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Authors: F. Paul Wilson

Tags: #Terror

La fortaleza (6 page)

BOOK: La fortaleza
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Completamente asustado, Grunstadt tiró del cinturón hasta que los pies de Lutz estuvieron a su alcance. Entonces tomó ambas botas y jaló a Lutz hasta el corredor.

Cuando Grunstadt vio lo que había extraído del pasadizo, comenzó a gritar. El sonido rebotó de un lado a otro del corredor del sótano, reverberando y subiendo de volumen hasta que las mismas paredes comenzaron a sacudirse.

Intimidado por el sonido amplificado de su propio terror, Grunstadt se detuvo transfigurado mientras la pared por la que su amigo se arrastrara se hinchó y pequeñas grietas comenzaron a aparecer en las orillas de los bloques de granito. Una ancha hendedura surgió del espacio dejado por la piedra que habían quitado. Las pocas diminutas luces situadas a lo largo del corredor comenzaron a extinguirse y, cuando casi estaban apagadas, la pared estalló, abriéndose con un temblor convulsivo, bañando a Grunstadt con pedazos de piedra fragmentada y liberando algo inconcebiblemente negro que saltó y lo envolvió con un solo movimiento rápido y suave.

El horror había comenzado.

3

Tavira, Portugal

Miércoles, 23 de abril

02:35 horas (Tiempo de Greenwich)

El hombre pelirrojo se encontró súbitamente despierto. El sueño se le había caído como una capa suelta y en un principio no supo por qué. Fue un día difícil, de redes sucias y mares fragosos; y después de llegar a casa a la hora usual, debió haber dormido hasta la primera luz. Sin embargo, ahora, después de sólo unas pocas horas, estaba despierto y alerta. ¿Por qué?

Y entonces lo supo.

Con la cara ceñuda golpeó con el puño una vez, dos veces, la fría arena que rodeaba el marco de madera bajo su cama. Había enojo en sus movimientos y una cierta resignación. Esperó que este momento no llegara nunca; una y otra vez se dijo que nunca llegaría. Pero ahora que estaba aquí se dio cuenta de que siempre debió ser inevitable.

Se levantó de la cama y, vestido sólo con calzoncillos, empezó a recorrer el cuarto. Tenía facciones suaves, pero el tinte oliváceo de su piel chocaba con el rojo de su cabello; sus hombros con cicatrices eran anchos y la cintura angosta. Se movía con gracia felina en el interior de la pequeña choza, arrancando las prendas de vestir de los ganchos colocados en las paredes, los artículos personales que tenía sobre la mesa junto a la puerta, mientras planeaba mentalmente la ruta de su viaje a Rumania. Cuando hubo reunido lo que quería, arrojó todo sobre la cama y lo enrolló en una manta roja, atándola con cuerdas en ambos extremos.

Después de ponerse una chaqueta y unos pantalones flojos, cargó la manta enrollada sobre el hombro, tomó una pala corta y salió al aire nocturno, frío, salado y sin luna. Sobre las dunas, el Atlántico siseaba y rugía contra la playa. Caminó hacia el lado de la tierra de la duna más cercana a su cabaña y comenzó a cavar. A un poco más de un metro de profundidad, la pala chocó contra algo sólido. El hombre pelirrojo se arrodilló y comenzó a excavar con las manos. Unos cuantos movimientos rápidos y fieros lo hicieron llegar hasta un estuche largo, angosto y envuelto en piel aceitada que jaló y sacó del agujero. Medía poco más de metro y medio de largo, quizá veinticinco centímetros de ancho y sólo dos y medio de espesor. Se detuvo con los hombros caídos mientras sostenía el estuche con las manos. Casi había llegado a creer que nunca tendría que abrirlo de nuevo. Poniéndolo a un lado, excavó más y sacó un pesado cinturón de dinero, envuelto también en piel aceitada.

El cinturón fue a dar bajo su camisa, alrededor de su cintura, y se colocó el largo y plano estuche bajo el brazo. Con la brisa playera revolviéndole el cabello, caminó hacia la duna en la que Sánchez guardaba su bote, alto en la arena y atado a un pilote como prueba contra la inverosímil probabilidad de que fuera arrastrado por una marejada fenomenal. Sánchez era un hombre cuidadoso. Un buen jefe. El pelirrojo había disfrutado el trabajar para él.

Revolviendo el compartimiento delantero del bote, retiró las redes y las arrojó a la arena. Luego, sacó la caja de madera que guardaba las herramientas y los avíos de pesca. La caja fue a reunirse con las redes en la arena, pero antes extrajo un martillo y un clavo de su revuelto contenido. Caminó hacia el pilote de Sánchez, sacando de su cinturón cuatro monedas de oro austríacas de cien kronen. Había muchas otras monedas de oro en el cinturón, de diferentes tamaños y países: chevronets rusos de diez rublos, piezas austríacas de cien chelines, ducados checos, dobles águilas norteamericanas y más. Tendría que depender fuertemente de la aceptación universal del oro para poder recorrer el Mediterráneo en tiempo de guerra.

Con dos rápidos y poderosos golpes del martillo, clavó las cuatro monedas en el pilote. Le comprarían un nuevo bote a Sánchez. Uno mejor.

