—Yo soy —respondió el anciano.
Magda se encontraba a su lado, con la mano reposando protectoramente sobre el alto respaldo de madera de la silla de ruedas. Estaba temblando. Había temido este día, esperando que nunca llegara. Pero ahora parecía como si fueran a ser arrastrados a un campo de reubicación en donde su padre no sobreviviría la noche. Durante mucho tiempo temieron que el antisemitismo de este régimen se convirtiera en un horror institucionalizado, similar al de Alemania.
Los dos guardias miraron al hombre. El que permanecía atrás, y que parecía estar al mando, se adelantó y sacó un pedazo de papel del cinturón. Lo miró y levantó la vista de nuevo.
—Usted no puede ser Cuza. Él tiene cincuenta y seis años. ¡Usted es demasiado viejo!
Los intrusos miraron a Magda.
—A pesar de eso, yo soy.
—¿Es verdad? ¿Éste es el profesor Theodor Cuza, que antiguamente trabajaba en la universidad de Bucarest?
Magda se encontraba mortalmente asustada, sin aliento, incapaz de hablar, de modo que asintió con la cabeza.
Los dos Guardias de Hierro vacilaron, obviamente perdidos al no saber qué hacer.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó Theodor.
—Debemos llevarlo a la estación de trenes y acompañarlo a la conexión en Campiña, en donde se encontrará con representantes del Tercer Reich. De allí…
—¿Alemanes? Pero ¿por qué?
—¡No deben preguntar! De allí…
—Lo que quiere decir que tampoco ellos lo saben —oyó Magda que musitó su padre.
—… serán escoltados al paso Dinu.
La cara de su padre reflejó la sorpresa de Magda ante su destino, pero se recobró rápidamente.
—Me encantaría complacerlos, caballeros —repuso papá extendiendo sus dedos retorcidos, encerrados como siempre en guantes de algodón—, porque hay pocos lugares en el mundo más fascinantes que el paso Dinu. Pero como evidentemente pueden ver, estoy un poco enfermizo en estos momentos.
Los dos Guardias de Hierro se mantuvieron silenciosos, indecisos, mirando al viejo en la silla. Magda podía percibir sus reacciones. Papá se veía como un esqueleto animado, con su piel delgada, lustrosa y mortecina, su cabeza enmarcada en mechones de cabello blanco, sus dedos tiesos, que se veían gruesos, torcidos y crispados aun a través de los guantes, y les brazos y cuello tan delgados que parecían no tener carne encima. Se veía endeble, frágil, quebradizo. Parecía de ochenta años. Y, no obstante, sus papeles les ordenaban encontrar a un hombre de cincuenta y seis.
—De todos modos, debe venir —ordenó el líder.
—¡No puede! —gritó Magda—. ¡Moriría en un viaje como ese!
Los dos intrusos se miraron. Sus pensamientos eran fáciles de leer: les dijeron que encontraran al profesor Cuza y se encargaran de que llegara al paso Dinu lo antes posible. Y vivo, obviamente. Sin embargo, no parecía que el hombre que estaba ante ellos pudiera llegar a la estación.
—Si tengo los cuidados expertos de mi hija conmigo, tal vez estaré bien —escuchó Magda que decía su padre.
—¡No, papá! ¡No puedes! —gritó. ¿Qué estaba diciendo él?
—Magda… estos hombres pretenden llevarme. Si voy a sobrevivir, debes venir conmigo. —La miró, con los ojos ordenándole—: Debes venir conmigo.
—Sí, papá —aceptó ella. No podía imaginar lo que él tenía en mente, pero debía obedecer. Era su padre.
—¿Te das cuenta de la dirección en la que estaremos viajando, querida? —le preguntó él, estudiando su cara.
Estaba tratando de decirle algo, de despertar algo en su mente. Entonces, ella recordó el sueño de la semana anterior y la maleta a medio hacer que todavía se hallaba bajo su cama.
—¡Al norte! —exclamó.
