—A los Alpes, papá.
Los labios de su padre se abrieron en una sonrisa amplia que amenazaba con agrietar la piel apergaminada, estirada muy tensamente sobre sus huesos faciales.
—Debes haber estado soñando, querida. No vamos a ningún lado. Yo seguramente no viajaré lejos, nunca más. Fue un sueño. Un bonito sueño, pero eso es todo. Olvídalo y regresa a dormir.
Magda frunció el ceño ante la abrumada resignación que observaba en la voz de su padre. Siempre había sido un luchador. Su enfermedad le estaba robando más que la fuerza. Pero ahora no era el momento de discutir con él. Le dio unos golpecitos en el dorso de la mano y buscó el cordón de la lámpara de noche.
—Creo que tienes razón. Fue un sueño —se despidió besándolo en la frente y apagó la luz, dejándolo en la oscuridad.
De regreso en su habitación, estudió la maleta parcialmente llena, que esperaba en la cama. Claro que había sido un sueño lo que la hizo pensar que irían a algún lado. ¿Qué más podía ser? Un viaje a cualquier lugar estaba fuera de toda consideración.
Sin embargo, la sensación persistía… una certeza total de que irían a algún sitio al norte, y pronto. No se suponía que los sueños dejaran impresiones tan definidas. Le producía una sensación extraña e incómoda… como si unos dedos diminutos estuvieran corriéndole por la piel de los brazos.
No podía sacudirse la certeza. Así que cerró la maleta y la metió bajo la cama, dejando las correas desabrochadas y la ropa adentro… ropa de abrigo, todavía hacía frío en los Alpes en esta época del año.
La Fortaleza
Miércoles, 23 de abril
06:22 horas
Pasaron horas antes de que Woermann pudiera sentarse con el sargento Oster para tomar una taza de café en el comedor. El soldado Grunstadt fue llevado a un cuarto y lo dejaron solo allí. Lo colocaron en su bolsa de dormir, después de que dos de sus compañeros soldados lo desnudaron y lavaron. Aparentemente había mojado y ensuciado su ropa antes de caer en el delirio.
—Hasta donde puedo imaginarlo, la pared se derrumbó, uno de esos grandes bloques de piedra debe haber caído en la parte de atrás de su cuello, arrancándole la cabeza —conjeturaba Oster.
Woermann percibió que Oster trataba de aparecer muy calmado y objetivo, pero en su interior estaba tan confuso e impresionado como todos los demás.
—Supongo que es tan buena explicación como cualquier otra, exceptuando un examen médico. Pero todavía no nos dice qué es lo que estaban buscando allí y no explica la condición de Grunstadt.
—Shock.
—Ese hombre ha estado en batalla —negó Woermann sacudiendo la cabeza—. Sé que ha visto cosas peores. No puedo aceptar que el shock sea la respuesta completa. Hay algo más.
Había llegado a su propia reconstrucción de los hechos de la noche anterior. El bloque de piedra con su cruz vandalizada de oro y plata, el cinturón alrededor del tobillo de Lutz, la grieta en la pared… todo indicaba que Lutz se debió arrastrar por la grieta esperando encontrar más oro y plata al final. Pero todo lo que había allí era un pequeño, vacío y cerrado cubículo… como una pequeña celda de prisión… o un escondite. No podía pensar en ninguna buena razón por la que debiera haber un espacio allí.
—Deben haber alterado el equilibrio de las piedras de la pared al quitar la de hasta abajo —reflexionó Oster—. Eso fue lo que causó el derrumbe.
—Lo dudo —replicó Woermann bebiendo su café para calentarse y estimularse—. El piso del sótano, sí: éste se debilitó y cayó al subsótano. Pero la pared del corredor… —Recordaba la forma en que las piedras estaban esparcidas en el lugar, como si hubieran sido voladas por una explosión. No podía explicar eso. Bajó su taza de café. Las explicaciones tendrían que esperar—. Vamos. Hay trabajo que hacer —ordenó. Se dirigió a sus aposentos mientras Oster iba a hacer la doble llamada por radio al puesto de defensa de Ploiesti. El sargento tenía instrucciones de informar del hecho como simplemente una muerte accidental.