Desató la cuerda del pilote y arrastró el bote hasta el tranquilo oleaje, saltó al interior y tomó los remos. Cuando hubo remado más allá de los rompientes e izado la única vela hasta la punta del mástil, volvió la proa al este, hacia Gibraltar, que no estaba demasiado lejos, y se permitió un último vistazo sobre la pequeña aldea de pescadores iluminada por las estrellas en el extremo sur de Portugal, que fuera su hogar durante los últimos años. No había sido fácil ganarse su confianza. Estos aldeanos jamás lo hubieran aceptado como a uno de los suyos y nunca lo harían, pero lo aceptaron como a un buen trabajador. Respetaban eso. El trabajo había cumplido su propósito dejándolo delgado y con los músculos fuertes otra vez, después de demasiados años de vida suave de la ciudad. Había hecho amigos, pero no muy cercanos. Ninguno del que no pudiera alejarse.

La vida aquí era dura y, no obstante, él hubiera trabajado doblemente duro para poder quedarse, en lugar de ir a donde debía y enfrentarse a lo que debía. Sus manos se abrían y se cerraban tensamente ante la idea de la confrontación que le esperaba. Pero no había nadie más que pudiera ir. Sólo él.

No podía demorarse. Tenía que llegar a Rumania tan rápido como fuera posible y viajar la longitud total del Mar Mediterráneo, unos tres mil setecientos kilómetros, para llegar allí.

En el recientemente perturbado rincón de su mente estaba la comprensión de que podía no llegar a tiempo. De que tal vez ya fuera demasiado tarde… lo que era una posibilidad tremendamente horrible de contemplar.

4

La Fortaleza

Miércoles, 23 de abril

04:35 horas

Woermann despertó temblando y sudando en el mismo instante que todos los demás en la fortaleza. No fue el aullido prolongado y repetido de Grunstadt lo que lo provocó, ya que Woermann estaba demasiado lejos como para oír el sonido. Algo más lo había arrancado de su sueño, jadeando por el terror… la sensación de que algo estaba terriblemente mal.

Después de un momento de confusión, encogió los hombros dentro de su camisola y calzoncillos y bajó los escalones hasta la base de la torre. Los hombres estaban comenzando a salir de sus cuartos hacia el patio mientras él llegaba, reuniéndose en grupos tensos que murmuraban y escuchaban el aullido aterrador que parecía salir de todas partes. Dirigió a tres hombres hacia el arco que llevaba a las escaleras del sótano. Acababa de llegar a la parte superior de las escaleras cuando dos de ellos reaparecieron, pálidos, con los labios tensos y temblando.

—¡Hay un nombre muerto allá abajo! —exclamó uno.

—¿Quién es? —preguntó Woermann abriéndose paso entre ellos y comenzando a bajar los escalones.

—Creo que es Lutz, pero no estoy seguro. ¡No tiene cabeza!

Un cadáver uniformado lo esperaba en el corredor central. Yacía sobre el estómago, semicubierto por fragmentos de piedra. Decapitado. Pero la cabeza no había sido cortada como con una guillotina o de un hachazo, sino arrancada, dejando muñones de arterias y una vértebra retorcida sobresaliendo por la orilla mellada de la piel del cuello. El soldado había sido raso, eso fue todo lo que pudo deducir a primera vista. Un segundo soldado estaba sentado cerca, con los grandes, desviados y fijos ojos clavados en el agujero en la pared situada enfrente de él. Mientras Woermann miraba, el segundo soldado se estremeció y emitió un fuerte, largo y fluctuante sonido que erizó los cabellos de la nuca de Woermann.

—¿Qué pasó aquí, soldado? —preguntó Woermann, pero el soldado no reaccionó. Woermann lo tomó del hombro y lo sacudió, mas no había ningún signo en sus ojos de que supiera siquiera que su comandante estaba allí. Parecía haberse replegado en sí mismo, dejando afuera al resto del mundo.

Los demás hombres avanzaron poco a poco por el corredor para ver qué sucedió. Endureciéndose, Woermann se inclinó sobre la figura sin cabeza y revisó sus bolsillos. La billetera tenia una credencial de identificación del soldado Hans Lutz. Había visto antes hombres muertos, víctimas de la guerra, pero esto era diferente. Esto lo enfermaba de un modo que los otros no habían podido hacerlo. Las muertes en el campo de batalla eran en su mayoría impersonales, ésta no. Ésta era una muerte horrible y mutilante por sus propios motivos. En el fondo de su mente yacía la pregunta: ¿Es esto lo que pasa cuando estropeas una cruz aquí en la fortaleza?

Oster llegó con una lámpara. Cuando estuvo prendida, Woermann la sostuvo frente a él y cautelosamente se introdujo al gran agujero en la pared. La luz rebotaba en las paredes desnudas. Su aliento formaba volutas blancas en el aire, que se alejaban flotando detrás de él. Hacía frío, más frío del que debería hacer, con un olor a humedad y algo más… un rastro de putrefacción que lo hizo desear regresar. Pero los hombres estaban mirando.

