—Hace frío aquí —comentó Kaempffer, su aliento formando vaho a la luz de la lámpara, mientras se frotaba las manos.
—Es donde conservamos los cuerpos. Los seis.
—¿No has mandado ninguno de regreso?
—No creo que sea inteligente enviar uno por uno… podría provocar comentarios entre los rumanos en el camino… y eso no es bueno para el prestigio alemán. Planeo llevármelos todos cuando me vaya hoy. Pero, como sabes, la petición para que me reubicaran fue negada.
Se detuvo ante las seis figuras cubiertas con sábanas, colocadas sobre la tierra dura, notando con disgusto que las sábanas sobre los cuerpos estaban desordenadas. Era un detalle menor, pero sentía que lo menos que podía hacerse por estos hombres, antes de su entierro final, era tratar sus restos con respeto. Si tenían que esperar antes de ser devueltos a su patria, debían esperar con los uniformes limpios y en una mortaja escrupulosamente ataviada.
Se dirigió primero al hombre asesinado más recientemente y retiró la sábana para exponer la cabeza y los hombros.
—Éste es el soldado Remer. Mira su garganta.
Kaempffer lo hizo con el rostro impasible.
Woermann colocó la sábana de nuevo y levantó la siguiente, sosteniendo la lámpara para que Kaempffer pudiera ver bien la carne destrozada de otra garganta. Luego, continuó con la fila, guardando los más horrendos para lo último.
—Y ahora… el soldado Lutz.
Al fin, Kaempffer reaccionó: jadeó ligeramente. Pero Woermann jadeó también. La cara de Lutz los contemplaba al revés. La parte superior de la cabeza había sido colocada en el espacio vacío entre sus hombros y su mentón y el destrozado muñón de su cuello miraba lejos a su cuerpo, hacia la oscuridad opresora y sin fondo.
Rápida y escrupulosamente, Woermann giró la cabeza hasta que estuvo colocada en el lugar correcto, jurando encontrar al hombre que fue tan descuidado con los restos de un camarada caído y hacer que se arrepintiera. Arregló con cuidado todas las sábanas y se volvió hacia Kaempffer.
—¿Comprendes ahora por qué te digo que los rehenes no cambiarán en nada las cosas?
El mayor no contestó inmediatamente. En lugar de eso, se volvió y se dirigió a las escaleras buscando aire más tibio. Woermann percibió que Kaempffer se había impresionado más de lo que demostraba.
—Esos hombres no sólo fueron asesinados —exclamó Kaempffer finalmente—. ¡Fueron mutilados!
—¡Exactamente! ¡Quienes sea o lo que sea que hizo eso, está totalmente loco! Las vidas de diez aldeanos no significarán nada.
—¿Por qué dices «lo que sea»?
Woermann sostuvo la mirada de Kaempfíer.
—No estoy seguro. Todo lo que sé es que el asesino viene y va a voluntad. Nada de lo que hacemos, ninguna medida de seguridad que hemos intentado parece importar.
—La seguridad no funciona —criticó Kaempffer recobrando su bravuconería inicial mientras entraba nuevamente a la luz y al calor de las habitaciones de Woermann—, porque la seguridad no es la respuesta. El miedo es la respuesta. Hacer que el asesino tenga miedo de matar. Hacer que tema el precio que los demás tendrán que pagar por sus acciones. El miedo es la mejor seguridad, siempre.
—¿Y qué tai si el asesino es alguien como tú? ¿Qué tal si no le importan nada los aldeanos?
Kaempffer no respondió.
Woermann decidió presionar sobre el tema.
—Tu tipo de miedo no funciona cuando te enfrentas a alguien de tu especie. Llévate eso de regreso a Auschwitz cuando te vayas.
—No regresaré a Polonia, KLuís. Cuando termine aquí, lo que me tomará un día o dos, iré al sur, a Ploiesti.