El cielo estaba claro cuando Woermann se detuvo frente a la ventana posterior de sus aposentos y miró hacia el patio, todavía en sombras. La fortaleza había cambiado. Ahora se palpaba una inquietud en ella. Ayer, la fortaleza no se la consideraba más que como un viejo edificio de piedra. Ahora era más. Cada sombra parecía más profunda y oscura que antes, y siniestra de un modo insondable.
Culpaba de ello al malestar anterior al amanecer y al shock de la muerte que estaba tan al alcance de la mano. No obstante, cuando el sol conquistó las cimas de las montañas situadas en el extremo más alejado del paso, persiguiendo las sombras y entibiando las paredes de la fortaleza, Woermann tuvo la sensación de que la luz no podía desterrar lo que estaba mal. Sólo podía arrastrarlo bajo la superficie durante un tiempo.
También lo sentían los hombres. Podía ver eso. Pero se hallaba decidido a mantener sus espíritus en alto. Cuando llegó Alexandru esa mañana, lo mandó inmediatamente por un cargamento de madera. Tenían que hacer catres y mesas. Pronto la fortaleza estaría llena del saludable sonido de los martillos manejados por manos fuertes que pondrían clavos buenos en la madera curada. Caminó hacia la ventana que daba a la calzada. Sí, allí estaban Alexandru y sus hijos. Todo iba a salir bien.
Levantó la mirada hacia la pequeña aldea cruzada por la luz del sol que se vertía sobre las cimas de las montañas, cuya mitad superior estaba iluminada y la mitad inferior todavía en sombras. Sabía que tenía que pintar la aldea justo como la veía ahora. Retrocedió: la aldea, enmarcada por el monótono gris de la pared, brillaba como una joya. Eso sería… la aldea vista desde la ventana en la pared. Los contrastes lo atraían. Tenía la urgencia de colocar una tela y empezar inmediatamente. Pintaba mejor cuando estaba bajo tensión y amaba más pintar así, perdiéndose en la perspectiva y en la composición, en la luz y en la sombra, en el tinte y la textura.
El resto del día pasó rápidamente. Woermann supervisó la colocación de Lutz en el subsótano. El cuerpo y la cabeza separada fueron bajados a través de la abertura en el piso del sótano y cubiertos con una sábana en el sucio suelo de la caverna de abajo. La temperatura allí era fría casi hasta la congelación. No había señales de sabandijas y parecía ser el mejor lugar para almacenar un cadáver hasta más tarde en la semana, cuando pudieran hacerse los arreglos para enviarlo a casa.
Bajo circunstancias normales, Woermann habría estado tentado a explorar el subsótano, pues la caverna subterránea, con sus paredes brillantes y descansos oscuros, hubiera dado lugar a una pintura interesante. Pero no esta vez. Se dijo que hacía frío y que esperaría hasta el verano para hacer un trabajo adecuado. Pero eso no era cierto. Había algo en esta caverna que lo urgía a abandonarla tan pronto como fuera posible.
Se hizo aparente, mientras progresaba el día, que Grunstadt iba a ser un problema. No mostraba ninguna señal de mejoría. Se mantenía en cualquier posición que lo dejaran y miraba fijamente al espacio. Cada determinado tiempo se estremecía y gemía y ocasionalmente aullaba a todo pulmón. Se ensució otra vez. A este paso, sin comer y beber y sin el cuidado experto de una enfermera, no sobreviviría la semana. Grunstadt tendría que ser enviado junto con los restos de Lutz, si no salía de su extraña condición.
Woermann vigiló muy de cerca el estado de ánimo de sus hombres durante el día y quedó satisfecho con su respuesta a las tareas físicas que les ordenó. Trabajaron bien a pesar de la falta de sueño y de la muerte de Lutz. Todos conocieron a Lutz, sabían la clase de maquinador y conspirador que era, y que raramente llevaba a término la parte del trabajo que le correspondía. Parecía haber un consenso respecto a que él había provocado el accidente que le causó la muerte.
