Woermann sonrió. Había estado esperando esto. Un castillo desierto, aun de tamaño bolsillo como éste, tenía que estar encantado. Si no había nada más, le daría de qué hablar a sus hombres.
—¿Qué los hace irse? ¿Gemidos? ¿Espectros que hacen sonar cadenas?
—No… No hay fantasmas aquí, señor.
—¿Muertes entonces? ¿Horribles asesinatos? ¿Suicidios? —preguntó Woermann, divirtiéndose—. Tenemos más castillos de los necesarios en Alemania y no hay uno solo que no tenga conectada a él alguna historia de terror, junto al fogón.
—Nadie ha muerto aquí nunca —negó Alexandru con la cabeza—. No que yo sepa.
—Entonces, ¿qué hace? ¿Qué hace que los invasores se queden sólo una noche?
—Los sueños, señor. Malos sueños. Y siempre el mismo, por lo que puedo deducir… algo acerca de estar atrapado en un pequeño cuarto sin puerta ni ventanas ni luces… una oscuridad total… y frío… mucho frío… y algo en la oscuridad con uno… más frío que la oscuridad… y hambriento.
Mientras escuchaba, Woermann sintió el indicio de un escalofrío a lo largo de los hombros y por su espalda. Tuvo en mente preguntarle a Alexandru si él mismo pasó una noche en la fortaleza, pero la expresión en los ojos del rumano mientras hablaba era suficiente respuesta. Sí, Alexandru había pasado una noche en la fortaleza. Sólo una.
—Quiero que espere aquí hasta que mis hombres hayan atravesado la calzada —le pidió sacudiéndose el estremecimiento—. Entonces, podrá mostrarme el lugar.
La cara de Alexandru era de frustración impotente.
—Es mi obligación, herr capitán, informarle que no se permiten huéspedes en la fortaleza —insistió con firme dignidad.
Woermann sonrió, pero sin mofa o condescendencia. Entendía el deber y respetaba el sentido que este hombre tenía de él.
—Su advertencia ha sido comunicada. Se enfrenta al ejército alemán, a una fuerza que está más allá de su resistencia, así que debe hacerse a un lado. Considere que su deber ha sido saldado puntualmente.
Dicho esto, Woermann se volvió y caminó hacia la puerta. Todavía no había visto aves. ¿Soñarían las aves? ¿También ellas anidarían aquí por una noche para nunca regresar?
El auto del comandante y los tres camiones descargados fueron llevados por la calzada y estacionados en el patio sin ningún incidente. Los hombres los seguían a pie, cargando sus propios aparejos y luego regresaron al otro lado de la cañada para empezar a transportar a mano el contenido del camión de provisiones: la comida, los generadores y las armas antitanques.
Mientras el sargento Oster se encargaba de los detalles de la labor, Woermann siguió a Alexandru en un recorrido rápido por la fortaleza. El número de cruces idénticas de latón y níquel incrustadas a intervalos regulares en cada corredor, en cada cuarto, en cada pared, continuaba asombrándolo. Y los cuartos… parecían estar en todos lados: dentro de las paredes que circundaban el patio, bajo éste, en la sección posterior, en la torre de vigilancia. La mayoría eran pequeños y estaban todos sin amueblar.
—Son cuarenta y nueve cuartos en total, contando las suites en la torre —explicó Alexandru.
—Es un número extraño, ¿no lo cree? ¿Por qué no redondearlo a cincuenta?
—¿Quién puede decirlo? —eludió Alexandru encogiendo los hombros.
Woermann rechinó los dientes: Si encoge los hombros una vez más…
Caminaron a lo largo de uno de los terraplenes que corría en diagonal desde la torre y luego volvía en ángulo a la montaña. Notó que también había cruces incrustadas en el parapeto, a la altura del pecho. Una pregunta surgió en su mente:
—No recuerdo haber visto ninguna cruz en el lado exterior de la pared.
—No hay ninguna —confirmó el viejo—. Sólo en el interior. Y mire los bloques que están aquí. Vea cuan perfectamente encajan. Y no hay vestigios de argamasa que los mantenga juntos. Todas las paredes en la fortaleza están construidas de este modo. Es un arte perdido.
A Woermann no le importaban los bloques de piedra. Señaló la rampa que estaba bajo ellos.
—¿Dijo que hay cuartos aquí, debajo de nosotros?
—Hay dos hileras de ellos en cada pared, cada uno con una ventana como ranura que da a la pared exterior, y una puerta hacia el corredor que da al patio.
—Excelente. Servirán perfectamente como barracas. Ahora vamos a la torre.
La torre de vigilancia tenía un diseño desusado. Tenía cinco niveles y cada uno consistía en una suite de dos cuartos que cubría todo el nivel, exceptuando el espació que se requería para la puerta en un pequeño descanso. Una escalera de piedra subía por la superficie interna de la pared norte de la torre en un escarpado zig-zag.
