Tocó dos veces en la puerta de madera de la habitación de Glenn. No hubo respuesta ni ningún sonido de movimientos en el interior. Dudó y luego cedió al impulso y levantó el picaporte. La puerta se abrió.
—¿Glenn? —preguntó.
La habitación estaba vacía. Era idéntica a la suya. De hecho, durante el último viaje que ella y papá hicieran a la fortaleza se había quedado en este cuarto. Sin embargo, algo andaba mal. Estudió las paredes. El espejo sobre el buró había desaparecido. Un rectángulo de estuco más blanco marcaba el sitio donde estuviera en la pared. Debió romperse desde la última visita y nunca fue repuesto.
Entró y caminó en un círculo lento. Aquí era donde él se quedaba y aquí estaba la cama sin hacer, donde él dormía. Se sintió excitada, preguntándose qué diría él si regresara ahora. ¿Cómo podría explicar su presencia? No podría. Decidió que sería mejor irse.
Cuando se volvió para retirarse, vio que la puerta del armario estaba entreabierta. Algo brillaba en su interior. Era tentar a la suerte, pero ¿qué daño podía hacer una rápida ojeada? Abrió la puerta completamente.
El espejo que se suponía debía colgar sobre el buró se encontraba apoyado en un rincón del armario. ¿Por qué habría quitado Glenn el espejo? Quizá cayó de la pared y Iuliu tenía que colgarlo. Había unas cuantas prendas de vestir en el armario y algo más: un largo estuche, casi tan largo como ella, yacía en el otro rincón.
Curiosa, se inclinó y tocó el cuero del estuche descubriendo que era áspero, arrugado y picado. O bien era muy viejo o estaba descuidado. No podía imaginar lo que contenía. Una rápida mirada sobre su hombro le aseguró que la habitación estaba vacía, la puerta aún abierta y todo silencioso en el pasillo. Sólo le tomaría un segundo abrir los broches del estuche, mirar adentro, cerrarlo de nuevo y luego partir. Tenía que saber. Sintiendo la deliciosa aprensión de un niño travieso e inquisitivo que explora un área prohibida de la casa, buscó los cerrojos de latón; había tres de ellos que rechinaron cuando los abrió, como si tuvieran arena en sus mecanismos. Los goznes hicieron un ruido similar cuando levantó la tapa.
Magda no supo en un principio de qué se trataba. El color era azul, un azul profundo, oscuro y acerado; el objeto era metálico. Pero no podía decir qué tipo de metal. Tenía la forma de una cuña alargada, era una larga pieza ahusada de metal, puntiaguda y muy afilada a lo largo de sus dos orillas biseladas. Como una espada. ¡Eso era! Un espadón. Sólo que no tenía empuñadura, únicamente un perno grueso en su cuadrado extremo, que parecía estar diseñado para encajar en la punta de la empuñadura. ¡Qué arma tan enorme y atemorizante podría ser cuando tuviera empuñadura!
Las marcas en la hoja la atrajeron, pues estaba cubierta con símbolos extraños. No se hallaban grabados simplemente en la brillante superficie azul del metal, estaban
esculpidos
en ella. Podía deslizar la punta de su dedo meñique por las ranuras. Los símbolos eran runas, pero no como cualquiera de las runas que ella hubiera visto antes. Estaba familiarizada con las runas germanas y escandinavas, que se remontaban a la Edad Media, hasta el siglo tercero. Pero éstas eran más viejas. Mucho más viejas. Poseían una cualidad de venerable antigüedad que la molestaba, pues parecían moverse y desviarse mientras las estudiaba. Esta hoja de espada era vieja, tan vieja que se preguntó quién o qué la había hecho.
La puerta de la habitación se cerró de golpe.
—¿Encontraste lo que buscabas?
Magda saltó con el sonido, haciendo que la tapa del estuche se cerrara sobre la hoja. Se puso en pie de un salto y se volvió para mirar a Glenn, con el corazón golpeándole por la sorpresa y… la culpa.