Los dos Guardias de Hierro que los escoltaban iban sentados al otro lado del pasillo del vagón de pasajeros, distraídos en una conversación en voz baja cuando no trataban de traspasar visualmente la pesada ropa de Magda. Papá ocupaba el asiento de la ventanilla y sus manos con dobles guantes reposaban sobre su regazo. Bucarest se alejaba deslizándose tras ellos. Les esperaba un viaje de más de ochenta y cinco kilómetros por tren; cincuenta y seis hasta Ploiesti y treinta al norte de allí, hasta Campiña. Después de eso, el recorrido sería difícil. Ella rezaba que no fuera demasiado para él.
—¿Sabes por qué hice que te trajeran? —le preguntó con voz seca.
—No, papá —respondió—. No veo el propósito de que vaya ninguno de los dos. Pudiste zafarte de eso. Todo lo que necesitan hacer es que sus superiores te vean y sabrán que no estás en condiciones de hacer el viaje.
—No les importaría. Estoy mejor de lo que aparento, no estoy bien, de ningún modo, pero ciertamente no soy el cadáver ambulante que parezco.
—¡No hables así! —le suplicó ella.
—Dejé de mentirme hace años, Magda. Cuando me dijeron que tenía artritis reumática, afirmé que estaban equivocados. Y lo estaban: tenía algo peor. Pero he aceptado lo que me está sucediendo. No hay esperanza y no queda mucho tiempo más. Así que creo que tengo que sacarle el mayor provecho.
—¡No debes precipitarlo permitiendo que te arrastren al paso Dinu! —opuso Magda.
—¿Por qué no? Siempre he amado el paso Dinu. Es un lugar tan bueno para morir como cualquier otro. Y, de todos modos, me iban a llevar sin importar nada. Me quieren allí por alguna razón y van a llevarme aunque sea en un ataúd. —La miró muy de cerca—. Pero ¿sabes por qué les dije que tenías que acompañarme?
Magda consideró la pregunta. Su padre era siempre el maestro, siempre jugando a Sócrates, haciendo una pregunta tras otra, conduciendo a su oyente a una conclusión. Frecuentemente, ella encontraba tedioso esto y trataba de llegar a una conclusión tan rápido como fuera posible. Pero en ese momento estaba demasiado tensa para hacer siquiera un intento poco entusiasta de seguirle el juego.
—Para ser tu enfermera, como siempre —chasqueó—. ¿Para qué más? —Se arrepintió de sus palabras tan pronto como las pronunció, pero su padre pareció no darse cuenta. Estaba demasiado concentrado en lo que quería decirle, como para ofenderse.
—¡Sí! —aceptó bajando la voz—. Eso es lo que quiero que piensen. ¡Pero realmente es tu oportunidad para salir del país! Quiero que vengas conmigo al paso Dinu y cuando tengas la oportunidad, la primera oportunidad, quiero que corras y te escondas en las colinas.
—¡Papá, no!
—¡Escúchame! —le ordenó, inclinando la cara hacia su oído—. Esta oportunidad nunca se repetirá. Hemos estado muchas veces en los Alpes. Conoces bien el paso Dinu. Ya viene el verano. Puedes esconderte durante un tiempo y luego irte al sur.
—¿A dónde?
—¡No lo sé… a cualquier parte! Sólo sal del país. ¡Vete fuera de Europa! ¡Ve a América! ¡A Turquía! ¡A Asia! A cualquier parte del mundo, pero vete. ¡Y que sea pronto!
—Una mujer viajando sola en tiempo de guerra —refutó Magda, mirando a su padre y tratando de evitar que su voz sonara desdeñosa. Él no estaba pensando con claridad—, ¿qué tan lejos crees que llegaría?
—¡Debes intentarlo! —suplicó él con los labios temblándole.
—Papá, ¿qué está mal?
Él miró por la ventana durante largo tiempo y cuando al fin habló, su voz era apenas audible:
—Todo terminó para nosotros. Nos van a borrar de la faz del continente.
—¿Quiénes? ¿Por qué?
—¡A nosotros! ¡A los judíos! No queda esperanza para nosotros en Europa. Tal vez en algún otro lado.