Siguió la fría corriente de aire hasta su origen: un gran agujero desigual en el suelo. La piedra que se hallaba allí había caído aparentemente cuando la pared se derrumbó. Abajo se veía una negrura como de tinta. Woermann sostuvo la lámpara sobre la abertura. Unos escalones de piedra, regados con fragmentos del piso derrumbado, conducía abajo. Un fragmento de piedra en particular se veía más esférico que los demás. Bajó la lámpara para ver mejor y ahogó un grito cuando vio lo que era. La cabeza del soldado Hans Lutz, con los ojos abiertos y la boca ensangrentada, lo contemplaba.

5

Bucarest, Rumania

Miércoles, 23 de abril

04:55 horas

A Magda no se le había ocurrido preguntarse sobre sus acciones hasta que escuchó la voz de su padre llamándola:

—¡Magda!

Levantó la vista y miró su cara en el espejo que descansaba sobre el vestidor. Tenía el cabello suelto, como una brillante cascada café oscuro que se esparcía sobre sus hombros y caía por su espalda. Estaba desacostumbrada a verse así. Por lo general, su cabello lo llevaba apretadamente enrollado bajo su pañuelo, oculto en su totalidad, salvo por unas cuantas hebras reacias. Nunca se lo dejaba suelto durante el día.

Sufrió un instante de confusión: ¿Qué día era? ¿Y qué hora? Magda miró el reloj. Cinco minutos para las cinco. ¡Era imposible! Había estado despierta por quince o veinte minutos. Debió haberse detenido durante la noche. Sin embargo, cuando lo levantó pudo sentir que funcionaba normal. Era extraño…

Dos rápidos pasos la llevaron hasta la ventana que estaba al otro lado del vestidor. Una mirada detrás de la densa sombra le reveló una oscura y callada Bucarest, dormida todavía.

Magda se miró y vio que todavía llevaba puesto el camisón. El de franela azul que era apretado en la garganta y las mangas, pero suelto hasta el suelo. Sus senos, aunque no eran grandes, se proyectaban sin recato bajo el suave y pesado tejido, libres de las prendas de ropa interior que los aprisionaban durante el día. Rápidamente dobló los brazos sobre ellos.

Magda era un misterio para la comunidad. A pesar de sus suaves y apacibles facciones, de su delicada y pálida piel y grandes ojos café, permanecía soltera a los treinta y un años. Magda la escolar, la hija devota, la enfermera. Magda la solterona, aunque muchas mujeres casadas le envidiarían la forma y textura de esos senos: frescos, sin marcas, no amamantados, intactos por otra mano que no fuera la suya. Magda no sentía deseos de alterar eso.

La voz de su padre irrumpió en su ensueño:

—¡Magda! ¿Qué estás haciendo?

Miró la maleta a medio llenar que estaba en la cama y las palabras llegaron espontáneas a su mente:

—¡Empacando algunas ropas abrigadas, papá!

—Ven acá para no despertar al resto del edificio con mis gritos —pidió su padre después de una breve pausa.

Magda caminó rápidamente a través de la oscuridad hasta donde su padre yacía. Le tomó unos cuantos pasos. Su apartamento al nivel de la calle consistía en cuatro habitaciones; dos recámaras juntas, una pequeña cocina con estufa de leña y un cuarto ligeramente más grande, que funcionaba como recibidor, sala, comedor y estudio. Ella extrañaba penosamente su vieja casa, pero habían tenido que mudarse aquí hacía seis meses, para sacar el mayor provecho de sus ahorros, vendiendo los muebles que no se adaptaban. Habían fijado la
mezuzah
de la familia en el interior de la puerta del apartamento, en lugar de ponerla en el exterior. Eso parecía inteligente considerando la índole de los tiempos.

Uno de los amigos gitanos de su padre esculpió un pequeño círculo
patrin
en la superficie exterior de la puerta. Significaba «amigo».

La pequeña lámpara en la mesita de noche que se hallaba a la derecha de la cama de su padre estaba encendida y una silla de ruedas de respaldo alto permanecía vacía en el lado izquierdo de la cama. Su padre yacía presionado entre los blancos cobertores de la cama como si fuera una flor marchita doblada entre las páginas de una libreta de notas. Levantó una mano retorcida, envuelta en algodón como siempre, e hizo una seña, respingando por el dolor que le causaba ese simple movimiento. Magda le tomó la mano mientras se sentaba junto a él, dándole masaje a los dedos y escondiendo el dolor que le causaba verlo desvanecerse cada día más.

—¿Qué es esto sobre empacar? —preguntó él con los ojos brillantes en la tensa y lívida piel de su cara. Forzó la vista, mirándola. Sus anteojos estaban sobre la mesa de noche y sin ellos resultaba virtualmente ciego—. Nunca me dijiste nada sobre que te ibas.

—Ambos nos vamos —rectificó ella, sonriendo.

—¿A dónde?

Magda sintió que su sonrisa vacilaba mientras la confusión la invadía otra vez. ¿A dónde iban? Se dio cuenta de que no tenía una idea fija, sólo una vaga impresión de picos nevados y vientos helados.

BOOK: La fortaleza
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