—Gleen, yo…
—¡Pensé que podía confiar en ti! —amonestó él. Parecía estar furioso—. ¿Qué esperabas encontrar aquí?
—Nada… vine a buscarte —le explicó. No comprendía la intensidad de su enojo. Tenía derecho a estar molesto, pero esto…
—¿Creíste que me encontrarías en el armario?
—¡No! Yo… —vaciló. ¿Por qué tratar de explicarle? Sólo sonaría como una disculpa frívola. Había hecho algo incorrecto, lo sabía y se sentía terriblemente culpable de estar allí después de haber sido atrapada en el acto. Pero no era como si hubiera venido a robarle. Y sentía que su propia ira comenzaba a crecer a medida que él sobreactuaba y encontró el deseo de enfrentar su mirada penetrante con la suya—. Tengo curiosidad acerca, de ti. Vine a hablar contigo. Me… me gusta estar contigo y sin embargo no sé nada de ti. —Ladeó la cabeza—. No sucederá de nuevo.
Se dirigió al corredor, pretendiendo dejarlo con su preciosa privada, pero nunca llegó a la puerta. Cuando pasó entre Glenn y el buró, él asió sus hombros suavemente, pero con una firmeza tal que ella no pudo negarse. La volvió hacia él. Sus miradas se encontraron.
—Magda… —comenzó a decir y la atrajo, presionando sus labios sobre los de ella, apretándola contra sí. Magda sintió una necesidad fugaz de resistir, de estrellar sus puños contra él e irse, pero esto fue simplemente un reflejo que se alejó antes de que pudiera reconocerlo, envuelta por el calor del deseo que brotaba en ella. Deslizó los brazos alrededor del cuello de Glenn y lo acercó más, perdiéndose en el resplandor que la envolvía. La lengua de él se abrió paso entre la suya, impresionándola con su audacia y sacudiéndola con el placer que le daba. Nunca había conocido a nadie que besara así. Las manos de Glenn comenzaron a recorrer su cuerpo, acariciando sus nalgas, moviéndose sobre sus senos comprimidos, dejando hormigueando huellas de tibieza por dondequiera que pasaban. Subieron hasta su cuello, le desataron el pañuelo y lo arrojaron lejos; luego, se detuvieron sobre los botones de su suéter y empezaron a abrirlos. Ella no lo detuvo. Las ropas se habían encogido sobre ella y la habitación se tornó tan caliente… tenía que librarse de ellas.
Durante un breve momento pudo haberlo detenido, pudo haberse alejado y retrocedido. Con la apertura de la parte delantera de su suéter, una vocecita le gritó en la mente: ¿Ésta soy yo? ¿Qué me está sucediendo? ¡Esto es una locura! Era la voz de la vieja Magda, de la Magda que se había enfrentado al mundo desde la muerte de su madre. Pero esa voz fue alejada por otra Magda, una desconocida, una Magda que lentamente había crecido en medio de las ruinas de todo aquello en que creyera la vieja Magda. Una nueva Magda, despertada por la fuerza vital que ardía al rojo vivo dentro del hombre que la sostenía ahora. El pasado, la tradición y la propiedad perdieron todo su valor, el mañana era un lugar lejano que quizá nunca vería. Sólo existía el presente y Glenn. Nada más hoy y él.
El suéter se deslizó de sus hombros y luego la blusa blanca. Sentía fuego en donde su cabello rozaba la piel desnuda de su espalda y hombros. Glenn le bajó el apretado corpiño hasta la cintura, permitiendo que sus senos saltaran libres. Todavía con los labios sobre los de ella, pasó ligeramente las puntas de los dedos sobre cada seno, centrándose en los tensos pezones y trazando pequeños círculos que la hacían gemir desde lo profundo de su garganta. Finalmente sus labios se separaron de los de ella, deslizándose por su garganta hasta el valle entre sus senos y de allí a los pezones, uno a la vez, con su lengua proyectando pequeños círculos húmedos sobre los surcos que sus dedos habían dibujado. Ella se aferró a su nuca emitiendo un pequeño grito y arqueó los senos contra su cara, estremeciéndose cuando las oleadas de éxtasis comenzaron a pulsar desde lo profundo de su pelvis.
