La fortaleza (16 page)

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Authors: F. Paul Wilson

Tags: #Terror

BOOK: La fortaleza
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Una pequeña y amarga sonrisa curvó los labios de Magda. Era una fantasía elaborada y siempre sería sólo eso. Era demasiado tarde para ella. Tenía treinta y un años y ya había rebasado la edad en que cualquier hombre elegible la consideraría adecuada para esposa y futura madre de sus hijos. Para lo único que podía ser buena ahora era para amante de alguien. Y, por supuesto, eso no lo aceptaría nunca.

Una vez, hacía doce años, hubo alguien… Mihail… un estudiante de papá. Ambos se habían sentido atraídos. Algo podía resultar de eso. Pero entonces murió mamá y Magda se quedó cerca de papá, tan cerca que Mihail fue dejado afuera. Ella no tuvo alternativa; papá había sido horriblemente sacudido por la muerte de mamá y fue Magda quien lo mantuvo en pie.

Magda tocó la delgada argolla de oro que llevaba en la mano derecha. Había sido de su madre. Qué diferentes habrían sido las cosas si ella no hubiese muerto.

De vez en cuando pensaba en Mihail. Se casó con alguien… y tenían tres hijos ahora. Magda sólo tenía a su padre.

Todo cambió con la muerte de mamá. Magda no podía explicar cómo sucedió, pero papá se convirtió en el centro de su vida. Aunque en esos días estuvo rodeada de hombres, no los tomó en cuenta. Sus atenciones y avances fueron como gotas de agua vertidas en una figurilla de vidrio, sin ser apreciadas, sin absorber, dejando sólo un anillo nebuloso cuando se evaporaban.

Pasó los años intermedios suspendida entre el deseo de ser extraordinaria de algún modo, y anhelando las cosas ordinarias que la mayoría de las demás mujeres daban por hechas. Y ahora era demasiado tarde. Delante de ella no había realmente nada… veía eso con mayor claridad cada día.

Y no obstante, ¡pudo haber sido tan diferente! ¡Mucho mejor! Si sólo mamá no hubiera muerto. Si sólo no hubiese caído enfermo papá. Si sólo ella no hubiera nacido judía. Nunca podría admitir lo último con papá.

Se enfurecería y se destruiría al saber que ella sentía eso. Pero era verdad. Si no fueran judíos, no estarían en este tren y papá todavía trabajaría en la universidad y el futuro no sería un enorme abismo lleno de oscuridad, de miedo y sin salida.

Gradualmente, las planicies se convirtieron en colinas y los senderos empezaron a hacerse cuesta arriba. El sol se ponía sobre los Alpes mientras el tren subía la última pendiente hacia Campiña. Mientras pasaban por las torres de las refinerías más pequeñas de Steaua, Magda ayudó a su padre a ponerse el suéter. Cuando lo hubo hecho, se ajustó la pañoleta sobre el cabello y fue a traer la silla de ruedas del compartimiento situado en la parte posterior del vagón. El más joven de los dos guardias la siguió. Había sentido sus ojos sobre ella durante todo el camino, explorando los pliegues de sus ropas y tratando de descubrir la verdadera silueta de su cuerpo. Y entre más se alejaba el tren de Bucarest, sus miradas se tornaban más ardientes.

Cuando Magda se inclinó sobre la silla para enderezar el cojín del asiento, sintió que las manos del hombre agarraban sus nalgas a través del grueso tejido de la falda. Los dedos de la mano derecha de él comenzaron a tratar de abrirse camino entre sus piernas. El estómago de Magda se revolvió con náuseas, se enderezó y caminó hacia él, reprimiendo sus manos al arañarlo.

—Pensé que te gustaría eso —sugirió él y se acercó más, abrazándola—. No eres fea para ser judía y podría decir que estás buscando un hombre de verdad, como yo.

Magda lo miró. Era todo menos un «hombre de verdad». Tenía cuando mucho veinte años, probablemente dieciocho, y su labio superior estaba cubierto con un velludo intento de bigote que más parecía suciedad que pelo. Se apretó contra ella empujándola de vuelta hacia la puerta.

—El siguiente carro es de equipaje. Vamos —la invitó.

—No —respondió Magda manteniendo la cara totalmente impasible.

—¡Muévete! —le ordenó él dándole un empujón.

Mientras ella trataba de decidir qué hacer, su mente trabajaba furiosamente contra el miedo y la repulsión que la llenaban ante su contacto. Tenía que decir algo, pero no quería retarlo o hacerlo sentir que tenía que probarse.

—¿Acaso no puede encontrar una chica que lo quiera? —le preguntó, manteniendo la mirada directamente sobre sus ojos.

—Claro que puedo —parpadeó él.

—Entonces, ¿por qué siente que debe robar a alguien que no lo quiere?

—Me lo agradecerás cuando termine —refutó él, mirándola lascivamente.

—¿Debe hacerlo?

El sostuvo su mirada durante un momento y luego bajó los ojos. Magda no sabía lo que vendría después. Se preparó para hacer una exhibición inolvidable de gritos y patadas si él continuaba tratando de forzarla a entrar al otro carro.

