Pero era extraña la forma en que parecía ser tan nueva.
Woermann asintió al hombre que estaba junto a él en el auto y comenzó a doblar el mapa. Se llamaba Oster y era el único sargento en el comando de Woermann. También suplía al chofer. Oster hizo una seña con la mano izquierda y el auto se movió hacia adelante con los otros tres vehículos siguiéndolo. El camino, o más bien el sendero, se ensanchaba al dar vuelta a la curva, llegando hasta un pequeño poblado anidado contra el costado de la montaña al sur de la fortaleza, justo al otro lado de la cañada.
Mientras seguían el sendero hacia el centro de la aldea, Woermann decidió reclasificarla también. Ésta no era una aldea en el sentido alemán, sino una colección de chozas con paredes de estuco y techos temblorosos, todas de un piso, exceptuando la situada en el extremo más al norte. Ésta estaba a la derecha y tenía un segundo piso y un letrero afuera. No leía rumano, pero tuvo la sensación de que se trataba de una especie de posada. Woermann no podía imaginar para qué necesitaban una posada. ¿Quién vendría aquí?
A unos treinta metros detrás de la aldea, el sendero terminaba en la orilla de la cañada. Desde allí, una calzada arbolada, sostenida por columnas de piedra, se extendía unos noventa metros sobre la cañada rocosa, proporcionando el único vínculo de la fortaleza con el mundo. El único otro modo de entrar era escalar sus lisas paredes de piedra desde abajo o deslizarse con una cuerda bajando unos trescientos metros por un costado, montañoso igualmente pulido.
El ojo militarmente entenado de Woermann evaluó de inmediato los valores estratégicos de la fortaleza, ira un excelente puesto de observación. Todo el paso Dinu se vería desde la torre y las paredes de la fortaleza; cincuenta hombres podrían detener a todo un batallón ruso. No es que éstos fueran a atravesar el paso Dinu, pero ¿quién era él para cuestionar al Alto Comando?
Dentro de Woermann había otro ojo que evaluaba la fortaleza a su manera. Era el ojo de un artista, de un amante del paisaje… ¿usar acuarelas o confiar en los pigmentos al óleo para captar ese rastro de la pensativa vigilancia? La única forma de averiguarlo sería utilizando ambos. Tendría bastante tiempo libre durante les próximos meses.
—Bueno, sargento —le preguntó a Oster mientras saltaban por la orilla de la calzada—, ¿qué piensa de su nuevo hogar?
—No mucho, señor.
—Acostúmbrese a él. Probablemente pasará el resto de la guerra aquí.
—Sí, señor.
Notando una rigidez poco característica en las respuestas de Oster, Woermann miró a su sargento, un hombre delgado y oscuro que tenía poco más de la mitad de la edad de Woermann.
—De todos modos, no queda ya mucha guerra, sargento. Llegaron noticias de que mientras partíamos, Yugoslavia se rindió.
—Señor, ¡debió decírnoslo! ¡Nos hubiera levantado el espíritu!
—¿Tanto necesitan que se les levante?
—Todos preferiríamos estar en Grecia en estos momentos, señor.
—No hay nada más que licor pesado, carne dura y danzas extrañas. No les gustaría.
—Por la
lucha
, señor.
—Oh, eso.
Woermann había notado el gracioso giro de su mente moviéndose más y más cerca de la superficie durante el último año. No era una cualidad envidiable en ningún oficial alemán y podía ser peligrosa para alguien que nunca se hubiera convertido en nazi. Pero era su única defensa contra su creciente frustración por el curso de la guerra y de su carrera. El sargento Oster no había estado con él el tiempo suficiente para darse cuenta de esto. Aunque lo aprendería a su tiempo.
—Para cuando llegue allí, sargento, la pelea habrá terminado. Espero que se rindan en el término de una semana.
—De todos modos, sentimos que estaríamos haciendo más por el Führer allí, que en estas montañas —replicó Oster.
—No debe olvidar que es la voluntad de su Führer que nos estacionemos aquí —le recordó Woermann. Notó con satisfacción que el «su» pasó desapercibido a Oster.
—Pero ¿por qué, señor? ¿Qué propósito cumplimos? —preguntó.
Woermann comenzó su discurso:
—El Alto Comando considera que el paso Dinu es el enlace de las estepas rusas a todos los campos petroleros por los que pasamos en Ploiesti. Si las relaciones entre Rusia y el Reich se deterioran alguna vez, los rusos podrían decidir lanzar un ataque subrepticio en Ploiesti. Y sin ese petróleo, la movilidad de la Wehrmacht se vería seriamente perjudicada.
Oster escuchó pacientemente a pesar del hecho de haber escuchado la explicación una docena de veces antes, y de que él mismo había dado una versión de la misma historia a los hombres de su destacamento. Sin embargo, Woermann sabía que no estaba convencido. No lo culpaba. Cualquier soldado razonablemente inteligente tendría preguntas que hacer. Oster había estado en el ejército el tiempo suficiente para saber que era altamente irregular situar a un veterano oficial a la cabeza de cuatro escuadrones de infantería sin un segundo oficial y luego asignar a todo el destacamento a un paso aislado en las montañas de un Estado aliado. Era un trabajo para un teniente novato.