—No veo para qué servirás allí, no hay sinagogas que quemar, sólo refinerías de petróleo.
—Continúa haciendo tus pequeños comentarios venenosos, Klaus —repuso Kaempffer, asintiendo con la cabeza ligeramente mientras hablaba a través de sus apretados labios—. Gózalos ahora. Porque una vez que tenga el proyecto de Ploiesti bajo mis órdenes, no te atreverás a hablarme así.
Woermann se sentó tras de su destartalado escritorio. Se estaba cansando de Kaempffer. La fotografía de su hijo más joven, Fritz, de quince años, atrajo su mirada.
—Todavía no veo qué atractivo puede tener Ploiesti para tus gustos.
—Te aseguro que no son las refinerías, esa preocupación se la dejo al Alto Comando.
—Es muy generoso de tu parte —comentó sarcásticamente Woermann.
Kaempffer pareció no escucharlo.
—No, mi interés está en las vías ferroviarias.
Woermann continuaba mirando la fotografía de su hijo y repitió las palabras de Kaempffer:
—Las vías ferroviarias…
—¡Sí! —exclamó Kaempffer—. El nexo ferroviario más grande en Rumania se encuentra en Ploiesti y esto lo convierte en un lugar perfecto para un campo de reubicación.
Woermann salió de su trance y levantó la cabeza.
—¿Quieres decir, como Auschwitz?
—¡Exactamente! Es por eso que Auschwitz está donde está. Una buena red ferroviaria es crucial para la transportación eficiente de las razas inferiores a los campos. El petróleo sale por tren de Ploiesti hacia todas partes de Rumania. —Había extendido los brazos y ahora los cerraba de nuevo—. Y de cada rincón de Rumania, los trenes regresarán con cargamentos de judíos, gitanos y demás basura humana que circula en esta tierra.
—¡Pero éste no es un territorio ocupado! —protestó Woermann—. No puedes…
—El Führer no quiere que se descuide a los indeseables de Rumania. Es cierto que Antonescu y su Guardia de Hierro están retirando a los judíos de las posiciones influyentes, pero el Führer tiene un plan más vigoroso. En la SS se le conoce como «La Solución Rumana». Para implementarla, el Reichführer Himmler acordó con el general Antonescu que la SS le muestre a los rumanos cómo se hace. Yo he sido elegido para llevar a cabo esa misión. Seré el comandante del campo Ploiesti.
Aterrado, Woermann se encontró incapaz de responder mientras Kaempffer se engolosinaba con el tema.
—¿Sabes cuántos judíos hay en Rumania, Klaus? Setecientos cincuenta mil según el último recuento. ¡Tal vez un millón! Nadie lo sabe con seguridad, pero una vez que yo establezca un sistema eficiente de registro, lo sabremos con exactitud. Pero eso no es lo peor. El país está totalmente infestado de gitanos y francmasones. Y algo todavía peor: ¡musulmanes! ¡En total son dos millones de indeseables!
—¡Si sólo lo hubiese sabido —exclamó Woermann elevando los ojos y apretándose la cara con las manos—, nunca hubiera puesto un pie en esta alcantarilla, de país!
Kaempffer lo escuchó esta vez.
—Ríete si quieres, Klaus, pero Ploiesti será muy importante. Atiera estamos transfiriendo a los judíos desde Hungría a Auschwitz, con una gran pérdida dé tiempo, mano de obra y combustible. Una vez que el campo Ploiesti esté funcionando, preveo que muchos de ellos serán enviados a Rumania. Y como comandante, me convertiré en uno de los hombres más importantes de la SS… ¡del Tercer Reich! Entonces será mi turno para reír.
Woermann permaneció en silencio. No se había reído… encontraba enfermante la sola idea.
La gracia era su única defensa contra un mundo que estaba cayendo bajo el control de los locos, contra la aceptación de que él era un oficial del ejército que les permitía obtener ese control. Vio que Kaempffer comenzaba de nuevo a dar paseos de un lado a otro del cuarto.