—No seas tan…
—¡Es verdad! ¡Grecia acaba de rendirse! ¿Te das cuenta de que desde que atacaron Polonia hace año y medio no han perdido una batalla? ¡Nadie ha sido capaz de resistirlos por más de seis semanas! ¡Nada puede detenerlos! ¡Y ese loco que los encabeza pretende erradicar a los nuestros de la faz de la tierra! Has oído las historias de Polonia, y pronto estará sucediendo aquí. El fin de la judería rumana se ha demorado sólo porque ese traidor Antonescu y la Guardia de Hierro han estado luchando entre ellos. Pero parece que han arreglado sus diferencias durante los últimos meses, así que ahora no tardará.
—Estás equivocado, papá —replicó Magda rápidamente. Esta clase de conversación la aterrorizaba—. El pueblo rumano no lo permitirá.
Él se volvió con los ojos humeantes.
—¿Que no lo permitirá? ¡Míranos! ¡Mira lo que nos ha pasado hasta ahora! ¿Protestó alguien cuando él gobierno empezó la «romanización» de todas las propiedades e industrias en manos de judíos? Recuerdo a mis colegas de la universidad; ¡amigos en los que confié por décadas! ¿Acaso alguno cuestionó siquiera mi renuncia? ¡Ni uno!
¡Ni uno!
¿Y alguno de ellos ha ido a ver cómo estoy? —su voz empezaba a quebrarse—. ¡Ninguno!
Volvió la cara de nuevo hacia la ventana y calló.
Magda deseó poder decir algo para que las cosas fueran más fáciles para él, pero las palabras no acudieron. Sabía que ahora habría lágrimas en sus mejillas si su enfermedad no hubiera provocado que sus ojos fueran incapaces de producirlas. Cuando habló de nuevo, ya estaba bajo control, pero mantenía la mirada dirigida hacia los verdes prados que pasaban.
—Y ahora estamos en este tren, custodiados por fascistas rumanos y en camino a ser puestos en manos de los fascistas alemanes. ¡Estamos acabados!
Ella miró la nuca de su padre. ¡Cuán amargo y cínico se había vuelto! Pero ¿por qué no? Tenía una enfermedad que lentamente convertía su cuerpo en nudos, distorsionando sus dedos, convirtiendo su piel en papel encerado, secándole los ojos y la boca y haciéndole cada vez más difícil el tragar. Y en cuanto a su carrera, a pesar de los años en la universidad como una autoridad sin par en el folclor rumano, a pesar del hecho de que era el siguiente en la fila como cabeza del Departamento de Historia, fue despedido sin ceremonia. Oh, dijeron que la debilidad que avanzaba sobre él lo hizo necesario, pero papá sabia que era por ser judío. Fue descartado como una basura más.
Y su salud estaba fallando, fue apartado del ejercicio de la historia rumana, lo que más amaba, y ahora era arrancado de su hogar. Y por encima de todo estaba el conocimiento de que las máquinas diseñadas para la destrucción de su raza habían sido construidas y ya operaban con una eficiencia inflexible en otros países. Pronto sería el turno de Rumania.
¡Por supuesto que está amargado!, pensó ella. ¡Tiene todo el derecho a estarlo!
Y también yo. Es mi raza, mi herencia también, lo que quieren destruir. Y pronto, sin duda, mi vida.
No, su vida no. Eso no podía suceder. Ella no podía aceptar eso. Pero era cierto que habían destruido cualquier esperanza que tuviera de ser algo más que secretaria y enfermera de su padre. La cara de su editor musical, volteándose de pronto, era suficiente prueba de eso.
Magda sintió una pesadez en el pecho. Había aprendido por el camino difícil desde la muerte de su madre, hacía once años, que no era fácil ser mujer en este mundo. Resultaba difícil si estabas casada y más difícil si todavía no lo estabas, pues no había nadie a quién aferrarse, nadie que se pusiera de tu parte. Era casi imposible ser tomada en serio para cualquier mujer con una ambición fuera del hogar. Si estabas casada, deberías regresar a casa; y si no lo estabas, entonces había algo doblemente malo en ti. Y si eras judía…
Miró rápidamente donde se hallaban sentados los dos guardias de Hierro. ¿Por qué no se me permite dejar mi huella en este mundo? No una gran huella… un raspón serviría. Mi libro de canciones… nunca sería famoso o popular, pero quizá algún día, dentro de cien años, alguien encontraría una copia y tocaría una de las canciones. Y cuando la terminara, el ejecutante cerraría la cubierta y vería mi nombre… y yo estaría viva todavía, de algún modo. El ejecutante sabría que Magda Cuza pasó por aquí.