—Pero los rusos tienen mucho petróleo propio, señor, y tenemos un tratado con ellos —replicó el sargento.
—¡Por supuesto! ¡Qué estúpido de mí haberlo olvidado! Un tratado. Nadie rompe ya los tratados.
—No cree que Stalin se atrevería a traicionar al Führer, ¿o sí?
Woermann reprimió la respuesta que se le vino a la mente: No si su Führer lo puede traicionar primero. Oster no comprendería. Como la mayoría de los miembros de la generación de la posguerra, había llegado a igualar los mejores intereses del pueblo alemán con la voluntad de Adolfo Hitler. Estada inspirado, inflamado por el hombre. Woermann se encontró con que él ya era demasiado viejo para tal apasionamiento. Había celebrado su cumpleaños número cuarenta y uno el mes anterior. Vio a Hitler trasladarse de las cervecerías a la Cancillería, y después a la calidad de Dios. Nunca le había gustado.
Era verdad que Hitler unificó otra vez al país y lo encaminó por el sendero de la victoria y el respeto propio, y era algo por lo que ningún alemán leal podía culparlo. Pero Woermann nunca había confiado en Hitler, en un austríaco que se rodeaba de todos esos bávaros, todos sureños. Ningún prusiano confiaría en un montón de sureños como ése. Había algo censurable en ellos. Lo que Woermann presenció en Posnan le mostraba cuan reprobable era.
—Diga a los hombres que salgan y se estiren —ordenó ignorando la última pregunta de Oster. De cualquier modo, había sido retórica—. Inspeccione la calzada para ver si soportará el peso de los vehículos mientras yo echo un vistazo al interior.
En tanto caminaba por la calzada, Woermann pensó que sus árboles se veían bastante vigorosos. Miró por encima del borde de rocas y el agua sonora que estaba en el fondo. Era un largo camino hacia abajo, por lo menos medía veinte metros. Sería mejor tener los autos plataforma y el camión de aprovisionamiento vacíos, exceptuando a los conductores, y hacerlos pasar uno por uno.
Las pesadas puertas de madera del arco de entrada a la fortaleza estaban abiertas, lo mismo que los postigos de las ventanas en las paredes y en la torre. La fortaleza parecía estar aireándose. Woermann caminó a través de las puertas y llegó a un patio empedrado. Estaba frío y silencioso. Notó que había una sección posterior de la fortaleza que aparentemente se hallaba esculpida en la montaña y que no viera desde la calzada.
Se volvió lentamente. La torre se erguía sobre él y las paredes grises lo rodeaban por todos lados. Se sintió como si estuviera en los brazos de una bestia somnolienta a la que no se atrevía a despertar.
Entonces vio las cruces. Las paredes interiores del patio estaban cubiertas de cientos de ellas… miles. Todas de la misma forma y tamaño y con el mismo diseño desusado: la pieza vertical era de veinticinco centímetros de altura, cuadrada en la punta y torcida en la base; la cruceta medía cerca de dieciocho centímetros y en cada extremo tenía un ligero ángulo hacia arriba. Pero lo extraño era la altura de la pieza vertical en donde estaba la cruceta; si estuviera un poco más alta, la cruz se habría convertido en una "T" mayúscula.
Woermann las encontraba vagamente perturbadoras… tenían algo malo. Caminó hacia la cruz más cercana y pasó la mano sobre su suave superficie. La pieza vertical era de latón y la cruceta de níquel, ambas hábilmente incrustradas en la superficie del bloque de piedra.
Miró de nuevo a su alrededor. Lo molestaba algo más. Algo faltaba. Entonces cayó en la cuenta… faltaban aves. No había palomas en las paredes. Los castillos en Alemania tenían bandadas de pichones que anidaban en cada grieta y en cada rincón. Aquí no se podía ver un sólo pájaro en las paredes, las ventanas o la torre.
Escuchó un sonido tras él y giró, desabrochando la cubierta de su funda y descansando la mano sobre la cacha de la Luger. El gobierno rumano podía ser un aliado del Reich, pero Woermann estaba muy consciente de que había grupos, dentro de sus fronteras, que no lo eran. El Partido Nacional Campesino, por ejemplo, era fácilmente antigermano, y aunque ahora no tenía poder, todavía estaba activo. Podía haber grupos violentos dispersos aquí en los Alpes, escondidos, esperando la oportunidad de matar a unos cuantos alemanes.
El sonido se repitió más fuerte ahora. Pisadas sólidas, sin ningún intento de ser cautelosas. Venían de una puerta en la sección posterior de la fortaleza y, mientras Woermann miraba, un hombre como de treinta años con un
cojoc
de piel de borrego salió por la abertura. No vio a Woermann. Llevaba en la mano una paleta llena de argamasa e, inclinándose con la espalda hacia Woermann, comenzó a reparar el estuco desmoronado alrededor del marco de la puerta.
—¿Qué está haciendo aquí? —ladró Woermann. Sus órdenes implicaban que la fortaleza estaba desierta.
