLISIS DE LA DEFENSA PARA PLOIESTI, RUMANIA

Remitido al Reichwehr Alto Mando, 10 de abril 1941.

Paso Dinu, Rumania

Martes, 22 de abril

12:08 horas

No hay nada como un día largo aquí, sin importar la época del año, pensó Woermann al mirar las escarpadas paredes de las montañas que fácilmente medían trescientos metros de altura a cada lado del paso. El sol tenía que trazar un arco de treinta grados antes de poder asomarse por la pared del Este y tenía que viajar sólo noventa grados en el cielo antes de perderse de vista otra vez.

Los costados del paso Dinu eran extraordinariamente inclinados, tan verticales como puede ser la pared de una montaña sin desequilibrarse y venirse abajo; era una extensión desierta de losas duras y dentadas, con bordes angostos y pendientes escarpadas, aliviada ocasionalmente por variedades cónicas de pizarra frágil. Café y gris, barro y granito eran los colores, entremezclados con manchas de verde. Había árboles enanos, desnudos ahora a principios de la primavera, con los troncos retorcidos y doblados por el viento, que colgaban precariamente gracias a sus tenaces raíces que de algún modo encontraron sitios débiles en la roca. Colgaban como montañeses exhaustos, demasiado cansados para subir o bajar.

Detrás de su carro de comandante, Woermann podía oír el rumor de los dos autos plataforma que transportaban a sus hombres y, atrás de ellos, el rechinido del camión de provisiones que llevaba la comida y las armas. Los cuatro vehículos se arrastraban a lo largo de la pared occidental del paso, donde una capa natural de roca había sido usada como camino durante años. Comparado con los pasos de las montañas, el de Dinu era angosto, promediando sólo ochocientos metros de ancho a lo largo de su curso serpentino a través de los Alpes transilvanos, el área más inexplorada de Europa. Woermann miró largamente el suelo del paso que estaba setenta metros abajo a su derecha. Era suave y verde y tenía un sendero en el centro. Hubiera sido un viaje más corto y suave hasta aquí, pero sus órdenes le advertían que su destino era inaccesible para los vehículos con ruedas desde el suelo del paso. Tenían que seguir por el camino de la colina.

—¿Camino? —resopló Woermann. Este no era un camino. Lo hubiera clasificado como un sendero o, con más propiedad, un arrecife. Aparentemente, los rumanos de estos rumbos no creían en el motor de combustión interna y no habían previsto el paso de vehículos que lo utilizaran.

El sol desapareció súbitamente; hubo un trueno, el destello de un relámpago y entonces comenzó a llover de nuevo. Woermann maldijo. Otra tormenta. El clima aquí era enloquecedor. Los chubascos se precipitaban repetidamente entre las paredes del paso, esparciendo relámpagos en todas direcciones, amenazando con hacer caer las montañas por los truenos y vertiendo la lluvia en torrentes, como si trataran de quitarse un lastre para poder elevarse sobre las cumbres escarpadas. Y luego se irían tan abruptamente como habían llegado. Como éste.

¿Por qué querría alguien vivir aquí?, se preguntaba. Las cosechas crecían pobres, rindiendo apenas para la subsistencia y un poco más. Las cabras y las ovejas parecían estar bastante bien, creciendo en los ásperos pastos de abajo y en el agua clara que brotaba de las montañas. Pero ¿por qué escoger un lugar como éste para vivir?

Woermann vio la fortaleza por primera vez mientras la columna atravesaba un pequeño rebaño de cabras que estaban apiñadas en una curva particularmente cerrada del sendero. De inmediato sintió que había algo extraño en ella, pero era una anomalía benigna. Estaba diseñada como castillo, aunque no se le podía clasificar así por su pequeño tamaño. De manera que era llamada fortaleza. No tenía nombre y eso era peculiar. Supuestamente contaba con siglos de antigüedad y, sin embargo, se veía como si la última piedra hubiera sido colocada en su lugar apenas ayer. De hecho, su reacción inicial fue pensar que habían dado una vuelta incorrecta en algún lugar. Ésta no podía ser la fortificación abandonada, de quinientos años, que iban a ocupar.

Detuvo la columna y revisó el mapa confirmando que efectivamente éste iba a ser su nuevo puesto de comando. Miró de nuevo la estructura, examinándola.

Siglos antes, una enorme losa de piedra plana se había desprendido de la pared occidental del paso. A su alrededor se veía una profunda cañada a través de la cual fluía un arroyo helado que parecía brotar del interior de la montaña. La fortaleza estaba en esa losa. Sus paredes eran pulidas, tal vez de 60 metros de altura, hechas con bloques de granito que se fundían sin bordes en el costado montañoso situado tras ellas; era el trabajo del hombre que de algún modo estaba en concordancia con el de la naturaleza. Pero el rasgo más notable de la pequeña fortaleza era la torre solitaria que formaba su extremo principal: tenía el techo plano, sobresaliendo por lo menos 220 metros de su parapeto escalonado hacia la rocosa cañada de abajo. Esa era la fortaleza. Una prolongación de una época diferente. Una visión bienvenida que aseguraba un lugar seco para vivir durante su vigilancia en el paso.

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