Woermann vio que no quedaba tiempo de lamentarse o de rumiar, aun para los pocos que tenían esas inclinaciones. Urgía organizar un sistema de letrinas, había que traer madera del poblado y construir mesas y sillas. Para cuando terminó la cena, pocos en el destacamento quisieron quedarse, aun para fumar un cigarrillo después de la comida. Todos los hombres, excepto los que estaban de guardia, se dirigieron a sus bolsas de dormir.
Woermann permitió un cambio en la guardia a fin de que los que vigilaban el patio cubrieran el corredor que llevaba al cuarto de Grunstadt. Por sus gritos y gemidos nadie podía pasar la noche a menos de treinta metros de él; pero Otto siempre había sido apreciado por sus compañeros y sentían la obligación de procurar que no se hiciera daño.
Cerca de la medianoche, Woermann se encontró despierto todavía, pese a su desesperado deseo de dormir. Con la oscuridad le llegó una sensación de presentimiento que le impedía relajarse. Finalmente sintió la urgencia de permanecer despierto y alerta y decidió recorrer los puestos de guardia para asegurarse de que los centinelas estuvieran despiertos.
Su recorrido lo llevó al corredor de Grunstadt y decidió verlo. Trató de imaginar qué pudo llevar al hombre a ensimismarse así. Miró a través de la puerta. En una esquina de la habitación habían dejado prendida una lámpara de queroseno con la llama baja. El soldado estaba en una de sus fases silenciosas, respirando rápidamente, sudando y lloriqueando. El sollozo era seguido regularmente por un aullido prolongado. Woermann quería estar lejos del pasillo cuando ocurriera. Era enervante oír que una voz humana emitiera un sonido así… con la voz tan cerca y la mente tan lejos.
Se hallaba al final del corredor y a punto de salir de nuevo al patio cuando llegó. Sólo que éste no era como los otros. Éste era un chillido, como si Grunstadt súbitamente hubiera despertado para encontrarse en el fuego o apuñalado por mil cuchillos. Esta vez había en el sonido una agonía tanto física como emocional. Y luego, se interrumpió, como si un radio hubiese sido desconectado a mitad de una canción.
Woermann se congeló durante un momento, con los músculos y nervios negándose a obedecer sus órdenes. Pero con un intenso esfuerzo se obligó a volverse y regresar al corredor. Irrumpió en la habitación. Estaba fría, más fría que un minuto antes, y la lámpara, apagada. Buscó un fósforo para encenderla de nuevo y luego se volvió hacia Grunstadt.
Muerto. Los ojos del hombre estaban abiertos, desorbitados hacia el techo; tenía la boca abierta y los labios estirados hacia atrás como si se hubieran congelado a la mitad de un grito de horror. Y su cuello… la garganta había sido desgarrada. Se veía sangre por toda la cama y salpicando las paredes.
Los reflejos de Woermann actuaron. Antes de saber siquiera lo que estaba haciendo, su mano sacó la Luger de la funda y sus ojos escudriñaron los rincones del cuarto buscando a quienquiera que hubiera hecho esto. Pero no pudo ver a nadie. Corrió hacia la angosta ventana, asomó la cabeza y miró las paredes de arriba abajo. No vio ninguna cuerda ni señal alguna de que alguien hubiese escapado. Metió la cabeza de nuevo a la habitación y miró otra vez a su alrededor. ¡Era imposible! Nadie había llegado por el corredor ni salido por la ventana. Y sin embargo, Grunstadt había sido asesinado.
El sonido de unos pasos que corrían interrumpió cualquier pensamiento posterior; eran los guardias que escucharon el grito y llegaban a investigar. Bien… Woermann tenía que admitirse a sí mismo que estaba aterrorizado. No hubiera soportado estar más tiempo en ese cuarto.