Suspiró. No se rendiría. Todavía no. Las cosas estaban mal y probablemente se pondrían peor. Pero no había terminado. Nunca terminaría mientras uno tuviera esperanza.
Sabía que la esperanza no era suficiente. Tenía que haber algo más; pero ignoraba qué podía ser ese algo. Sin embargo, la esperanza era el principio.
El tren pasó junto a un campamento de coloridas carretas que rodeaban un agonizante fuego central. La práctica de su padre en el folclor rumano lo llevó a ser amigo de los gitanos, permitiéndole conocer su fuente principal de tradición oral.
—¡Mira! —exclamó ella, esperando que el espectáculo le levantara el espíritu. ¡Amaba tanto a esta gente!—. Son gitanos.
—Ya veo —respondió él sin entusiasmo—. Diles adiós, pues están tan condenados como nosotros.
—¡Ya basta, papá! —le pidió.
—Es cierto. Los rom son la pesadilla de cualquier ser autoritario y por eso serán eliminados también. Son espíritus libres, amantes de las multitudes, de la risa y el ocio. La mentalidad fascista no puede tolerar a su especie; su lugar de origen es el cuadro de suciedad que estuviera bajo la carreta de sus padres en el día de su nacimiento; no tenían una residencia permanente ni un lugar de trabajo estable. Ni siquiera usaban un nombre con una frecuencia confiable, ya que tenían tres: un nombre público para los
gadjé
, otro para usarlo entre los miembros de su tribu y uno secreto susurrado por su madre, en sus oídos, al nacer, para confundir al diablo en caso de que viniese por ellos. Eran una abominación para la mente fascista.
—Quizá —aceptó Magda—. Pero ¿qué hay con nosotros? ¿Por qué somos nosotros una abominación?
Él se retiró por fin de la ventanilla.
—No lo sé. No creo que nadie lo sepa realmente. Somos buenos ciudadanos a donde quiera que vayamos. Somos industriosos, promovemos el comercio, pagamos nuestros impuestos. Quizá es nuestro destino. Es sólo que no lo sé —sacudió la cabeza—. He tratado de explicarlo, pero no puedo. Del mismo modo que no puedo explicar este viaje forzado al paso Dinu. Lo único de interés que hay allí es la fortaleza, pero sólo le interesa a alguien con nuestros gustos. No a los alemanes.
Se recargó y cerró los ojos. Pronto se quedó dormido y resoplando suavemente. Durmió todo el trayecto, pasando por las torres humeantes y los tanques de Ploiesti, despertando brevemente cuando pasaron al este de Floresti y luego durmiéndose otra vez. Magda se pasó el tiempo preocupándose por lo que les esperaba más adelante, y pensando en qué querrían de su padre los alemanes, en el paso Dinu.
Mientras las planicies pasaban flotando fuera de la ventanilla, Magda se mecía en una fantasía familiar en la que estaba casada con un hombre guapo, amoroso e inteligente. Tendrían gran riqueza, pero no la gastarían en cosas como joyería o ropas finas, esos eran juguetes para Magda y no podía ver ninguna utilidad o significado en poseerlos; tendrían, en cambio, libros y objetos raros. Vivirían en una casa que parecería un museo, llena de artefactos con valor sólo para ellos. Y esa casa estaría en una tierra lejana en donde nadie sabría ni le importaría que fueran judíos. Su esposo sería un brillante hombre de letras y ella sería ampliamente conocida y respetada por sus arreglos musicales. Habría también un lugar para papá y dinero suficiente para conseguirle los mejores doctores y enfermeras, dándole tiempo a ella de trabajar en su música. ¡Qué absorbente y maravilloso ensueño!