—No sabía que eras pintor —comentó el mayor, deteniéndose frente al caballete, romo si lo viera por primera vez. Lo estudió en silencio durante un momento—. Tal vez si hubieras invertido el mismo tiempo en deshacerte del asesino, como obviamente lo has invertido en esta mórbida pinturita, algunos de tus hombres pudieran…
—¿Mórbida? —exclamó—. ¡No hay absolutamente nada mórbido en esa pintura!
—La sombra de un cadáver colgando de una soga… ¿es eso alegre?
—¿De qué estás hablando? —preguntó Woermann poniéndose en pie y acercándose a la tela.
—Aquí… en la pared —señaló Kaempffer.
Woermann la contempló. Al principio no vio nada. Las sombras en la pared eran del mismo gris moteado que pintara unos días antes. No había nada que remotamente se pareciera a… no, espera. Contuvo el aliento. A la izquierda de la ventana, por la que se veía la aldea brillando bajo el sol… una delgada línea vertical se unía a una forma más oscura situada bajo ella. Podía verse algo así como un cuerpo doblado colgando de una cuerda. Recordaba vagamente haber pintado la línea y la forma, pero de ninguna manera intentó añadir ese horrible toque a su trabajo. Sin embargo, no podía soportar darle a Kaempffer la satisfacción de oírlo decir que él también admitía verla.
—La morbidez, como la belleza, está en los ojos del observador.
Pero ya la mente de Kaempffer se movía hacia otro lado.
—Es una suerte para ti que la pintura esté terminada, Klaus. Después de que me cambie aquí, estaré demasiado ocupado para permitir que subas y juegues con ella. Pero puedes reasumirla cuando esté en camino a Ploiesti.
Woermann había esperado esto y estaba listo para ello.
—No te mudarás a mis habitaciones.
—Corrección: mis habitaciones. Pareces olvidar que soy tu superior, capitán.
—¡El rango de la SS! —se burló Woermann—. ¡Inútil! ¡Menos que insignificante! ¡Mi sargento es cuatro veces más soldado que tú! ¡Y también cuatro veces más hombre!
—¡Ten cuidado, capitán! ¡Esa Cruz de Hierro que recibiste en la última guerra sólo te permitirá llegar hasta aquí!
Woermann sintió que algo estallaba en su interior. Se quitó de la camisola la cruz maltesa de esmalte negro con bordes plateados y se la mostró a Kaempffer.
—¡Tú no tienes una! Y nunca la tendrás: Por lo menos no una verdadera, una como ésta que no tiene una sucia y pequeña esvástica en el centro.
—¡Es suficiente!
—¡No, no es suficiente! ¡Tus SS matan civiles indefensos, mujeres y niños! Me gané esta medalla luchando contra hombres que eran capaces de defenderse. ¡Y ambos sabemos cuánto te disgusta un enemigo que se defienda! —espetó Woermann bajando la voz hasta convertirla en un fiero susurro.
Kaempffer se inclinó hasta que su nariz casi estaba a dos centímetros de la de Woermann. Sus ojos azules brillaban con la blanca furia de su cara.
—La Gran Guerra… todo eso es el pasado. Esta es la Gran Guerra, mi guerra. ¡La tuya fue la vieja guerra y está muerta, terminada y olvidada!
Woermann sonrió, deleitándose al ver que finalmente había penetrado la piel asquerosa de Kaempffer.
—No está olvidada. Nunca será olvidada. ¡Especialmente tu valor en Verdún!
—Te lo advierto… —amenazó Kaempffer—. Haré que te… —Y luego cerró la boca con un chasquido audible.
Porque Woermann estaba caminando hacia él. Había soportado todo lo posible de este pavoneado maleante que discutía la «liquidación» de millones de vidas indefensas tan casualmente como podría indicar qué iba a comer. Woermann no hizo ningún gesto abiertamente amenazador y, no obstante, Kaempffer dio un paso involuntario hacia atrás cuando se le acercó. Woermann simplemente pasó junto a él y abrió la puerta.