La levantó y la llevó a la cama, quitándole el resto de la ropa mientras sus labios continuaban complaciéndola. Luego, se despojó de sus propias ropas y se inclinó sobre ella. Las manos de Magda habían adquirido vida propia y lo recorrían como asegurándose de que era real. Y en seguida él estuvo sobre ella, deslizándose en su interior, y después de la primera embestida de dolor él siguió allí y fue maravilloso.
¡Oh, Dios!, pensó mientras los espasmos de placer la atravesaban. ¿Así es esto? ¿Es esto de lo que me he perdido durante tantos años? ¿Acaso este es el horrible acto del que he oído hablar a las mujeres casadas? ¡No puede ser! ¡Esto es demasiado maravilloso! ¡Y no me he perdido de nada, porque nunca habría sido así con otro hombre que no fuera Glenn!
Él comenzó a moverse dentro de ella y Magda se acopló a su ritmo. El placer aumentó, duplicándose y reduplicándose hasta que estuvo segura de que su carne se derretiría. Sintió que el cuerpo de Glenn comenzaba a tensarse mientras percibía la inevitabilidad también en su interior. Sucedió. Con la espalda arqueada, los tobillos enganchados a ambos lados del angosto colchón y las rodillas abiertas en el aire, Magda Cuza vio que el mundo se hinchaba, se agrietaba y se separaba en un furioso estallido de llamas.
Y después de un tiempo, acompañado por la laboriosa respiración de su agotado cuerpo, lo vio caer de nuevo a través de los párpados de sus ojos cerrados.
Se pasaron el día en esa angosta camita, susurrando, riendo, hablando, explorándose. Glenn sabía tanto y le enseñó tanto, que era como si le estuviese mostrando su propio cuerpo. Era gentil, apasionado y tierno, y la llevaba a cimas de placer una vez tras otra. Él era el primero, Magda no lo dijo, no tuvo que hacerlo. Ella ni lejanamente era su primera mujer y eso tampoco requería de ningún comentario y Magda encontró que no importaba. No obstante, percibió un gran alivio en él, como si se hubiera negado a sí mismo durante largo tiempo.
El cuerpo de él le fascinaba. El físico masculino era
terra incognita
para Magda. Se preguntaba si todos los músculos de los hombres serían tan duros y estarían tan cerca de la piel. Todo el cabello de Glenn era rojo y tenía numerosas cicatrices en el pecho y en el abdomen; eran viejas cicatrices, blancas y delgadas sobre su piel olivácea. Cuando le preguntó acerca de ellas, él le explicó que provenían de accidentes. Luego, acalló sus preguntas haciéndole el amor otra vez.
Después de que el sol se puso tras el risco occidental, se vistieron y fueron a dar un paseo, tomados del brazo, estirando sus extremidades y deteniéndose frecuentemente para abrazarse y besarse.
Lidia estaba colocando la cena en la mesa cuando regresaron a la posada. Magda se dio cuenta de que estaba famélica, así que ambos se sentaron y se sirvieron. Ella se esforzaba en mantener los ojos alejados de Glenn y concentrarse en la comida, saciando un apetito en tanto que otro crecía. Todo un mundo nuevo se le había abierto hoy y estaba ansiosa por explorarlo más allá.
Comieron apresuradamente y se disculparon en el preciso instante en que terminaron, como niños de escuela apurándose para jugar antes de que oscureciera. De la mesa corrieron hasta el segundo piso, con Magda adelante, riendo, guiando a Glenn a su habitación esta vez. A su cama. Tan pronto como la puerta se cerró tras ellos, estaban tirando de las ropas del otro, arrojándolas en todas direcciones y apretándose en la creciente oscuridad.