Respirando pesadamente después de la ascensión, Woermann se inclinó sobre el parapeto que rodeaba el techo de la torre e inspeccionó el largo estrecho del paso Dinu comandado por la fortaleza. Ahora podía ver las mejores colocaciones para sus rifles antitanques. Tenía poca fe en la efectividad de los Panzerbuchse 38s de 7.92 milímetros que le habían dado, pero no esperaba tener que utilizarlos. Tampoco los morteros. De todos modos, los instalaría.
—Pocas cosas podrían pasar desapercibidas desde aquí —comentó hablando para sí mismo.
—Excepto durante la niebla de primavera —replicó Alexandru inesperadamente—. Todo el paso se llena de una niebla densa cada noche durante la primavera.
Woermann tomó nota mental de eso. Aquellos que estuvieran de guardia tendrían que mantener abiertos los oídos al igual que los ojos.
—¿Dónde están todos los pájaros? —preguntó. Lo molestaba no haber visto ninguno todavía.
—No he visto un pájaro en la fortaleza —respondió Alexandru—. Nunca.
—¿No le parece extraño eso?
—La fortaleza misma es extraña, herr capitán, con sus cruces y todo. Dejé de tratar de explicármela cuando tenía diez años. Sólo está aquí.
—¿Quién la construyó? —interrogó Woermann y se volvió para no tener que ver el encogimiento de hombros que vendría.
—Pregúntele a cinco personas y obtendrá cinco respuestas, todas diferentes. Algunos dicen que fue uno de los viejos señores de Wallachia, otros, que un osado turco, e incluso hay quien cree que fue construida por uno de los papas. ¿Quién lo sabe con seguridad? La verdad puede encogerse y la fantasía crecer mucho en cinco siglos.
—¿Realmente cree que tiene todo ese tiempo? —consultó Woermann haciendo un examen final del paso antes de volverse.
Puede suceder en el término de unos cuantos años.
Mientras se acercaban al nivel del patio, el sonido de un martilleo atrajo la atención de Alexandru hacia el pasillo que corría por la pared interna del muro sur. Woermann lo siguió. Cuando Alexandru vio que los hombres martilleaban las paredes, se adelantó para mirar más de cerca y volvió apresuradamente de regreso con Woermann.
—¡Herr capitán, están clavando pernos entre las piedras! —gritó retorciéndose las manos mientras hablaba—. ¡Deténgalos! ¡Están arruinando las paredes!
—¡Tonterías! Esos «pernos» son clavos comunes y están colocando uno cada tres metros. Tenemos dos generadores y los hombres están poniendo las luces. El ejército alemán no vive con luz de antorchas.
Mientras avanzaban por el corredor, se toparon con un soldado que estaba arrodillado en el piso y que golpeaba uno de los bloques de la pared con su bayoneta. Alexandru se agitó más.
—¿Y él? —preguntó el rumano con un susurro áspero—. ¿Está poniendo luces?
Woermann se movió rápida y silenciosamente hasta una posición atrás del ocupado soldado. Mientras miraba al hombre inspeccionar uno de los bloques de la pared con la punta de su pesada navaja, Woermann sintió que temblaba y se hundía en un sudor frío.
—¿Quién le asignó esta tarea, soldado?
El soldado saltó sorprendido y dejó caer la bayoneta. Su agudo rostro palideció mientras se volvía a ver a su comandante. Se puso de pie apresuradamente.
—¡Respóndame! —gritó Woermann.
—Nadie, señor —contestó. Estaba en firmes con los ojos mirando al frente.
—¿Cuáles fueron sus órdenes?
—Ayudar a poner las luces, señor.
—¿Y por qué no lo está haciendo?
—No tengo excusa, señor.
—No soy su sargento de prácticas, soldado. Quiero saber lo que tenía en mente cuando decidió actuar como un vándalo común en lugar de actuar como un soldado alemán. ¡Respóndame!
—Oro, señor —respondió el soldado tímidamente. Sonaba torpe y era evidente que lo sabía—. Han dicho que este castillo fue construido para esconder el tesoro papal. Y todas esas cruces, señor… parecen de oro y plata. Yo sólo estaba…
—Estaba descuidando su deber, soldado. ¿Cómo se llama?
—Lutz, señor.
—Bien, soldado Lutz, ha sido un día provechoso para usted. No sólo ha aprendido que las cruces están hechas de latón y níquel en lugar de oro y plata, sino que también se ha ganado un lugar en la primera guardia durante toda la semana. Repórtese con el sargento Oster cuando haya terminado con las luces.
Cuando Lutz envainó su bayoneta caída y se marchó, Woermann se volvió hacia Alexandru para encontrarlo pálido y tembloroso.
—¡Las cruces no deben ser tocadas nunca! —exclamó el rumano—. ¡Nunca!
—¿Y por qué no?
—Por que siempre ha sido así. Nada debe ser cambiado en la fortaleza. Por eso trabajamos. ¡Por eso es por lo que no deben quedarse aquí!
—Buenos días, Alexandru —se despidió Woermann en un tono que esperaba indicara el fin de la discusión. Simpatizaba con el predicamento del viejo, pero su propio deber era prioritario.