—Sal de aquí —ordenó.
—¡No puedes hacer esto!
—¡Fuera!
Se miraron durante largo tiempo. Pensó durante un momento que Kaempffer ciertamente lo iba a retar. Woermann sabía que el mayor estaba en mejores condiciones y que físicamente era más fuerte, pero sólo físicamente. La mirada de Kaempffer divagó y luego se alejó. Ambos sabían la verdad sobre el SS-Strumbannführer Kaempffer. Sin decir una palabra, tomó su abrigo negro y salió violentamente del cuarto. Woermann cerró la puerta silenciosamente tras él.
Permaneció quieto durante un momento. Había permitido que Kaempffer se le acercara. Su control solía ser mejor. Caminó hasta el caballete y contempló la tela. Cuanto más veía la sombra que había pintado en la pared, más le parecía un cadáver colgado. Le produjo una sensación nauseabunda y también lo aterró. Su intención fue que la aldea iluminada por el sol fuera el foco de la pintura, pero lo único que podía ver ahora era la maldita sombra.
Se alejó violentamente y regresó al escritorio, mirando de nuevo la fotografía de Fritz. Entre más veía a hombres como Kaempffer, más se preocupaba por Fritz. No se había preocupado tanto cuando Kurt, su hijo mayor, estuvo en combate en Francia el año anterior. Kurt tenía diecinueve años y ya era cabo. Era un hombre ahora.
Pero Fritz… esos nazis le estaban haciendo cosas a Fritz. De algún modo, el chico fue inducido a unirse al
Jugendführer
local, a las Juventudes Hitlerianas. Cuando Woermann estuvo en casa durante su última licencia, se sintió lastimado y desanimado al escuchar que la boca de su hijo de catorce años regurgitaba esa basura de la raza aria superior y hablaba de «Der Führer» con una reverencia temerosa que alguna vez le reservara sólo a Dios. Los nazis le estaban robando a su hijo en sus narices y convirtiendo al chico en una serpiente como Kaempffer. Y no parecía haber nada que él pudiera hacer al respecto.
Tampoco parecía haber nada que pudiera hacer respecto a Kaempffer. No tenía control sobre el oficial de la SS. Si Kaempffer decidía matar a los aldeanos rumanos, no había otra forma de detenerlo más que arrestarlo. Y no podía hacer eso. Kaempffer estaba aquí por órdenes del Alto Comando. Arrestarlo sería un acto de insubordinación, de desafío descarado. Su herencia prusiana se rebelaba ante la idea. El ejército era su carrera, su hogar… había sido bueno para él durante un cuarto de siglo. Retarlo ahora…
Impotente. Así es como se sentía. Esto le hizo recordar un claro en las afueras de Posnan, Polonia, hacía año y medio, poco después de que la pelea había terminado. Los hombres se hallaban instalando el vivaque cuando el sonido de las metralletas llegó desde la siguiente colina situada a kilómetro y medio de allí. Fue a investigar. Los einsatzkommandos estaban formando a los judíos; a hombres y mujeres de todas las edades, a los niños, y sistemáticamente los asesinaban con descargas cerradas. Después de que los cuerpos fueron arrojados a la zanja que estaba tras ellos, formaron a más y les dispararon. La tierra se tornó lodosa con la sangre y el aire se llenó del olor de la cordita y los gritos de aquellos que todavía estaban vivos y agonizantes, a quienes nadie se molestaría en administrarles el tiro de gracia.
Había sido impotente entonces, y ahora también lo era. Impotente para convertir esta guerra en una de soldado contra soldado, impotente para detener a la cosa que estaba matando a sus hombres, impotente para contener a Kaempffer y evitar que asesinara a esos aldeanos rumanos.