El tren se sacudió y rechinó cuando el maquinista aplicó los frenos. Estaban llegando a la conexión con Campiña.

—No hay tiempo ahora —manifestó él, agachándose para mirar por la ventanilla mientras la rampa de la estación pasaba junto a ellos—. ¡Lástima!

Salvada. Magda no dijo nada. Quería dejarse caer por el alivio, pero no lo hizo.

El joven guardia se enderezó y señaló por la ventana:

—Creo que me habrías considerado un amante gentil en comparación con ellos.

Magda se inclinó y miró a través del vidrio. Vio a cuatro hombres en uniforme militar negro, de pie en la plataforma de la estación, y se sintió débil. Había oído suficiente de la SS alemana para reconocer a sus miembros cuando los veía.

12

Karaburun, Turquía

Martes, 29 de abril

18:02 horas

El pelirrojo se hallaba de pie en el malecón, sintiendo que la luz agonizante del sol le entibiaba el costado mientras se extendía la sombra del pilote junto a él, alejándose sobre el agua. El mar Negro. Un nombre tonto. Era azul y se veía como un océano. A su alrededor, las casas de estuco de dos pisos se amontonaban a la orilla del agua, con sus techos de tejas rojas que casi hacían juego con el cada vez más profundo color del sol.

Había sido fácil encontrar un bote. Aquí la pesca generalmente era buena, pero los pescadores seguían siendo demasiado pobres, sin importar lo pródiga que fuera la captura. Se pasaban la vida luchando por salir a mano.

Esta vez no era una delgada y rápida lancha de contrabandista, sino una pesada lancha para pescar sardinas, incrustada de sal. No era exactamente lo que necesitaba, pero sí lo mejor que pudo encontrar.

El bote del contrabandista lo llevó cerca de Silivri, al oeste de Constantinopla; no, ahora la llamaban Estambul, ¿no es cierto? Recordaba que el régimen actual le había cambiado el nombre hacía cerca de una década. Tendría que acostumbrarse al nuevo nombre, pero era difícil romper con los viejos hábitos.

Arrastró el bote hasta la playa y saltó a tierra con su largo y plano estuche bajo el brazo. Luego, empujó el bote de regreso al mar de Mármara, en donde flotaría con el cadáver de su propietario hasta ser encontrado por un pescador o por algún barco de cualquier gobierno que reclamara esa zona específica de agua, en ese momento en particular.

Desde allí fue un viaje de treinta y dos kilómetros sobre la suavemente ondulante tierra de moros de la Turquía europea. Resultó tan fácil comprar un caballo en la costa sur, como rentar el bote aquí en el norte. Con los gobiernos cayendo a izquierda y a derecha, y sin ninguna seguridad sobre si el dinero de hoy sería mañana papel sin valor, la vista y sensación del oro servía para abrir muchas puertas.

Y así, estaba ahora de pie en la orilla del mar Negro, golpeando con los pies y tamborileando con los dedos sobre el estuche plano, esperando a que su arruinado velero terminara de cargarse de combustible. Resistió la urgencia de avanzar velozmente y darle al propietario unas cuantas patadas rápidas para apresurarlo. Eso sería infructuoso. Sabía que no podía acelerar a esta gente, pues vivían conforme su propia velocidad, que era mucho más lenta que la suya.

Serían unos cuatrocientos kilómetros hacia el norte hasta el delta del Danubio y casi trescientos más por tierra, desde allí hacia el oeste, para llegar al paso Dinu. Si no fuera por esta guerra, idiota habría alquilado un avión y llegado mucho antes.

¿Qué había pasado? ¿Hubo una batalla en el paso? La radio de onda corta no decía nada de luchas en Rumania. No importaba. Algo debió salir mal. Y él había pensado que todo estaba permanentemente resuelto.

Sus labios se torcieron. ¿Permanentemente? Él, de todas las personas, debió saber lo raro que era en verdad que algo fuese permanente.

De todos modos, existía una oportunidad de que los sucesos no hubieran progresado más allá del punto sin retorno.

13

La Fortaleza

Martes, 29 de abril

17:52 horas

—¿No puede ver que está exhausto? —gritó Magda, sin miedo ya pues éste fue reemplazado por el enojo y su fiero instinto de protección.

—No me importa si está a punto de lanzar su último aliento —replicó el oficial de la SS, el que se llamaba mayor Kaempffer—. Quiero que me diga todo lo que sepa sobre la fortaleza.

El viaje desde Campiña hasta la fortaleza resultó una pesadilla. Fueron arrojados a la parte trasera de un auto plataforma y vigilados por un rudo par de soldados rasos, mientras que otra pareja conducía. Papá los reconoció como einsatzkommandos y rápidamente le explicó a Magda en qué áreas eran expertos. Aun sin la explicación, los habría encontrado repulsivos, pues los trataron, a ella y a su padre, como si fueran equipaje. No hablaban rumano y en lugar de eso utilizaban un lenguaje de empujones y azuzamientos con los cañones de sus rifles. Sin embargo, Magda pronto percibió que había algo debajo de su brutalidad indiferente; era preocupación. Parecían contentos de estar fuera del paso Dinu por un rato y renuentes a regresar.