Cuando se alejaba escuchó la voz suplicante de Alexandru tras él:
—¡Por favor, herr capitán! ¡Dígales que no toquen las cruces! ¡Que no toquen las cruces!
Woermann decidió hacer justamente eso. No por el bien de Alexandru, sino porque no podía explicar el miedo incomprensible que lo invadió cuando vio a Lutz clavar la bayoneta en la cruz. No había sido una simple sensación de incomodidad sino un frío y enfermizo terror que se había enroscado en su estómago y que lo oprimía. Y no podía imaginarse el porqué.
Miércoles, 23 de abril
03:20 horas.
Ya era tarde cuando Woermann, agradecido, colocó su bolsa de dormir en el suelo de sus aposentos. Eligió para sí el tercer piso de la torre, que sobresalía por encima de las paredes y no era demasiado difícil de subir. El cuarto de enfrente serviría como oficina y el pequeño cuarto de atrás como alojamiento personal. Las dos ventanas del frente, que eran aberturas rectangulares sin vidrios en la pared exterior, tenían postigos de madera a cada lado y le ofrecían una buena vista del paso y también de la aldea. A través del par de ventanas posteriores podía vigilar el patio.
Los postigos estaban abiertos a la noche. Apagó las luces y se detuvo durante unos momentos en las ventanas del frente. La cañada se veía oscurecida por una capa de niebla ondulante. Con la puesta del sol, el aire frío había comenzado a bajar de los picos de las montañas mezclándose con el aire húmedo del suelo del paso, que todavía retenía un poco de calor del día. Un blanco río de bruma en movimiento fue el resultado. La escena estaba iluminada solamente por la luz de las estrellas, por un conjunto de estrellas tan increíble como sólo era posible ver en las montañas. Podía contemplarlas y casi entender el movimiento delirante en la
Noche Estrellada
, de Van Gogh. El silencio sólo se veía interrumpido por el zumbido grave de los generadores situados en el extremo más alejado del patio. Era una escena sin tiempo y Woermann se demoró en ella hasta que se sintió adormecido.
Sin embargo, una vez en la bolsa de dormir, encontró que el sueño lo invadía a pesar de la fatiga y de que su mente regaba pensamientos en todas direcciones: hace frío esta noche pero no lo suficiente para hacer fogatas… de todos modos no hay madera… el calor no sería un problema con el verano que estaba por llegar… tampoco el agua, ya que habían encontrado cisternas llenas en el piso del sótano, las cuales eran alimentadas continuamente por una corriente subterránea… la sanidad siempre era un problema… de cualquier modo, ¿cuánto tiempo se quedarían aquí?… ¿debía dejar que sus hombres durmieran mañana después del largo día que acababa de terminar?… tal vez podría hacer que Alexandru y sus hijos confeccionaran algunos catres para alejarse de estos fríos pisos de piedra… especialmente si iban a permanecer aquí durante los meses de otoño e invierno… si la guerra duraba tanto.
La guerra… parecía tan lejana ahora. La idea de renunciar a su comisión flotaba en su mente otra vez. Durante el día podía escapar de ella, pero aquí, en la oscuridad, solo consigo mismo, se arrastraba y se agazapaba en su pecho, exigiendo atención.
No podía renunciar ahora, no mientras su país estuviera en guerra todavía. Especialmente mientras él se encontrase estacionado en estas desoladas montañas, a merced de los soldados-políticos de Berlín. Eso equivaldría a ponerse directamente en sus manos. Sabía lo que había en sus mentes: únete al Partió o te mantendremos en la pelea; únete al Partido o te llevaremos a la desgracia con misiones como perro vigía en los Alpes transilvanos; únete al Partido o renuncia.
Tal vez renunciaría después de la guerra. La primavera marcaba sus veinticinco años en el ejército. Y como estaban sucediendo las cosas ahora, quizá un cuarto de siglo fuera suficiente. Sería bueno estar todos los días en casa con Helga, pasar algún tiempo con los muchachos y ejercitar sus habilidades de sufrimiento en los paisajes prusianos.
Sin embargo… el ejército había sido su hogar durante tanto tiempo, que no podía evitar pensar que el ejército alemán sobreviviría de algún modo a estos nazis. Si sólo pudiera soportar el tiempo suficiente…
Abrió los ojos y miró hacia la oscuridad. Aunque la pared opuesta a él estaba perdida en las sombras, casi podía sentir las cruces incrustadas en los bloques de piedra de allí. No era un hombre religioso, pero sentía una inmensa tranquilidad al encontrarse en su presencia.
Lo cual le trajo a la mente el incidente de esa tarde en el corredor. Aunque lo intentó, no pudo sacudirse completamente el terror que se apoderó de él mientras miraba al soldado, ¿cómo se llamaba? ¿Lutz?, arrancando aquella cruz.
Lutz… Soldado Lutz… ese hombre era un problema… sería mejor que Oster lo mantuviera vigilado.
Se durmió pensando si la pesadilla de Alexandru lo estaría esperando.