Horas más tarde, mientras yacía en sus brazos, totalmente agotada, en paz consigo misma y con el mundo, como nunca antes lo había estado, Magda supo que estaba enamorada. Magda Cuza, la solterona ratón de biblioteca, enamorada. Nunca, en ningún lado, en ninguna época, hubo otro hombre como Glenn. Y él la quería. Ella lo amaba. No se lo había dicho y él tampoco. Sentía que debía esperar hasta que él lo dijera primero. Podría no suceder durante un tiempo, pero no le importaba. Sabía que Glenn también lo sentía y eso era suficiente para ella.
Se apretó más contra él. El día de hoy, por sí solo, era suficiente para el resto de su vida. Mirar hacia el futuro resultaba casi glotonería. Sin embargo, lo hizo. Ávidamente, con toda seguridad, nadie había obtenido más placer del cuerpo y de las emociones como ella lo obtuviera hoy. Nadie. Esta noche se durmió siendo una Magda Cuza diferente de la que había despertado en esta misma cama esta mañana. Parecía haber sucedido tanto tiempo antes… Toda una vida. … Y esa otra Magda le parecía tan desconocida ahora… Realmente era una sonámbula. La nueva Magda estaba completamente despierta y enamorada. Todo iba a estar bien.
Cerró los ojos. Difusamente escuchó el piar de los polluelos fuera de la ventana. Sus trinos eran más débiles que en la mañana y parecían haber adquirido una cualidad desesperada. Pero se quedó dormida antes de preguntar qué podía estar mal.
Él miró la cara de Magda en la oscuridad. Era pacífica e inocente. La cara de una niña durmiendo. Apretó más los brazos a su alrededor, temiendo que ella pudiera alejarse.
Debió mantener su distancia; eso lo supo siempre. Pero ella lo atrajo. Y él permitió que ella removiera las cenizas de sentimientos que creía muertos y alejados, y encontrara carbones encendidos debajo. Y luego, esta mañana, en el calor de su enojo al encontrarla husmeando en su armario, los carbones estallaron en llamas.
Era casi como el destino. Como el kismet. Él había visto y experimentado demasiado para creer que estaba verdaderamente predeterminado. Sin embargo… existían ciertas… cosas inevitables. La diferencia era sutil, pero muy importante.
De todos modos, no era correcto dejarla interesarse en él cuando ni siquiera sabía si saldría caminando de aquí. Quizá ese era el motivo por el que se había sentido atraído hacia ella. Si moría aquí, por lo menos el sabor de ella estaría fresco en él. No podía permitirse preocupaciones ahora. Preocuparse podía distraerlo, reduciendo sus posibilidades de sobrevivir a la batalla que venía. E incluso si se las arreglaba para sobrevivir, ¿querría Magda algo con él cuando supiera la verdad?
Tiró de la manta para cubrir el hombro desnudo de ella. No quería perderla. Si había alguna forma de conservarla después de que todo esto terminara, haría lo que pudiera para encontrarla.
La Fortaleza
Viernes, 19 de mayo
21:37 horas
El capitán Woermann estaba sentado frente al caballete. Tuvo la intención de obligarse a borrar esa sombra del cadáver colgante. Pero ahora, con la paleta en la mano izquierda y un tubo de pigmento en la derecha, encontró que no quería cambiarla. Que la sombra permaneciera. No importaba. De todos modos, dejaría la pintura allí. No quería recordatorios de este lugar cuando partiera. Si partía.
Afuera, las luces de la fortaleza brillaban con máxima intensidad y los hombres hacían guardia en parejas, armados hasta los dientes y listos para disparar a la menor provocación. El arma de Woermann mismo yacía en su bolsa de dormir, enfundada y olvidada.