El viaje fue especialmente difícil para su padre, quien encontró casi imposible sentarse en la banca fijada a lo largo de cada lado del área de carga del carro. El vehículo se inclinaba y balanceaba violentamente mientras corría por el camino, sin importarle su pasaje. Cada salto era una agonía para papá, con Magda mirando impotente mientras él respingaba y rechinaba los dientes a causa del dolor que lo atravesaba. Finalmente, cuando el auto tuvo que detenerse en un puente para esperar que una carreta de cabras se hiciera a un lado, Magda lo ayudó a dejar la banca y regresar a su silla de ruedas. Se movió con presteza, incapaz de ver lo que sucedía fuera del vehículo, pero sabiendo que, mientras el conductor siguiera tocando la bocina impacientemente, se podía arriesgar a mover a papá. Después fue cuestión de sostener la silla de ruedas para evitar que rodase por la parte posterior, mientras luchaba por no deslizarse de la banca una vez que el auto plataforma comenzó a moverse de nuevo. Sus escoltas se mofaban de la situación y no hicieron el menor intento de ayudarla. Cuando finalmente llegaron a la fortaleza, Magda se sentía tan tremendamente extenuada como se encontraba su enfermo y anciano padre.

La fortaleza… había cambiado. Se veía tan bien conservada como siempre, cuando avanzaron por la calzada; pero tan pronto atravesaron la puerta, lo sintió: un aura de amenaza, un cambio en el mismo aire que pesaba sobre el espíritu y provocaba escalofríos en el cuello y los hombros.

Papá lo notó también, pues lo vio levantar la cabeza y mirar alrededor, como si tratara de clasificar la sensación.

Los alemanes parecían estar apurados y aparentemente había dos clases de soldados, unos de gris y otros con el uniforme negro de la SS. Dos de los que vestían de gris abrieron la puerta del auto plataforma tan pronto como se detuvo y comenzaron a hacerles señas para que salieran.

—¡Schnell! ¡Schnell! —gritaban.

Magda se dirigió a ellos en alemán, idioma que entendía y hablaba razonablemente bien.

—¡No puede caminar! —advirtió. Esto era verdad en ese momento, pues su padre se encentraba al borde del colapso físico.

Los dos de gris no vacilaron en saltar a la parte trasera del camión y sacar cargando a su padre, con todo y silla de ruedas, pero le dejaron a ella empujarlo a través del patio. Sintió las sombras agolpándose contra ella mientras seguía a los soldados.

—¡Algo está mal aquí, papá! —le susurró al oído—. ¿Puedes sentirlo?

Un lento movimiento de cabeza fue su única respuesta.

Lo empujó hasta el primer nivel de la torre. Allí los esperaban dos oficiales alemanes, uno de gris y el otro de negro, de pie junto a una destartalada mesa, bajo una sola bombilla con pantalla que colgaba del techo.

La tarde apenas comenzaba.

Papá respondió en un impecable alemán a la demanda de información del mayor Kaempffer.

—Primero, esta estructura no es una fortaleza. Una fortaleza o calabozo, como se le llamaba en estos lugares, era la última fortificación interna de un castillo, la última plaza fuerte en donde el señor del castillo se quedaba con su familia y su personal. Este edificio es único —hizo un pequeño gesto con las manos—. No sé cómo debe llamársele. Es demasiado elaborado y bien construido para ser un simple puesto de vigilancia y, sin embargo, muy pequeño para haber sido construido por cualquier señor feudal que se respetara. Siempre ha sido llamado «la fortaleza», probablemente por la falta de un nombre mejor. Servirá, supongo.

—¡No me importa lo que suponga! —chasqueó el mayor—. ¡Quiero lo que sabe! ¡La historia de la fortaleza, las leyendas relacionadas con ella… todo!

—¿No puede esperar hasta mañana? —preguntó Magda—. Mi padre ni siquiera puede pensar bien ahora. Tal vez para entonces…

—¡No! ¡Debemos saberlo
esta noche
!

Magda miró desde el mayor de cabello rubio, hasta el otro oficial, el más oscuro y pesado capitán llamado Woermann, quien aún no había hablado. Miró en los ojos de ambos y vio lo mismo que viera en todos los soldados alemanes que encontraron desde que dejaron el tren; el común denominador que la había evadido era claro ahora. Estos hombres estaban atemorizados. Los oficiales y los soldados rasos, todos estaban aterrorizados.

—Específicamente, ¿con referencia a qué? —preguntó su padre.

—Profesor Cuza, durante la semana que hemos estado aquí, ocho hombres han sido asesinados —explicó finalmente el capitán Woermann. El mayor miró al capitán, pero éste siguió hablando, ya fuera por no darse cuenta del disgusto del otro o ignorándolo—. Una muerte cada noche, excepto la última, en la que dos gargantas fueron destrozadas.

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