Jueves, 24 de abril
Después de comprobar que el cuerpo de Grunstadt fuera depositado junto al de Lutz, Woermann se aseguró de que sus hombres estuvieran ocupados durante todo el día, fabricando catres y mesas. Alimentaba la creencia de que había un grupo de partisanos antialemanes que trabajaban en el área. Pero encontró imposible convencerse, pues estuvo en el corredor cuando ocurrió el asesinato y sabía que no había forma de que el asesino hubiese pasado junto a él sin ser visto, a menos que pudiera volar o atravesar las paredes. Entonces, ¿cuál era la respuesta?
Anunció que habría doble cantidad de centinelas esta noche, con hombres extras apostados dentro y alrededor de las barracas para proteger a aquéllos que dormían.
Con el sonido insistente de los martillazos en el patio de abajo, Woermann se tomó un tiempo en la tarde para sacar una de sus telas. Comenzó a pintar. Tenía que hacer algo para sacar de su mente la horrible expresión de la cara de Grunstadt; y mezclar sus pigmentos hasta encontrar el color aproximado de la pared de su cuarto lo ayudaba a concentrarse. Decidió situar la ventana a la derecha del centro y luego se pasó la mayor parte de las dos horas del fin de la tarde embarrando la pintura y alisándola sobre la tela, dejando un área en blanco para la aldea que había visto a través de la ventana.
Esa noche durmió. Después de dormir con interrupciones la primera noche y no hacerlo en la segunda, de hecho su cuerpo exhausto se desplomó sobre la bolsa de dormir.
El soldado Rudy Schreck patrullaba cautelosa y diligentemente, manteniendo un ojo en Wehner, que se hallaba en el extremo más lejano del patio. Dos hombres hubieran parecido demasiado para un área tan pequeña, temprano en la mañana, pero mientras crecía la oscuridad y consolidaba su garra sobre la fortaleza, Schreck se encontró contento de tener a alguien al alcance del oído. Él y Wehner habían elaborado una rutina: ambos recorrerían el perímetro del patio a un brazo de distancia de la pared, siguiendo la dirección de las manecillas del reloj en extremos opuestos. Siempre estaban separados, pero significaba una mejor oportunidad de supervivencia.
Rudy Schreck no temía por su vida. Sí se sentía inquieto, pero no tenía miedo. Estaba despierto, alerta, llevaba un arma de repetición colgada al hombro y sabía cómo usarla, y cualquiera que hubiera matado anoche a Otto no tendría ninguna oportunidad contra él. No obstante, deseaba que hubiera más luz en el patio. Las bombillas esparcidas que derramaban desnudos charcos de brillantez aquí y allá, a lo largo de la periferia, no hacían nada por dispersar las tinieblas que lo cubrían todo. Las dos esquinas posteriores del patio eran pozos de negrura, especialmente oscuros.
La noche era fría. Para empeorar las cosas, la niebla se había colado a través de la puerta atrancada y colgaba en el aire a su alrededor, resplandeciendo en la superficie metálica de su casco, con gotas de rocío. Schreck se frotó los ojos con una mano. Estaba cansado. Realmente cansado de todo lo que tuviera que ver con el ejército. La guerra no era lo que pensó que sería. Cuando se alistó hacía dos años, tenía dieciocho y la cabeza llena de sueños de ruido y rabia, de grandes batallas y nobles victorias, de enormes ejércitos chocando en los campos de honor. Esa era la forma en la que siempre se describía en los libros de historia. Pero la guerra verdadera no había resultado así. La guerra real consistía principalmente en esperar. Y, por lo general, la espera era sucia, fría, desagradable y húmeda. Rudy Schreck se sentía harto de la guerra. Quería estar en su casa en Treysa. Allí estaban sus padres y también una muchacha llamada Eva que no le había escrito tan frecuentemente como solía hacerlo. Quería su propia vida de vuelta otra vez, una vida en la que no hubiera uniformes ni inspecciones, ni ejercicios militares, ni sargentos y tampoco oficiales. Y en las que no tuviera que hacer guardia.