Sorprendido, el albañil saltó y dio la vuelta, el enojo en su cara murió súbitarnente al reconocer el uniforme y darse cuenta de que le habían hablado en alemán. Balbuceó algo ininteligible, sin duda en rumano. Woermann se dio cuenta con fastidio de que tendría que encontrar un intérprete o bien aprender algo del idioma si iba a pasar algún tiempo aquí.
—¡Hable alemán! —ordenó—. ¿Qué está haciendo aquí?
El hombre sacudió la cabeza en una mezcla de miedo e indecisión. Levantó el dedo índice, lo que era una señal de espera y luego gritó algo que sonó como «¡Papá!»
Se escuchó un ruido arriba cuando un hombre más viejo, que llevaba una
caciula
de lana en la cabeza, abrió los postigos de una de las ventanas de la torre y miró hacia abajo. La mano de Woermann se tensó sobre la cacha de la Luger mientras los dos rumanos sostenían un breve intercambio de palabras. Luego, el viejo habló en alemán:
—Bajaré ahora, señor.
Woermann asintió y se relajó. Se dirigió de nuevo a una de las cruces y la examinó. Latón y níquel… casi parecían de oro y plata.
—Hay dieciséis mil ochocientas siete cruces como esa incrustadas en las paredes de la fortaleza —informó una voz tras él. El acento era pesado y las palabras sonaban estudiadas.
—¿Las contó? —preguntó Woermann, volviéndose. Juzgó que el hombre tendría alrededor de cincuenta años. Existía un fuerte aire de familia entre él y el joven albañil al que había sorprendido. Ambos iban vestidos con camisas de pastor y pantalones idénticos, excepto por el sombrero de lana del viejo—. ¿O es sólo algo que le dice a sus turistas?
—Soy Alexandru —se presentó obstinadamente, haciendo una leve reverencia—. Mis hijos y yo trabajamos aquí. Y no llevamos a nadie a excursiones.
—Eso cambiará en un momento —aseguró Woermann—. Pero ahora: se me hizo creer que la fortaleza estaba desocupada.
—Eso es cuando nos vamos a casa en la noche —aclaró el viejo—. Vivimos en la aldea.
—¿Dónde está el propietario?
—No tengo idea —respondió Alexandru encogiendo los hombros.
—Entonces, ¿quién le paga? —inquirió. Esto estaba volviéndose exasperante. ¿Acaso este hombre no sabía hacer otra cosa que encoger los hombros y decir que no sabía?
—El posadero. Alguien le trae dinero dos veces al año, inspecciona la fortaleza, toma notas y luego se va. El posadero nos paga mensualmente.
—¿Quién les dice qué hacer? —preguntó Woermann esperando que alzara los hombros otra vez, pero esto no sucedió.
—Nadie —afirmó Alexandru. Estaba muy derecho y hablaba con una dignidad calmada—. Hacemos todo. Nuestras instrucciones son mantener la fortaleza como nueva. Eso es todo lo que necesitamos saber. Lo que debe hacerse, lo hacemos. Mi padre se pasó la vida haciéndolo y su padre antes que él, y así sucesivamente. Mis; hijos continuarán después de mi.
—¿Se pasan toda su vida manteniendo este lugar? ¡No puedo creerlo! —exclamó Woermann.
—Es más grande de lo que parece. Las paredes que ve a su alrededor tienen cuartos en el interior. Hay corredores con estancias debajo de nosotros, en el sótano y esculpidas en el costado de la montaña tras de nosotros. Siempre hay algo que hacer.
La mirada de Woermann recorrió otra vez las tétricas paredes medio en penumbras, y el patio que también estaba oscuro a pesar del hecho de que la tarde comenzaba apenas. ¿Quién había construido la fortaleza? ¿Y quién estaba pagando para que se la mantuviera en tan perfectas condiciones? No tenía sentido. Contempló las sombras y se le ocurrió que si él hubiera sido el constructor de la fortaleza, la habría situado en el otro lado del paso, donde había mejor exposición a la luz y al calor del sol desde el Sur y el Oeste. Por la situación de la fortaleza, era seguro que la noche llegaría temprano.
—Muy bien —le indicó a Alexandru—. Puede continuar con su tarea de mantenimiento después que nos instalemos. Pero usted y sus hijos deben informar a los centinelas cuando entren y cuando se vayan. —Vio que el hombre sacudía la cabeza—. ¿Qué pasa?
—No pueden quedarse aquí —afirmó el viejo.
—¿Y por qué no?
—Está prohibido —le aclaró.
—¿Quién lo prohíbe? —quiso saber Woermann.
—Siempre ha sido así —encogió los hombros Alexandru—. Tenemos que mantener la fortaleza y cuidar que nadie la invada.
—Y por supuesto, siempre han tenido éxito —repuso. La gravedad del viejo lo divertía.
—No. No siempre. Hubo veces en que los viajeros se quedaron en contra de nuestros deseos. No oponemos resistencia, no hemos sido contratados para pelear. Pero nunca se quedan más de una noche. La mayoría ni siquiera tanto tiempo.